por Alberto Villaescusa
(BlacKkKlansman; Spike Lee, 2019)
La historia, más que una ordenada secuencia de hechos, es una narrativa que construimos para darle sentido a lo que sucede a nuestro alrededor. Es difícil inventar acontecimientos de la nada, o asegurar que un evento bien documentado en realidad nunca ocurrió, pero al momento de determinar las causas y fuerzas, los agujeros de información nos traicionan y se vuelve más fácil insertar nuestro punto de vista, aferrarse a lo que se siente correcto y no lo que en verdad sucedió.
Muchas historias se cuentan a lo largo de El infiltrado del KKKlan. Alec Baldwin, haciendo una caricatura de un erudito racista, inaugura la nueva película de Spike Lee relatando los esfuerzos de integración racial realizados en Estados Unidos como un artilugio de los “banqueros judíos” para acabar con la sociedad cristiana. Colocada en el contexto apropiado, es una diatriba sin sentido. El que salga de la boca de un actor con un don para la exageración y la autoparodia, y que Lee utilice lo muestre trabándose y equivocándose al hablar hace más difícil tomarlo en serio. Pero su historia ofrece un conflicto simple y un gancho emocional: hay héroes oprimidos y villanos todopoderosos, y la imagen de la bandera confederada sureña —el lado que en la Guerra de Secesión peleó por mantener la esclavitud— le da un símbolo bajo el cual unirse. Si El infiltrado del KKKlan tiene un punto es que no porque una idea sea incoherente y estúpida no significa que no pueda tener seguidores.
La película está basada en la historia real de Ron Stallworth (John David Washington), quien a principios de la década de 1970 se convirtió en el primer oficial negro en ingresar al departamento de policía de Colorado Springs. Ilusionado con modificar el sistema desde adentro, Ron pronto se encontró con un aburrido trabajo en los archivos y colegas que sutilmente tratan de hacerlo menos. Como pionero de la integración, un gran peso cae sobre él: no sólo se espera que cumpla sin falla las obligaciones típicas de un policía, también debe soportar los insultos racistas de sus colegas sin chistar.
Es evidente que la organización no lo toma en serio. Él pide trabajar como agente encubierto, pero sólo se le asigna a infiltrarse a una reunión del líder de los derechos civiles y Pantera Negra Kwame Ture, antes Stokely Carmichael (para nada lo que él quisiera estar haciendo). Interpretado por Corey Hawkins con ferocidad y carisma, Ture introduce a Ron y a la película una segunda interpretación de la historia. Habla de crecer como un niño negro viendo las películas de Tarzán y emocionarse con la muerte de los nativos, aquellos que por su color de piel se parecen más a él, a manos de un hombre blanco. Y razona que esto sólo es posible cuando este sentimiento de vergüenza está tan naturalizado y reforzado por su entorno al punto de convertirse en un involuntario deseo de autodestrucción.
Es una idea que se queda grabada en la mente del policía novato. Ron empieza a frecuentar a Patrice (Laura Harrier), la líder de la unión estudiantil negra de la universidad local, y esto lo lleva a dudar cada vez más de la efectividad de pelear por la “liberación del pueblo negro” adentro de las filas de una institución infame por su racismo y corrupción. En un arrebato, decide llamar a su sección local del Ku Klux Klan, buscando ganarse su confianza y eventualmente exponer sus actividades terroristas de su odiosa ideología. No es un plan bien formulado. Ron usa su voz regular y su da su nombre verdadero, lo que por supuesto limita su capacidad para infiltrarse en una organización supremacista blanca. ¿La solución? Su compañero Philip “Flip” Zimmerman (Adam Driver), un detective judío, se hace pasar por un Ron Stallworth blanco mientras el verdadero Ron mantiene contacto con la organización por el teléfono.
El infiltrado del KKKlan camina sobre la delgada línea entre el drama social y la comedia policiaca, con todo y el oficial superior que les grita a Ron y a Philip cada que las cosas se salen de control. Nada en la película es más explícitamente cómico que los mismos miembros locales del Klan: Felix (Jasper Pääkönen) está desquiciado y obsesionado con demostrar que Flip es judío; Ivanhoe es un alcohólico despistado que, entre otras cosas, se rasca la cabeza con su pistola. Topher Grace interpreta a David Duke, el pomposo Gran Mago del Klan, quien fácilmente se deja engañar por el Ron original. El chiste es, por supuesto, que éstos patéticos ejemplares presuman ser los protectores de una mítica raza superior de sangre aria pura.
Menos gracioso es que estos hombres estén armados, llenos de odio y que el departamento de policía los vea como poco más que traviesos agitadores que no merecen el tiempo de sus agentes. Ron, por supuesto, sabe que las cosas son diferentes. Una pequeña escena en la que él inspecciona el campo de tiro en que Felix y compañía acaban de practicar muestra la brecha entre cómo él y sus compañeros ven el mundo. Mientras que Flip se concentra en dos misteriosos hombres con rifles de asalto que acaban de incorporarse, Ron también se deja llevar por las figuras caricaturizadas de niños negros que usaron para practicar. Es un simbólico atentado contra su básica humanidad, y sus compañeros ni siquiera lo notan.
Aunque ambientada en la década de 1970, El infiltrado del KKKlan está diseñada para hacer eco a eventos recientes. Como director, Lee nunca fue particularmente sutil; su cine siempre ha sido uno con un mensaje abiertamente político expresado con convicción.
No es accidental que Baldwin, más recientemente conocido por caricaturizar al presidente Donald Trump en Saturday Night Live, interprete también al racista del inicio de la película. Tampoco la escena en que, hablando con uno de sus colegas, Ron se burla de la idea de que un político simpático a las ideas de Duke alguna vez llegue a la Casa Blanca. O que de la boca del Gran Mago salgan eslóganes familiares como “Estados Unidos primero” o la promesa de hacer al país “grande otra vez”. El mensaje del epílogo de la película —un recuento de la manifestación supremacista blanca de Charlottesville en 2017 armado de material de archivo, con todo y el Duke de la vida real celebrando la respuesta del presidente condenando a ambos lados— es obvio, pero no por eso menos devastador.
Los argumentos más poderosos de la película, sin embargo, son presentado con más elegancia. A lo largo de ella escuchamos fragmentos de los discursos de Duke en la radio, cuidadosamente formulados para presentar cualquier avance en la lucha por los derechos civiles como un ataque contra la civilización “cristiana” y “occidental”; argumentos que, desafortunadamente, no han desaparecido.
La secuencia cumbre de la película destruye la falsa equivalencia que Trump pregona. A primera vista, el cortar entre una ceremonia del Klan y una congregación de la unión estudiantil negra sugiere una similitud: hay gritos de “poder blanco” y “poder negro”, y llamadas a la hermandad en ambos bandos. Pero el espectador atento notará la diferencia en las actividades y las historias alrededor de las cuales se reúnen los distintos grupos. Mientras en la unión estudiantil un hombre mayor (Harry Belafonte) recuenta ante un grupo atento el linchamiento del joven negro Jesse Washington en el pueblo de Waco, Texas, el 15 de mayo de 1916, el Klan se reúne celebrando ruidosamente el imaginario racista de la película El nacimiento de una nación de D.W. Griffith.
No quiero concluir mi reseña sin mencionar que, poco después del estreno de la película en Estados Unidos, el cineasta y rapero Boots Riley hizo notar incongruencias históricas y de su mensaje; señalando que el verdadero Ron Stallworth pasó más tiempo saboteando organizaciones negras radicales que lo que la película muestra, además de cuestionar que una película sobre la lucha contra la opresión racista fuera protagonizada por un policía, argumentando que esta institución sigue atacando a la población afroamericana desproporcionadamente.
El infiltrado del KKKlan encuentra a Spike Lee operando en la cima de sus capacidades. Es un recordatorio, no sólo del fervor activista que motiva su cine, sino también de su impecable técnica, su capacidad para darle a cada colocación y movimiento de cámara un propósito claro y urgente. Una muestra más de la energía y humor que puede extraer de sus actores —por esta razón sus películas pueden alargarse un poco pero sólo porque abundan en vitalidad— y de su sinergia con el compositor Terence Blanchard, quien aquí entrega una memorable y tensa partitura musical. Pero vale la pena señalar sus limitaciones y la forma en que cuenta no sólo una historia sino la historia en general.
★★★★
Para leer más reseñas del autor, aquí su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com
Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana