por Alberto Villaescusa
(Alejandra Márquez Abella, 2019)
El conocimiento común es que a mediados del siglo XX hubo un periodo inusualmente próspero para México. La versión corta es que entre 1940 y 1970 pasó de ser un país devastado por la Revolución a una potencia emergente con índices de crecimiento económico que maravillaban al resto del mundo. Programas de bienestar sacaron a muchos de la pobreza, pero aquellos que podían coquetear con el primer mundo se concentraban en una pequeña élite.
Para muchos otros, el “milagro mexicano” sólo sirvió para disfrazar problemas que tenían raíces más profundas. Al descontento de una parte importante de la población se le respondió con violencia y represión. Y el descubrimiento de reservas petroleras al final del gobierno de Luis Echeverría Álvarez sólo hizo más fácil fingir que todo estaba bien, por un tiempo. El sucesor de Álvarez, José López Portillo, inició y terminó su sexenio en condiciones drásticamente diferentes. Llegó en 1976 con la promesa complaciente de “administrar la abundancia” traída por el petróleo. Para 1982, después de dispararse la deuda y la inflación, hablaba de defender el peso “como perro” y no podía contener las lágrimas mientras hablaba de los pobres en su último informe de gobierno.
Es en el marco de esta crisis que Las niñas bien se desarrolla. La película de Alejandra Márquez Abella toma como referencia los escritos de la autora Guadalupe Loaeza para contar una crónica de los elegantes excesos de la alta sociedad mexicana y cómo ésta hace frente a este mundo imaginado que se desmorona a su alrededor. Uno podría pensar que los textos de Loaeza, más parecidos a ensayos en primera persona o anécdotas contadas entre amigas, no se prestan naturalmente para el medio del cine, pero el guión de Márquez Abella construye un genial avatar en el personaje de Sofía de Garay (Ilse Salas), quien al inicio de la película celebra su fiesta de cumpleaños con una elegante cena rodeada de amigos y admiradores. Ella es esposa de Fernando (Flavio Medina), un rico empresario que la baña en lujos; a manera de regalo le da un Grand Marquis nuevo. La crisis se asoma en el horizonte; en la fiesta se intercambian chistes sobre los “sacadólares” (ciudadanos mexicanos que guardaban su dinero en dólares; medida a la que se le atribuyó el debilitamiento del peso mexicano), pero Sofía y su pequeño círculo social la ven como preocupación para otras personas.
Es casi un hecho que López Portillo exageraba cuando acusó a los sacadólares de antipatriotas, pero lo que el libro de Loaeza y la adaptación de Márquez Abella argumentan es que su razonamiento tenía por lo menos un grano de razón. El jet set que Las niñas bien retrata claramente preferiría vivir en Estados Unidos o Europa. En un momento, Sofía comenta que no está acostumbrada a “comprar vestidos de gala en México”. Y antes de que sus hijos se vayan de vacaciones a un campamento en el extranjero, los despide aconsejándoles que no se junten con mexicanos.
Gradualmente y con una narrativa hábil, la película remueve una a una las capas de este privilegio. Los socios estadounidenses de Fernando, ante la incertidumbre económica, se retiran de un lucrativo negocio y con esto el hogar de Sofía sufre un recorte de más de una forma de liquidez. Tiendas y restaurantes empiezan a rechazar la tarjeta su tarjeta de crédito y empleados domésticos empiezan a reclamarle por pagos atrasados, los cortes de agua se vuelven frecuentes en su fraccionamiento.
Dariela Ludlow fotografía esta decadencia preciosamente, colocando el énfasis, no en el glamour de este estilo de vida, sino en un sombrío sentimiento de vacío. La casa de Sofía está decorada como para una revista, pero los colores deslavados sugieren que su tiempo de gloria ha pasado. Los créditos de apertura muestran a Sofía probándose un vestido blanco, pero la docena de vestidos que la rodean la hacen parecer más egocéntrica que distinguida. La imagen de un insecto atrapado en una de las paredes se convierte en una señal de un Apocalipsis social y financiero; el acto de pagar con una tarjeta de crédito se extiende con la intención de provocar un ridículo suspenso.
Pero el logro más impresionante de Las niñas bien es que, aun cuando sus personajes son en teoría tan desagradables (aquellos que bromean sobre cómo le “chocan” los funerales porque no saben qué ponerse), la vida de Sofía no deja de ser entretenida. Puede ser porque los personajes desagradables nos cautivan a su propia manera (¿es Sofía como la manipuladora villana de una telenovela que sus hijos ven con tanta atención en una escena?), o porque el transcurso de la película sugiere un final en el que recibe su merecido. O porque la película, pudiendo ser condescendiente, es empática con su tragedia. No es que su vida decaiga junto con su estado de cuenta, es que las mismas costumbres de la época la encaminaron a una vida vacía desde el principio (en el libro de Loaeza, por ejemplo, una carrera universitaria sólo sirve para conseguir marido).
Lo que la mantiene en su posición privilegiada no es su buen gusto o refinación, sino los montones de dinero de su esposo, Fernando, quien en un momento se le trepa como un animal en el interior del Grand Marquis, se vuelve impotente al mismo tiempo que su negocio empieza a menguar. Alejandra (Cassandra Ciangherotti), quien fuera su amiga y en apariencia inseparable compañera de tenis, empieza a gravitar hacia Ana Paula (Paulina Gaitán), de quien antes se burlaban por sus lentes de contacto de colores y por decir “provechito” en el desayuno. La explicación para su ascenso social es simple: el negocio de su esposo, Beto (Daniel Haddad), está prosperando a pesar de la crisis. En Las niñas bien, las amistades son un juego de suma cero en el que no hay lealtades; fluctúan al ritmo de la caprichosa bolsa de valores. Aquellos que pierden terminan pobres, muertos, o peor: como nacos.
Una crítica que se le ha hecho a películas como El lobo de Wall Street y que podría hacérsele a Las niñas bien es que sus personajes, asquerosamente ricos y deplorables, nunca sufren verdaderas consecuencias. Por más amenazado que su matrimonio (y su patrimonio) se vea amenazado, Sofía y Fernando terminan relativamente bien parados. Después de haber pasado por uno de los episodios más tempestuosos para el país, ¿qué aprendieron? Finales así tienden a ser insatisfactorios, pero vale la pena preguntarse cuál es la raíz de esa insatisfacción. Las presidencias de Miguel de la Madrid en adelante trataron de aliviar y contener la inflación y la devaluación, pero no atacaron la raíz del problema. Después de la crisis de 1982 (y la de 1988, y la de 1994), ¿que aprendió México?
★★★1/2
Para leer más reseñas del autor, aquí su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com
Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana.