El 43 es número primo

por Javier Fernández
“Marmalade, tell me a story, 
help me forget I´m gone, 
my Marmalade.”
The Geraldine Fibbers, ‘Marmalade’.
Como tirar dados, se tiran en la mesa diez bullets, a propósito de los cinco primeros años del triángulo Ayotzinapa-Iguala-Cocula. La herida abierta e infectada. 
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Los estudiantes que desaparecieron en los hechos del 26 y 27 de septiembre del 2014 en Iguala, eran alrededor de 60. Para llegar a la cifra de 43 hubo que restar los cadáveres y los alumnos que aparecieron vivos en las primeras horas. Según el Informe Ayotzinapa del GIEI, el conteo de los alumnos que iban en los autobuses nunca da 43. No se trató de un contingente para cotejar con lista de asistencia, ni se les trasladó a los mismos sitios, ni a todos juntos. En los testimonios no hay una estimación única de cuántos eran, sino varias, y éstas no coinciden. Después de días se llegó a la cifra de 43, conforme las familias de los estudiantes se fueron acercando para buscar a sus hijos. La denominación “Los 43” facilita la comprensión del problema. Más allá de las aristas que se han ido resolviendo, y de la intención de la autoridad por desagregar el conflicto en partes manejables, aún se concibe como acto indivisible; quizás porque el 43 es número primo. 
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El “Informe Ayotzinapa” publicado en 2015 por el GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes) está disponible en Google y se consigue gratis. Me parece una lectura obligada. Igual hay otras, pero ésta sin duda lo es. Es apabullante la cantidad de detalles, la transcripción de voces. Luego generó dudas la pertinencia del GIEI, ya que la autoridad a cargo carecía de credibilidad y quizás estos científicos tenían superpoderes. Cuando se vio que no, la opinión pública reaccionó en modo progresivo, gástrico y coral, reclamando al GIEI que su labor se ciñera tan solo a delimitar perímetros, clasificar evidencias e hilar una narrativa lógica de hechos. Como si esto fuera poca cosa.  
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Los 43 a estas alturas son 41. Se logró identificar por cotejo de ADN los restos de dos estudiantes, aunque el dictamen de uno de ellos es muy cuestionado.
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Y es cuestionado, entre otras cosas, porque las minucias del resto óseo, su estado de descomposición y combustión, imposibilitan un dictamen sensato. Los expertos forenses venidos de no sé qué laboratorio extranjero de altísimo prestigio dudaron al asegurar si las migajas de tibia achicharrada o la astilla del coxis carbonizado hallados en una colina de Cocula provenían o no del cuerpo de fulano. Esto alzó la ceja de los grupos delictivos; no olvidemos que ellos, tan ocupados en sus cosas, enfrentan a diario el problema logístico de “tener que” desaparecer cuerpos. La tarea a ratos inútil de los peritos, con toda la presión internacional y una millonada de recursos públicos, fue para los criminales una capacitación gratuita, no intencionada. Así aprendieron, si antes no lo sabían, que incinerar un cuerpo a determinada temperatura y espolvorear los restos en un río hace que el ADN resulte irrecuperable o inservible para ser vinculado a un expediente. Al menos con la tecnología disponible hoy.
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Ésta va al anecdotario: en los sucesos resultaron muertos o heridos varios futbolistas del Avispones de Chilpancingo, de la Tercera División, que venían en otro autobús. 
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Los 43 cursaban los primeros semestres de la Normal. Es triste y alarmante saber que los alumnos más jóvenes son carne de cañón en las prácticas de robo de autobuses, movilizaciones, protestas y recaudación clandestina en los retenes carreteros.
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Todos los estudiantes muertos y desaparecidos son hombres (la única víctima mujer es una chica que viajaba en taxi, alcanzada por las balas). Vale recordar que no hay mujeres en la Normal de Ayotzinapa, conocida como Escuela Normal Rural para varones “Raúl Isidro Burgos”. Por lo demás, esto revela un dato interesante en la composición del magisterio en esa región de Guerrero, pues todas las plazas docentes de Primaria y Educación Física (las dos carreras que ofrece este plantel) cubiertas por los egresados de Ayotzinapa, obviamente son para hombres. De entrada parece antinatural, ya que el magisterio mexicano en Preescolar y Primaria presenta una alta mayoría femenina (me atrevo a decir 70%-30%, si no es que más). 
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El presidente López Obrador ha asegurado que se retoma de origen la investigación con una fiscalía especializada. Se acercó a las familias con una actitud solidaria y cálida, prometiendo esclarecer los hechos y fincar responsabilidades, lo cual es probable que suceda en los próximos meses. A la vez, su acercamiento al problema avivó la expectativa por hallar a los estudiantes vivos o muertos; esto se antoja improbable. Veremos si en los hallazgos de esta segunda gran investigación se ratifica o desmiente la hipótesis del porqué: aquel día los jóvenes normalistas, sin saberlo, robaron uno o más autobuses que contenían droga al apropiarse de varias unidades para organizar su traslado a una marcha del 2 de octubre. Esta droga ―dice la hipótesis― pertenecía al Cartel Beltrán Leyva, a Guerreros Unidos o a algún otro grupo delictivo radicado en México o en el extranjero (se llegó a mencionar una célula criminal en Chicago) que confundió a los normalistas con integrantes de Los Rojos. 
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Lo que está de la chingada es que, por la razón que sea, los estudiantes fueron detenidos por autoridades locales ―policía y/o ejército― y entregados a sus verdugos. El GIEI hizo un esfuerzo por hebrar los testimonios: se vislumbra que en la madrugada del 26 de septiembre los estudiantes (quizás 43, quizás menos) fueron detenidos por una fuerza del estado. A partir de la detención, la cadena de custodia se desvanece. 
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Resulta brutal que en las múltiples excavaciones aparecieran decenas de fosas con restos humanos, además de varios sitios con evidencia de calcinación de cuerpos. Eso de quemar y sepultar cuerpecitos es algo tan mexicano: si un hueso parecía fresco, avisaban al forense; si de plano eran reliquias, llamaban al paleontólogo. De los genocidios precolombinos a la impunidad del siglo XXI, sea por honrar al tlatoani o por órdenes de un capo, en México se cultiva la espinosa tradición de desaparecer, matar, fragmentar y enterrar. En este caso, a jóvenes docentes.
Javier Fernández es comunicólogo y escritor, nacido en la Ciudad de México y residente de la frontera desde los 11 años. Ha colaborado en diversas revistas, medios impresos y digitales. Sus textos han aparecido en diversas antologías de la región y el país. Cuenta con los libros de narrativa “Si tarda mucho mi ausencia”, “Señora Krupps”, “El estadio que naufragó” y “Seguir a los gansos”. “Casi lluvia” es su primera incursión en la poesía, con la editorial independiente Pinos Alados.

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