por Zeth Arellano
El sol apenas se asoma entre los edificios. Mientras riego las plantas veo a la gatita de la vecina jugar con el carrillón de viento que cuelga en la terraza. Enciendo un cigarrillo y observo su pelaje blanco de angora, parece un peluche. El cenicero de la barra está a tope junto a una torre de pagos pendientes, empujo el tabaco contra ellos y el fuego los consume, ojalá fuera así de fácil convertirlos en polvo. Los aviento al fregadero antes de provocar un pequeño incendio y le echo una taza de café fría para apagarlo.
Como siempre, me pasé con la tarjeta. La canción de oops I did it again ocupa mi mente y de pronto me veo cubierta de pies a cabeza en el traje de plástico rojo, mientras unos bailarines, detrás de mi, recorren una pista imaginaria con su rebuscada coreografía. Britney Spears también cayó en desgracia por no saber administrarse. I feel ya, sis. Pongo la canción en Spotify y la canto a todo volumen, mientras tomo un baño. Como siempre tendré que acudir a mis papás. Agacho la cabeza para enredar la toalla con mi cabello y pienso en qué palabras usaré para pedirles el préstamo, tengo un par de días antes de que se venzan tres de los pagos urgentes. Busco el celular para hacer la llamada y recuerdo que lo dejé en la cocina. La gatita sigue dentro de la casa y juega con las cortinas de cuentas que dividen un cuarto de otro. Mi padre responde el teléfono y pues para no verme tan mal, primero le pregunto cómo está, qué tal las cosas en casa, cómo le va a mi madre, el clima. Ya sabe que casi nunca llamo entre semana, así que me interrumpe de manera abrupta con un: “Cuánto necesitas”. Lo escucho resoplar antes de confirmar que hará la transferencia. No le digas a tu madre, ya sabes cómo se pone, me dice antes de empezar con su discurso de siempre sobre administración. Le digo que se me hace tarde para la oficina. Cuelgo, tomo las llaves y salgo corriendo.
En el despacho todo transcurre lento, mis compañeras toman café y comen donitas mientras chismean en la cocineta. En el cubículo contiguo, alguien se cura la cruda con Electrolit y aspirinas, lo que me hace pensar que me perdí de un buen juevebes godinezco. “¡Contesta el teléfono!” me grita el compañero, dice que el ring le está taladrando la cabeza, Me rio de él antes de levantar el auricular. No puedo creer lo que escucho, el viaje lo planearon un grupo de amigas desde hace meses, me dijeron que si estaba interesada podría pagarlo a plazos, pero con mis deudas hasta el tope y los préstamos que todavía le debía a mis papás, decliné la invitación. Ahora es diferente, una de las chicas tuvo un accidente muy estúpido que casi la mata, fue atropellada por su propio carro, ya saben, creyó que estaba en parking y en realidad lo había dejado en neutral en una bajada, se le ocurrió pararse atrás del auto para evitar que se le fuera y terminó con un par de costillas rotas. Si las llantas se hubieran desviado unos centímetros le habrían aplastado la cabeza y estaríamos en su velorio. El caso es que está hospitalizada y obvio no podrá ir. Yo soy la suertuda a la que le ofrecieron el lugar en el crucero paradisiaco y regalado. Pero dime ya, porque el tiempo está contado para llegar al aeropuerto, tomar el vuelo hacia a Miami y zarpar, me dice mi amiga a través del teléfono. Literalmente brinco de la silla como si un resorte me lanzara hacia fuera de la oficina y corro hacia mi depa. Llego buscando el pasaporte, deseando que no esté vencido. Todo bien con las fechas. Acaricio los bigotes de la gatita, se quedó atrapada de nuevo. Abro la ventana para que salga y me pongo a empacar. Busco los pareos y trajes de baño en los cajones. Hago un recuento de lo que llevo: bolsa de maquillaje, cepillo de dientes, sombrero playero, parece que no me falta nada. Escucho el claxon del taxista que espera. Cierro todo y pongo la llave. A la entrada del edificio, el taxista me espera con la cajuela abierta, lista para subir mi equipaje. Mis amigas están en la puerta de embarque en el aeropuerto. Nos abrazamos, selfie grupal, vámonos.
No tengo vergüenza, ya sé, apenas me alcanzó para los intereses de la tarjeta de crédito hace unos días y tuve que pedir dinero para completar lo de la luz y el teléfono, pero heme aquí, disfrutando de la brisa marina, en un crucero rumbo a las Bahamas y Puerto Rico. Mis amigas siguen tijereando al monigote que toma el sol frente a nosotras, un musculoso que, para mi gusto, lleva demasiado aceite encima, mientras mando correos explicando mi ausencia al jefe, lo más seguro es que me corran a mitad de proyecto, ya qué. Me pregunto si no dejé la estufa encendida o alguna de las llaves del agua abierta. También escribo mentiras al grupo familiar de WhatsApp para justificar la escapada, es seguro que no asistiré al cumpleaños 80 de la abuela y me perderé de una fiesta que las tías y mamá llevan organizando meses. Mi madre pega el grito en el cielo, o eso parece, desde que la enseñé a usar los gifs lo expresa todo con ellos. Quiero sacarle la vuelta a la perorata acerca de mi falta de compromiso, pero es imposible, me manda un audio diciéndome cosas que me resultan confusas. Empieza con mi poca estabilidad económica, mi falta de madurez, la falta de novio o algo parecido y luego habla sobre los nietos que nunca tendrá, de la vida que me doy y apenas puedo solventar, para terminar con un: “seguro morirás sola y en la calle”. No me puedo defender. Mi mamá se pone intensa y escribe algo sobre la primera vez que me sintió en el útero, su única hija, la peor decepción. Lo alcanzo a leer sin entrar a la app: esperaba más de ti, emoji de carita triste. Tuerzo los ojos y pienso que no es tan malo deberle a los bancos o a grandes corporaciones, no es como si hubiera matado a alguien o algo, espero no ser así a su edad. Sacudo la cabeza de sólo imaginarme como ella, silencio al grupo para disfrutar del viaje y suelto el celular un rato para ponerme el bloqueador. Ya veré a quién le pido prestado después.
El mesero se acerca con una bebida vestida de flores y sombrillita. Le paso mi celular para pedirle que capture esa foto perfecta: yo en bikini, con una piña colada y el mar de fondo. La subo a Instagram sin filtros. Doy sorbitos al ron con sabor a coco, imaginando a las gordas de la oficina martirizadas de envidia. Los likes empiezan a llegar con el tono Minué. Me extiendo sobre el camastro y me emociono con cada tin tin de las notificaciones que llegan sin detenerse, soy muy popular. Me relajo, pero no del todo, hay algo que sigue molestándome.
La primera semana voy del spa a la alberca, de la alberca a los diferentes restaurantes a bordo, del barco a los puertos y bares. Los masajistas me acusan de tener demasiada tensión en los hombros, yo creo que no saben hacer bien su trabajo. Me levanto temprano para ir a la sesión de reiki, mi energía dispersa necesita fluir con el paraíso.
He visitado playitas hermosas, con plantas exóticas, sabores que van desde lo más dulce hasta lo salado y colores que no hay en la ciudad. Sigo acumulando likes en mis redes sociales. El grupo de primas me bombardea con preguntas sobre los lugares y el muchacho que sale conmigo en las fotos, los platillos típicos, qué hacemos mis amigas y yo cuando el barco está en altamar. Les contesto a medias porque no siempre hay conexión, les digo que él se llama Ricardo y es adorable, además de que besa fenomenal. De mis papás ni pío, seguro mamá sigue disgustada.
A él lo conocí la primera semana a bordo, resulta que vive en el edificio gemelo al mío, cruzando la calle, frecuentamos la misma cafetería, casi a la misma hora, lo cual es rarísimo porque nunca antes nos habíamos visto y parece que la atracción es mutua. Hemos recorrido los puertos como si fuéramos novios o algo más y todo va “viento en popa”, me rio de lo ideal de la frase dada mi circunstancia.
En la oficina, las gordas armaron un escándalo y lograron que me corrieran a mitad de proyecto, ayer recibí el memo, me revienta pensar que se quedarán con mis ideas para el diseño de los condominios. Mis amigas dicen que seguro encontraré trabajo pronto, con horario de burócrata y sueldo de gerente, ojalá fuera así de fácil. No tiene caso preocuparse por eso hasta volver a la ciudad, me dicen, y creo que tienen razón. Además, el chavo que me gusta, se tomó la molestia de mandar un correo a un par de contactos que trabajan en despachos de arquitectura y ya tengo una cita regresando. A pesar de mi buena fortuna, desde esas últimas semanas no hay noche que no despierte sin poder respirar, agitada, a veces sin recordar el sueño que me alteró.
Le he mandado mensajes al conserje del edificio para que compruebe que todo está bien en mi depa, pero si es complicado contactarlo estando en la ciudad, imaginen mientras cruzo el famoso triángulo de las Bermudas. Tal vez nunca obtenga respuesta.
No puedo dormir, siento que me asfixia el tamaño del camarote y con Ricardo a un lado la cama me parece demasiado pequeña. Salgo a pasear y veo las estrellas en el reflejo de la alberca, me descalzo y meto los pies al agua para relajarme mientras me pierdo en ese cielo nocturno y despejado. Sólo una parada más y volveremos a la ciudad. Me muero por conocer Puerto Rico, el personal no ha dejado de hablar de cómo todo adquiere intensidad cuando estás ahí: las texturas, los sabores, la música, los colores, su gente. Seguro estamos cerca porque se pueden distinguir, sin problema, todas las constelaciones. Quisiera poder captar el brillo de las estrellas con mi celular, jamás las vi tan luminosas, lástima que eso no salga en las fotos. Detrás de mi hay un camastro libre, alrededor hay un par de turistas que beben y fuman mientras mantienen conversaciones triviales. Lo alcanzo y me recuesto en él, cierro los ojos por un momento, ojalá así se pudiera cerrar la mente. Ricardo aparece y me pregunta si todo está bien. Le extrañó no verme a su lado en la cama. Le cuento mi historia del conserje, él también sufrió sus ausencias, es el mismo para los dos edificios, lo cual tiene lógica porque son de la misma constructora. Nos quejamos porque nunca se aparece cuando lo necesitas, sino días después. Imita su caminar pazguato y me hace reír, hablamos de la caja incompleta de herramientas que carga con la izquierda y lo pesada que parece, no obstante su limitado contenido. Me cuenta que en su piso están organizados y hay una persona encargada de tronarle los dedos y apurarlo, me la describe y sin problemas logro imaginarme a la viejita solitaria de los gatos, que no tiene nada más que hacer excepto andar correteando al de intendencia, luego pienso en que puedo aprovechar y pedirle que lo lleve a mi depa y revise si no dejé la llave del agua abierta, porque de ser la estufa aquello ya hubiera estallado. Manda el mensaje frente a mí, ahora debemos esperar.
Veo los cielos que parecen pintados a mano, los manjares tropicales que sigo saboreando, la gente que he conocido y quisiera no volver, quisiera perderme para siempre en el misterioso triángulo de las Bermudas, pero ya pasamos por ahí y nada luce extraño: ni el tiempo se detuvo, ni fuimos absorbidos por una onda cósmica, ni trasportados a otra dimensión.
Ricardo se pone romántico después de la cena de despedida, pide champagne para brindar por nosotros. Me ha besado a lo largo y ancho de los pasillos, hasta llegar a su habitación y mientras recorre mi espalda e intenta desabrocharme el vestido, me imagino una vida a su lado. En medio del besuqueo me dice que vivamos juntos, le respondo que sí mientras aviento su camisa a un lado y jalo el cinto que sostiene sus pantalones. Seguimos desnudándonos mutuamente cuando el celular empieza a sonar, son mensajes de texto. Me cuesta alcanzar el aparato mientras le muerdo la oreja. Lo dejo ir al cuello y un poco más abajo mientras leo los mensajes que se acumulan, hay unos de odio de las gordas de la oficina, mensajes de mi mamá, mensajes de la compañía telefónica y el banco, y uno del conserje con archivo adjunto. Lo descargo e intento detener a Ricardo para revisarlo, pero él sigue subiendo y bajando, y me gusta tanto que lo dejo continuar. Cierro los ojos para dejarme llevar por la sensación de su lengua y las manos cálidas recorriéndome. Le pregunto por el condón y lo veo agacharse para buscarlo en la cartera. Me da un par de segundos para revisar la pantalla y ver la foto que mandó el de intendencia, parece algo echándose a perder en el fregadero. Ricardo me besa de nuevo pero no me concentro, sigo descifrando lo que vi en el celular y de pronto ahí está, con su pelaje de angora blanco. Siento náuseas, quiero huir, pero él me abraza con más fuerza para evitarlo y la presión que hace sobre mi estómago provoca que le vomite en la cara.
Zeth Arellano es Licenciada en Cs. de la Comunicación y narradora mexicalense dedicada al relato breve y la novela. Obtuvo el primer lugar en narrativa del VIII Certamen Literario Ricardo León convocado por el Ayuntamiento de Galapagar, España y Segundo lugar en el Concurso Internacional de Cuento Libro Club ILCSA, en México. Ha sido antologada por Ojo de Pez y en la edición Lados B 2018 por Nitro/Press. Cuenta con participaciones en revistas digitales como ERRR Magazine, Penumbria, Letras de Reserva y Pez Banana, en el Diario Correo del Sur, en el suplemento cultural Puño & Letra que se imprime en Sucre, Bolivia así como en la revista Cinosargo que se imprime en la frontera norte de Chile.