Casta

 

por Saúl Martínez

La luz del sol entraba ya por la ventana del cuarto cuando sonó la alarma. Miré la pantalla del celular: las ocho de la mañana. Pensé en Mariana y recordé que no la escuché llegar en la madrugada. Mi instinto materno me levantó de una patada. Tenía que ir a su cuarto para asegurarme que la salida con sus amigas había tenido buen término. De verla ahí, hecha bulto en su cama, hubiera regresado a seguir durmiendo un tantito más antes de irme a trabajar. Total que rápido me puse las pantuflas para ir a buscarla a su cuarto.
  Desde que salió de la preparatoria, eran pocas las noches en que yo podía dormir bien. Cada fin de semana que salía con esas compañeras suyas de la maquiladora a la Zona Norte me causaba un insomnio espantoso y terminaba durmiendo hasta que ella llegaba a la casa. Pero ese día yo había doblado turno y la verdad es que no aguanté el sueño.
  Las noticias en los periódicos y en la tele de jóvenes violadas, asesinadas y abandonadas en los baldíos o los barrancos, que pasaban de unos años para acá, me tenían en vela, con el Jesús en la boca, de que no le fuera a pasar a mi Marianita. Me preocupaba más eso que mi salario en el mercado, mis deudas o mucho más que cuando Mariana me dijo que ya no quería seguir estudiando.
  Su cuarto estaba vacío y la cama hecha. Se me aceleró el corazón. Bajé a la sala, porque antes ya me ha llegado borracha y la muy pantaleona se queda desmayada en el sillón; pero no, no estaba ahí.
   Inmediatamente la imaginé tirada, allá en un barranco, en un baldío o por el Corredor 2000, golpeada, violada, o peor aún, sin vida. La imaginé subiendo al carro de un cabrón que le habló bonito o con algún tipejo que les hubiera comprado una cubeta en Las Pulgas o en una cantina de La Revo a ella y sus amigas. La imaginé siendo golpeada por varios o descalabrada hasta la muerte con una piedra. La imaginé rogando por su vida, pensando en que no debió de salir esa noche con sus amigas. La imaginé sin un zapato, toda tullida, dejada ahí como si fuera cualquier cosa, menos que un animal. Imaginé que el asesino había huido en su camioneta por la terracería, y que el muy mendigo a estas horas debería estar en su casa durmiendo, descansado como si nada después del crimen, todo fatigado por andar matando mujeres. Imaginé de todo, como que la habían asaltado al salir del antro o pensé que en el mejor de los casos, la iba a encontrar en el hospital o en la Cruz Roja; y ahí sí que le iba a meter una enjabonada que no se le iba a olvidar.
  Me arranqué a la calle, luego de estarle marque y marque a su teléfono sin que me contestara, de mandarle un Whatsapp para que ni siquiera me aplicara el visto y luego de dejarle mensajes de texto y de voz. Hija de la chingada, pues dónde andas. Agarré las llaves de la camioneta y salí a la calle. Ni supe ni a dónde iba pero sabía que tenía que estar allá afuera, y ya encaminada iría pensando dónde ir a buscarla o dónde preguntar por ella, tal vez con alguna conocida suya.
    Mientras iba manejando seguía imaginando en que le había pasado lo peor. Me temblaban las rodillas, me mordía las uñas, no hacía bien los altos, ahí iba yo, manejando toda pendeja de los nervios, volteando para todos lados y mirando el celular para ver si esta cabrona me había respondido siquiera un mensaje, esperando que me dijera que ya estaba en la casa.
   Saliendo del boulevard, cerca del fraccionamiento, estaba la delegación. Llegué frenando de trancazo que ni supe ni cómo me estacioné. Apagué la camioneta y me bajé en chinga mientras unas señoras que iban saliendo me lanzaron su mirada juiciosa. Váyanse al carajo, pensé, las quiero ver cómo se ponen cuando no hallen a sus hijas. Yo respiraba agitada y me aguantaba las ganas de llorar. Mi alma me pedía tanto drama que sentí la necesidad de entrar azotando las puertas, de gritar como loca desesperada, de tirarme al suelo y caer de rodillas cerca de uno de los policías, de agarrarlo de las piernas y pedirle que me ayudaran a encontrar a mi hija, a mi bebé, a Marianita.
  Finalmente no pude hacer nada de eso. En cuanto entré a la delegación, vi a Mariana sentada ahí en una banca, con las esposas puestas, toda encorvada, con la mirada agachada y la cara de pantaleona. Luego levantó la vista de ratito que me vio entrar.
  —Perdón, amá, les dije que me dejaran en la casa pero quisieron seguir pisteando afuera de la casa de la Karen.
Un policía me dijo que la dejarían ir, que era solo una falta al Bando, que un Juez Calificador la había amonestado y no sé qué más, pero pues la iban a soltar en cuanto firmaran unos papeles y eso era lo bueno.
   Me tuve que tragar todo el coraje, todo el susto y el drama. Hasta la azúcar se me andaba subiendo. Tuve que abrazar a Mariana. No podía regañarla ni pegarle la desconocida que le tenía guardada. No supe cómo, seguramente como mi madre tampoco supo cómo regañarme hace 18 años cuando fue a buscarme a la delegación de La Presa, donde caí por andar comprando cerveza en un aguaje con mi novio, el papá de la Mariana. Para ese entonces, pensaba que era el único que se preocupaba por mí, hasta que me dejó sola con el encarguito. Me vi en el reflejo de una ventana de la delegación y pensé si era la misma cara que tenía mi mamá en aquella ocasión. Tan mensa yo, tan mensa mi Marianita. 

Saúl Martínez es reportero, escritor, narrador, fotógrafo, padre, hijo, esposo, hermano. Probablemente un remedo de todo eso. Cachanilla de raíces amplias como las del mezquite. Entusiasta del café, la vida y la Verdad. 

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