Un día en Ariete

 

Texto por Asael Arroyo Re

Fotografías de Luis Guillermo Ojeda A.

Es mediodía de un domingo y estoy en el viñedo de Clos de Tres Cantos, dentro del Valle de Guadalupe. Frente a mí está Abraham, a quien conozco desde hace unos quince años, aunque  casi tenía el mismo tiempo sin verlo. Ahora Abraham dirige la cocina de Ariete, un restaurante en la parte posterior de este viñedo. En una hora, Ariete abrirá sus puertas.

  El nombre de Ariete viene de un recuerdo: cuando Abraham era niño, su papá dirigía una empresa que reparaba barcos atuneros. Era común que cuando alguno de los barcos descargaba atún aleta azul le dieran uno y luego lo comieran en familia. Ariete es el nombre de una de estas embarcaciones.

  Mientras hablamos, Mauricio “El chino”, sous chef de Ariete, se para al lado de Abraham y le pregunta si sabe que una de las parejas que reservó es vegetariana. Abraham se revuelve en la silla y responde, “coliflor, sí, coliflor, como platillo fuerte”. Fernanda, mesera y anfitriona, se acerca y le pregunta si al presentar el platillo a los comensales debe decir terrina de cuello de borrego o sólo cuello de borrego. “Cuello de borrego”, responde Abraham.

  Me distraigo y volteo a mi alrededor flora propia del chaparral, un encino frondoso y recubierto de hojas en su base, otro encino, este muerto y grande, olivos, cactus, un árbol pezuña de vaca cuya belleza blanca merece una procesión, y una pared de estacas de madera. Hay varias albarradas (yo tampoco sabía qué era una albarrada: básicamente, un muro de piedras unido sin ningún tipo de mezcla) que dan una sensación de protección. Arriba de mí, un gran telar de varas ajustado a una estructura de hierro. Abraham me explica que esas varas son sarmiento, la rama de la vid, y me explica otras cosas:

  —No hay nada que salga de esta cocina que yo no haya sazonado. Es una regla importante, porque cuando vas a un restaurante en el que gastas cierta cantidad de dinero, esperas que el que tiene la mano instruida esté cocinando. Es un compromiso con la gente que viene. Los quince años que tengo de aprendizaje van a estar reflejados en el plato.

  En mi cabeza resuenan las afirmaciones: 1)no hay nada que salga de la cocina de Ariete que no sea sazonado por Abraham. 2) Una “mano instruida” . 3) La cantidad que es “cierta cantidad de dinero”. Salgo de mi cabeza para escuchar a Abraham contarme sobre la historia de Ariete:

  —Mauricio ya trabajaba en Clos de Tres Cantos, en el área de degustación. Y María y Joaquín, los dueños de Clos, querían ofrecer comida, además de su catálogo de vinos. Entonces Mauricio les habla de mí y María me manda un mensaje y me dice que estaba interesada en platicar conmigo. Así que voy a la cita, pero con cero expectativas, pensaba que era difícil tener la oportunidad de que me permitieran tener un restaurante en el que pudiera hacer lo que de verdad quería… Vine, me recibió en la sala de degustación y me dijo: ‘a ver, platícame de tu background’; así, esa fue la pregunta. Le dije que había trabajado en el Laja. Y resulta que el Laja es su restaurante favorito. Tiempo después, vi el espacio; no había nada, era casi como un terreno baldío. Y yo, por la pizzería, había comprado algo de equipo. Empecé a traer cosas, a acondicionar el lugar. Pero antes de llegar a un acuerdo final, me dijo: ‘Pues ven y cocinanos en la casa, nada más para estar seguros de que sí cocinas bien, porque no hemos probado nada, y ya, partiendo de eso, te damos luz verde para que hagas lo que quieras’. Entonces, fui a su casa una mañana, les cociné una ensalada con betabel, unos raviolis de borrego y un bizcocho de plátano que tardé mucho en hacer. Terminé los primeros dos, pero para el postre nos esperamos como una hora porque estuvimos platicando. Era el último paso para poder trabajar con ellos. Al final del desayuno, me dijo: ‘Ya tienes luz verde, haz lo que necesites hacer para abrir el restaurante’.

  Abraham me pregunta:

  —¿Sabías que estudié arquitectura?

  No lo sabía y siento que debería haberlo sabido. Pero ya ha pasado la hora y Abraham tiene que cocinar.

  Llegan los dos comensales que habían hecho una reservación y otras dos mesas, con cuatro personas cada una. Vuelvo a ver los dos encinos, el chaparral, los olivos y la base de hojas en el encino vivo y ahora veo que está rodeado de piedras, y me fijo en una barda de estacas de madera que, sabré después, Mauricio y Abraham construyeron, y veo la cocina, que bien podría estar cerrada o escondida de la vista del comensal, pero no, está ahí, visible, abierta. Y recuerdo: Abraham es arquitecto. Y pienso: todo esto es a propósito.

 

***

La cocina es un espacio rectangular que está a unos pasos de las cuatro mesas que hay en Ariete. Ahí conozco a Valeria, una chica de veinte años que trabaja como mesera y que tiene un tatuaje en su muñeca con las coordenadas de Ensenada (31 51’30” y 116 38’00″), que además, en unos meses, va a ser mamá. Conozco a Edrei, un chico de veintiuno que trabaja como lavaplatos los sábados y los domingos, y de lunes a viernes en una fábrica en la que construyen partes para aviones. Le pregunto qué quiere hacer más adelante y me dice no estar seguro si estudiar criminología o regresar a Isla de Cedros, de donde es su familia, a trabajar como buzo (“ganan muy bien”, dice).

  Abraham les explica a Valeria y Fernanda que el viento que da de lleno a la cocina hace que la estufa se tarde más en calentar.

  —Es el único inconveniente de tener una cocina abierta: el viento —dice Fernanda, de diecinueve años, una estudiante universitaria convencida de que es un mito que no se pueda estudiar medicina y trabajar al mismo tiempo, y de la importancia de descubrirnos todos los días, de hacer cosas que nos den miedo, como trabajar (cosa que no aprueban sus padres, pues si no necesita el dinero para qué lo hace, le dicen, pero ella quiera ahorrar y en verano viajar a Ciudad de México, Oaxaca y Chiapas).

  El menú de Ariete es de seis tiempos. La carta de hoy es una ensalada de betabel, miel de abeja y salicornia, del rancho El Mogor, un aderezo de limón Meyer y aceite de olivo de ascolano, Cuando las ensaladas están listas, Valeria y Fernanda cubren del viento los platos con el cuerpo de tal forma que es fácil de olvidar que eso en sus manos es sólo cerámica y comida.

  (Llegados a este punto, es hora de confesar algo: mi plan era conversar con los comensales y anotar algunas cuantas cosas memorables que me dijeran y ponerlas aquí. Las cosas no salieron como lo esperaba. Me acerqué a una mesa, les expliqué mis intenciones, dije “estoy haciendo un reportaje”, dije “si no los importuno, me encantaría hablar con ustedes sobre su experiencia en Ariete”, dije “¿sí?, ¿por favor?” y uno de ellos me dijo “nos importunas”. Y eso me bastó para sentirme triste y ofendido y derrotado y con ganas de correr a un lugar en el que sí me sintiera seguro: la cocina.)

  Mauricio prepara el segundo tiempo: un crudo de atún aleta azul, con pequeñísimas rodajas de kumquat (conocido también como naranjo enano o naranjo chino, y que, si uno lo ve en fotos, tiene ese no sé qué falso y al mismo tiempo encantador de algunas de las frutas asiáticas), una vinagreta ligerísima de chile serrano, ajo, vinagre, jugo de limón y aceite de olivo, aguacate y el mismo limón Meyer curado en sal durante cinco meses. “Como en Marruecos”, dice Abraham.

  El tercer tiempo es una pasta orzo con mejillones. Abraham me da un poco para que lo pruebe. Me tardo en dar el primer bocado porque, caigo en cuenta, no estoy acostumbrado a comer cosas bonitas, y este platillo, con el violeta brote de amaranto sobre el orzo, es muy bonito. Mi sensación es que debe permanecer intacto un poco más de tiempo. Abraham me dice:

—Cómetelo ya porque se muere.

  No sé bien qué decir o siquiera entender, pero como.

 

  Abraham me explica:

  —La textura es lo que muere. Al final, salteamos el orzo y hago una emulsión con el aceite para que te lo comas como una mayonesa ligera, una pasta cubierta por una mayonesa muy ligera, que no te genere una capa de grasa en el paladar. Entre más tiempo esté en el plato, se enfría, y como tiene mucho almidón se transforma. Eso no es lo que quiero que coman.

  Volteo a ver a Mauricio quien no ve sino que mira hacia no sé qué, en dirección a las mesas. Le pregunto qué es lo que mira.

  —No miro, leo —me dice—. Regularmente, Abraham está concentrado en los platillos. Entonces yo me encargo de leer las reacciones de las personas cuando ven la presentación del platillo; cuando lo prueban; si el servicio del vino es el mejor; cómo hablan entre ellos. Una reacción y un gesto siempre te van a decir la verdad. Y también soy consciente de que ellos nos ven. Ven el proceso de principio a fin. Lo que estamos haciendo. Ven que cuando el platillo tarda es porque toma un tiempo. Nuestro estilo de cocina es à la minute. Esto quiere decir que la mayoría de la preparación del platillo se hace al momento. Así, el producto todavía llega vivo.

  Mauricio fue compañero de Abraham durante la preparatoria y su socio, cuando los dos, en el 2009, emprendieron una producción de cerveza artesanal —“antes de que todo mundo quisiera producir cerveza”, me dice Abraham—, pero ambos eran muy jóvenes y tenían aún que recorrer un largo camino. Además Mauricio toca el bajo eléctrico, las percusiones y el contrabajo, y su objetivo es ser el sommelier de Ariete.

  —Pero primero tengo que conocer a fondo la comida si es que quiero hacer maridajes —me dice.

  En Ariete, el platillo fuerte son dos. El primero es una carne curada de puerco crujiente. El segundo es borrego de Ojos Negros o pato de Maneadero, con puré de membrillo. El borrego lleva una salsa de chiles suave y el pato es una pechuga madurada durante quince días para que la piel sea crujiente y la carne sea delicada.

***

Después de cocinar los platillos fuertes, Abraham me señala un punto detrás del muro de estacas y me pide que lo acompañe. Los comensales ya no nos pueden ver y Abraham se estira y se lleva las manos a la cara. Cambia. Algo del Abraham que conocí hace muchos años vuelve. Bebe un café que tenía desde muy temprano. Le pregunto si ha comido algo. Me dice que no, que esa es la paradoja de quien cocina para vivir: en el trabajo está muy ocupado para comer y cuando llega a su casa sólo tiene energía para prepararse una quesadilla, un pan con mermelada. Le pregunto cómo le fue durante la cuarentena y me dice que de eso me quería hablar.

  —Sobrevivimos porque le hacíamos pan al Mogor, como veinte hogazas a la semana, y los demás días veníamos y hacíamos jardinería o reparar instalaciones que necesitaban mantenimiento. La verdad es que todos la pasamos un poco mal, incluidos María y Joaquín con Clos, tanto así que que se reinventaron: hicieron catas virtuales vía Zoom, mandaban el vino antes a los que se inscribían.

  Se gira hacia la barda en la que está recargado y toca las estacas:

  —Esto se veía como un hoyo. Aquí querían poner una pequeña barda como de un metro y medio de altura para que la vista fuera un poco más agradable. Primero iba a ser una barda de piedra, pero es carísimo. No había presupuesto. Un día que andaba por la vinícola, vi una puerta giratoria. Era una estaca apilada que genera un muro divisorio. El problema era de dónde sacar el material. Le hablé al Chino, y me dijo que él creía que eran las estacas que usan para los injertos del vino. Le pregunté al encargado del rancho que si él tenía estacas, y me dijo que no, pero que en el rancho donde trabajaba antes había mucho desechos y que él había visto unas cruces con las que antes sustentaban el viñedo. Me dijo que había montañas, y yo no le creí, tal vez había unas cuantas, pero no muchas. Cando llegamos al rancho, resulta que sí había montañas. Para los dueños del rancho eso es basura, estaban buscando cómo deshacerse de eso…

  »Ya teniendo el material en el restaurante, lo que hacíamos era desarmar las cruces, seleccionarlas para que todas las maderas fueran iguales. Pensé que las clavaban entre sí, y no, las pegan con silicón líquido. Limpiábamos las cruces, les quitábamos claves, alambres y ya las cortábamos. Había días en los que no teníamos dinero para comprar el silicón, entonces seguíamos con la jardinería. Nos tardamos un mes. Quería que fuera más significativa, un elemento más grande en el espacio, y decidí hacerla más alta. Ahora es de más de dos metros de altura.

  Valeria llega con el postre: un cremoso de naranja sanguínea con frambuesas de San Quintín. El cremoso tiene una textura untuosa y la naranja tiene notas a vainilla. Lo pruebo, me asomo tras el muro y veo que los últimos comensales caminan en dirección al estacionamiento y me pregunto si el último sabor con el que se van de Ariete es esa mezcla cítrica y dulce.

  Entre otras cosas, Abraham me cuenta que su cuerpo le ha empezado a cobrar factura: durante años le ha dolido la rodilla y piensa operársela pronto. No lo dice con pesar, al contrario, lo dice con algo cercano a la tranquilidad, sabe que si pasa por el quirófano va a volver a correr, algo que no ha podido hacer en mucho tiempo. Yo le digo que intento ganarme la vida escribiendo, y tampoco lo digo con pesar.   ♣

 

Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) es licenciado en la carrera de Derechos Humanos y Gestión de Paz, por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dirige y edita la revista digital El Septentrión. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016, en el rubro de Periodismo Cultural, por el libro Viajes de un ensenadense inocente. Es becario del PECDA en la categoría Jóvenes creadores. Actualmente, estudia la maestría en Antropología Social, en CIESAS.

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