A un poema de Charles Bukowski
¿Soledad, voces de los dioses, los
calmos dioses que no imaginó la religión? Sólo
tendrías los dioses de tormenta, la barba
alborotada, lo máximo
que supo la mente imaginar en cuanto
a dioses y a Dios.
¿Las noches brillantes de fuego?
Las noches brillantes de fuego son solo
pantanos,
solicitudes al verdugo, modos
de iluminarse del vacío, camino
del héroe ante la mirada popular,
aunque te cueste la piel curtida de placeres a medias,
como un sabor en el que se mezcla la gota de vino
con saliva, ceniza, semen.
La única forma de que la pasión no se aleje
para siempre
es el círculo delgado,
la raya, la arbitrariedad del signo que se parece a algo
o a nada, catacresis
o abstracción, selva estampada en la porcelana, que
vivirá más que vos y yo.
Lágrimas de una bruja joven
No quedaba nada sobre el asfalto cuando entraste
en el recuerdo de cien molinitos de papel girando
con desesperación en la puerta de un quiosco, un invierno.
Colores vertiginosos que confirieron
su índole a ese tránsito
hacia el pasado por el que recorrés ahora
la misma calle, la misma húmeda avenida,
fresca, desnuda, lunar, en que cesó el ruido
y las artes mágicas te permiten flotar
hacia la noche cada vez más fría y ancha,
—una libertad que te deja sin habla—,
como si en el fondo del cuadro hubiera un gran país nevado
y aquel titilar de lámparas que empezaban a encenderse
detrás de las ventanas cuando
volvías, dejando el campo atrás, ensimismada.
Selfies vistas en la madrugada
Las caras de la gente se deforman, atrapadas
por una cámara de vacío donde no hay ojos.
Hay el fantasma de una posteridad que no llegó jamás,
de otros seres, de otros universos
que no las saben mirar.
O las mira una conciencia intacta
que no aprendió a decirse este es uno, este es otro;
esta es la cara de una mujer, de un hombre,
el gesto, una sonrisa de hada, congelada
justo en el momento de callar,
o de una angustia decolorada, barrida
por un simún de historias.
Se fueron de sí, dejaron de escribir la historia.
Se fueron, estuvieron, y
son como campanarios sin campanas,
packaging que rueda bajo la lluvia.
La política económica
No repudien el olor a talco que solían tener los viejos,
Carl Marx sobre las montañas de la locura pudo haber dicho;
en él está la esencia de las épocas malditas,
lo cual quiere decir: lo mejor de ellas:
la antigua vieja que carga piñas para el fuego.
Ahora, si creyeron que todo debe destruirse, miren
las artes del pescador o la idea del cuadrado, del círculo,
la larga sobrevivencia de la rueda
incluso como concepto.
En el alto de su vida, Carl Marx
entendió que era mejor que la partera actuase
sólo para asegurar el nacimiento.
Pero el sol es sangre entre los juncos,
en la orilla el barro es turbio. Con él
ya no pueden hacerse cántaros ni floreros.
Gloria in excelsis Deo
Dante no podría imaginar que un hombre acaba de leer
el canto XX de su Purgatorio, fuma
y se distrae de pronto pensando cuál es el alcance
de las palabras high tech. No pudo imaginarlo
pero podemos imaginar cada uno a su manera
el sol sobre la colina, que la avaricia no ve;
Capeto recordando la historia impía
de su sangre: una sombra que reza.
Hay un movimiento en el arbusto de la ventana.
La luz de una antena en los techos
se enciende y se apaga,
pero no es el lucero, es roja.
Marte sigue ahí, representado, siendo
la otra cosa.
El tabaco arde
como un nacimiento.
—Jorge Aulicino
Selección tomada de El río y otros poemas, (Argentina, Barnacle, 2019)
Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949). Es poeta y periodista. En 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Estación Finlandia, su obra reunida, incluye dieciséis libros publicados hasta 2011, entre ellos La línea del coyote, Las vegas, La nada y Cierta dureza en la sintaxis. Fuera de esa recopilación, publicó Libro del engaño y del desengaño (2011), El camino imperial (2012), El Cairo (2015), Corredores en el parque (2016) y Mar de Chukotka (2018). Tradujo, entre otros, a Dante Alighieri, Pier Paolo Pasolini, Cesare Pavese, Franco Fortini, Antonella Anedda y Biancamaria Frabotta.