por Claudia I. Solórzano
Graciela era bruma cuando Lucía regresó a su casa en una urna metálica después de haberla cremado. Flotaba amorfa tarareando las canciones que tocaba en vida; no fue hasta que Lucía comenzó a hablar con ella que recuperó su forma humana. Apareció sentada sobre la banqueta del piano con los dedos extendidos sobre las teclas. Sus manos morenas, de dedos largos y finos parecían haber recuperado la destreza perdida en su lucha contra la artritis.
—Toca, mamá, anda, ahora tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que te gusta, papá y tus dolores ya no existen, ya no están para impedírtelo– le dijo Lucía mientras acariciaba su cabeza y le acomodaba la peineta–. Por favor, toca Duerme negrita para mí, como cuando era niña.
Las primeras semanas de su retorno fueron fáciles: Graciela mostró un lado de sí que pocas veces se permitió mostrar en vida; Lucía ya no estaba sola en una casa de rosales marchitos y gatos ausentes, y pensó que tal vez ésta era una oportunidad que le estaban dando la vida y la muerte para resarcir antiguos daños, para sentirse querida y no un fracaso por trabajar en una farmacia de aquel barrio venido a menos y ser tan “abrumadoramente pedestre”, como la llamó su madre cuando intentó enseñarle música, y equivocadamente pensó, que por tener manos como ella, habría heredado su talento.
El cambio a lo peor fue lento, comenzó igual que cuando estaba Doña Graciela vivía, con llaves abiertas y televisiones encendidas a medianoche; los gritos matutinos por el café desabrido y la casa sucia. Aunque su sentido del tacto era nulo, podía reconocer los olores y la ausencia de estos a su alrededor, había momentos en los que olvidaba la voz de su hija, su propia cara, las habitaciones, estaba tan indefensa que provocaba una ternura tan amarga que le hubiese impedido a cualquiera tenerle resentimiento por lo que había hecho en vida; pero había otros instantes, más desgarradores para su hija, en los que escupía veneno por cualquier nimiedad y la hacía recordar por qué la misma familia pensó que Dios la había castigado con la artritis y el olvido de las notas.
—Mira mis pobres flores, Lucía, están muertas, como tu vientre, como todo lo que salía de ahí. ¿Y el café, carajo? No haces nada en todo el día y no le quieres preparar a tu madre una maldita taza café.
Cuando Graciela estaba dormida, Lucía tomó la urna y el chal que tanto le gustaba ponerse a su madre. Cruzó la calle para llegar al parque y, en el árbol más frondoso, esparció las cenizas de Graciela en la jardinera, amarró el chal a la banca y se persignó antes de irse.
Cada mañana se asomaba por la ventana para ver si alcanzaba a verla deambulando por el parque, perdida, sin rumbo, pero no vio señal de ella; por algún tiempo tuvo pesadillas en las que el fantasma de su madre flotaba sobre su cuerpo y le escupía la tierra con la que había mezclado sus cenizas, hasta que, por primera vez, comenzó a soñar con esos bebés que no alcanzaron a formarse en su vientre, pero que en sus sueños la recibían con abrazos y que dejaban un aroma dulce merodeando en sus sábanas. Ellos están donde ella no los puede tocar, se repetía a sí misma como mantra todas las mañanas.
Vendió el piano, cambió algunos muebles, arrancó los rosales de raíz y los reemplazó con gardenias que perfumaban la casa. Los gatos regresaron sintiendo el ambiente más ligero; por mera costumbre, se asomó desde la cocina al parque y vio a lo lejos a Graciela sentada en la banca con su chal, en silencio, con niños corriendo a su alrededor sin poder verla. Lucía tomó un sorbo de agua tibia con limón y desde ese día, en el que por fin entregó a su madre al parque, nunca más volvió a preparar café.
Claudia I. Solórzano (Tijuana, 1984). Es licenciada en Lengua y Literatura de Hispanoamérica y maestra en Lenguas Modernas por UABC. Fue becaria del PECDA en la categoría Jóvenes Creadores 2008-2009 y 2012- 2013. Su obra aparece en Tijuana es su centro y Norte/Sur (Kodama, 2011, 2013), Tijuana en el exilio (revista Kathársis XXI 2013) y en Lados B (Nitro Press 2013). Actualmente coordina el taller literario del programa “Talentos Artísticos Valores de Baja California” del ICBC y es Catedrática en la Facultad de Idiomas de UABC.