por Asael Arroyo Re
Fotografías de Sofía González
Me cito un lunes a mediodía con Mario Acevedo, el director del Museo Histórico Regional de Ensenada. Este recinto es la construcción civil más antigua de Baja California; pero de su historia próximamente habrá un artículo al respecto. Subimos Sofía y yo a su oficina. Es en un segundo piso desde el cual se puede ver el pasillo central que parte en dos lo que fuera antes el patio de los prisioneros. Antes, nos dice Mario, fue la celda de una señora rica que —paradoja de una prisión— pagaba por estar aislada. En la oficina hay libros y botellas de vino (vacías, cabe aclarar) y retratos familiares.
Antes de iniciar la entrevista ojeo los libros que Mario tiene encima de su escritorio. Los autores: Robert Graves y Friedrich Nietzsche. Mario (me permitiré llamarle así, no por irrespetuoso sino por porque tenemos buena relación) da una cátedra de la vida del inglés Graves cuyas teorías mitológicas explican cómo la filosofía a partir del amor del hombre por el hombre termina con el matriarcado que reinaba en la cultura mediterránea previo a la llegada de la civilización griega y…. Mario seguiría ahondando en el tema si no fuera porque le digo, «¿Comenzamos?»
Mario proviene de unos poblados ubicados alrededor de las pirámides de Teotihuacán descritos por él mismo como miserables, excepto por los que están muy cerca de la zona arqueológica. Miserables en cuanto al sentido de la poca fertilidad y del paisaje tan agreste y de las tierras pedregosas, aclara Mario. Esto lo deprimía de pequeño, confiesa.
Mario, además de responder a las preguntas con soltura, me comparte reflexiones que lo acompañan día con día: «Ni mis abuelos ni mis padres ni mis tíos hablaban de la ciudad de Teotihuacán. ¿Por qué, si todo mundo se siente orgulloso de su origen en particular, mis padres no se sentían orgullosos, no se sentían pertenecientes a ese espacio?» «Es muy probable que se deba al desconocimiento que hay en general de ese lugar sagrado, pero también puede ser porque estaban preocupados por la sobrevivencia», se responde a sí mismo.
—Podrías pensar, históricamente, que difícilmente puedes nacer en mejor lugar que Teotihuacán —añado.
—Exactamente. Pero es verdad que no es sino hasta ahora que me he sentido orgulloso.
Mario hace una pausa.
—En esa tierra me sucedieron —se detiene y guarda silencio por dos segundos—… situaciones mágicas.
—¿Qué situaciones?
—Cuando eres pequeño, ocho o diez años, a veces te peleas con tus primos y hermanos y les dejas de hablar y te vas solo. Así que un día yo me bajé del caballo y empecé a caminar por otro lado. Un lugar desierto con un sol incandescente, la tierra deslumbraba y había apenas algunos cerros secos. Ningún árbol… yo ya estaba perdido. No sabía dónde estaba y de pronto vi una casa. Era la única casa que había y toqué. No me contestaron y volví a tocar y a tocar. Me preguntaron: «¿Quién es?» «Estoy perdido y quiero continuar hasta mi pueblo», contesté. Pasé a la casa, y nada más entrar percibí que la atmósfera era totalmente distinta; oscuridad absoluta. No había ventanas y la luz que entraba por la puerta no era suficiente. La persona que estaba ahí me decía, «Estoy acostado y no puedo levantarme; sigue mi voz para decirte por dónde te tienes que ir». No me dio miedo. Pasé y me preguntó que para dónde iba, le dije que para Teopancala (un pueblo muy bonito cuyo nombre quiere decir «Dios caído»). Y me dijo, «dame tu mano para señalarte el camino». Y se la di. (Me daba más miedo que me regañaran mis padres por llegar tarde.) Me tomó la mano y me dijo que me tenía que ir por ahí. Yo no entendí nada. Tampoco lo pude ver por las penumbras. Después llegué al pueblo y todo mundo me estaba esperando. Me preguntaron, «¿Qué pasó? ¿Por dónde te fuiste?» Y les expliqué por dónde, y me dijeron que ahí no había nada, ninguna casa…
Mario solía jugar entre las pirámides, al igual que otro niño jugaría en el bosque o en la playa. Era un espacio de juego y un espacio mágico. Por supuesto, esto ahora ya no es posible, «es muy distinto Teotihuacán: ahora está enrejado y lleno de negocios», asevera, taciturno.
Mario no se sentía atraído por la vida rural; su vocación humanística lo aleja del sembradío. Recuerda la primera vez que le pidió dinero a su mamá para comprar un libro, ella le cuestionó por qué quería comprar un libro. Él no supo explicar el porqué, nada más atinó a decir, «para leerlo, mamá».
La infertilidad de la tierra hace que él junto a su familia, todos agricultores, decidan trasladarse a la ciudad de México. Esto, con el tiempo, reforzaría sus intereses intelectuales.
Como licenciatura elige filosofía —cosa previsible si se toma en cuenta que a los doce años, y sin saber de corrientes existencialistas, se preocupaba por «la nada». Un amigo suyo le dice que su problema es un simple sugestionamiento; en otras palabras, que está en su cabeza. Le recomienda leer los Diálogos de Platón. Dos más dos…
No es una década plácida la del setenta en la ciudad de México. El fantasma del 68, la represión del halconazo del 71, la Guerra Fría y un PRI que ya hace tiempo había olvidado el porqué de su segunda sigla sobrevuelan la vida en general y la vida estudiantil en particular. En los años setenta, ser de derecha o de izquierda era lo más cercano al celebérrimo cuestionamiento shakesperiano de «¿ser o no ser?». Mario, sin embargo, decide no responder ante esta pregunta: nunca se sintió identificado con ningún partido político; le parecían sospechosos.
El tiempo le dio la razón.
En adición a la filosofía, se acerca a la literatura. Entra en contacto con escritores como Homero Aridjis, Javier Sicilia, Humberto Rivas. Empieza a ser atraído por la fabricación y edición de un libro. Trabaja para la SEP (Secretaría de Educación Pública) en esta sección.
Ensenada aparece en el horizonte a partir de un proyecto autogestivo «que se cayó», en el estado de Guerrero.
—Como no me fue bien en Guerrero, empiezo a buscar trabajo y me pongo en contacto con la administradora del INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia) de Baja California. Al llamarla, me dijo, «pues tú conoces el INAH, y hay un puesto como director del Museo Histórico Regional. Así que tú decides». Me motivó el no saber nada de Baja California.
—Si hubieras sabido algo, ¿habrías venido? —pregunto, buscando una reacción.
—Espérame…Yo tenía la idea de que aquí no había nada. Fue muy fuerte porque venirte del centro del país para acá es como cambiarte de país. La cultura es otra. No es un juicio: es algo real. Nadie quería venirse para acá, pero yo sí quise. Fue por ahí del 2004. Yo venía de Quintana Roo, donde todo es esmeralda… Aquí me faltaba el esmeralda.
—Pienso que quizá las condiciones geográficas de Ensenada son más parecidas a las de tu infancia, las de Teotihuacán.
—Exactamente. Y por eso también me chocó. Fue un choque en términos psicológicos. Pero la diferencia era el mar. El mar es algo maravilloso. Después el desierto fue todo un descubrimiento. A tal punto que creo que éste es el paraíso.
—Volvamos al Museo: hace unas semanas que terminó la rehabilitación del lugar. En 1998 hubo un intento previo por combatir la excesiva humedad. ¿Se tuvo el mismo objetivo esta vez?
—Sí. Estamos sobre arena, y la arena deja pasar muy fácilmente la humedad. Los muros de adobe y piedra absorben la humedad. Además había unas capas de cemento las cuales no dejan escapar la humedad. Se cree que entre los treinta y cuarenta que se convirtió en cárcel le quitaron la capa de cal y arena por una de cemento; pensaban que así duraría más.
—Hubo cierta polémica entre personas que asumieron esta rehabilitación como un ataque al carácter histórico del edificio.
—Sí, pero es al revés. Éste es un museo de historia regional y busca fortalecer una identidad. Hay que decir algo: la idea de que «no hay cultura» no es nada más una perspectiva externa, es también interna: los locales asumen que no hay nada. Cuando yo llego aquí, me informo y me doy cuenta de que es una región extremadamente rica. Aquí no hay una pirámide tangible; pero hay una «pirámide del tiempo». No estamos hablando de la historia de los mayas sino de algo mucho más antiguo: del poblamiento de América. ¿Cuál es el techo de los nómadas? El cielo ¿Cuál es el espacio de los nómadas? Todo. ¿Cuál es el espacio frontal y trasero? El Pacífico y el Mar de Cortés. ¿Quiénes son los vecinos? Las sierras. Es difícil de concebir esto con la concepción de hogar que tenemos hoy día.
—¿Hay un público en específico al que apuntan?
—Los niños. Yo creo que es con ellos a los que tenemos que poner una semilla. Un dato curioso: en una de las salas tenemos a un niño que fue cremado con un collar; un signo de pertenencia. Eso a los niños les encanta. Estos niños regresan después con sus padres a mostrarles algo de lo que ellos se sienten orgullosos porque es historia de Baja California.
—Además de ser un museo, ofrecen otros servicios.
—Tenemos conferencias; trabajamos con el Seminario de historia; hemos iniciado a colaborar con el Instituto de Investigaciones Históricas; el cine club, los jueves. En nuestro guión hablan las piezas y los académicos. A la hora de las visitas guiadas tú vas a ver una pipa de piedra perfectamente pulida de veinte centímetros de una sola pieza de hace cuatro mil años. A partir de esa pieza, hay toda una historia que recrear.