por Ismene Venegas
Fotografía de Paula Pijoan
Hacia el final del verano, en la esquina noroeste de Baja California los vientos secos continentales y la humedad proveniente del mar constantemente chocan. Este ambiente es propicio para la condición Santa Ana, un fenómeno meteorológico frecuente en esta zona durante todo el año, pero particularmente en otoño. Se caracteriza por fuertes vientos secos que soplan hacia el mar desde las tierras desérticas a través de las montañas. Son vientos intensos con ráfagas violentas que fácilmente desperdigan e intensifican los incendios, fuegos que son algunas veces incidentales; otras —las más—, provocados por una persona.
El pasado mes de octubre el viento de Santa Ana avivó el fuego que ardió desde las montañas del norte del Valle de Guadalupe hasta la costa del Pacífico. Las llamas devoraron las plantas del chaparral, que en la temporada otoñal casi no tienen hojas verdes y están dormidas sobreviviendo la falta de agua a la espera de las lluvias del invierno. Matorrales y pastizales secos junto con el viento intenso alimentaron el incendio que hizo al monte arder durante casi tres días. En su paso por el cañón de La Misión el fuego alcanzó viviendas. Y vidas humanas. Con la condición Santa Ana encima, el fuego es muy difícil de controlar. En las extensiones forestales es aun más complicado, ya que no hay caminos para que los bomberos y sus pipas de agua puedan acceder a la zona. Con el trabajo voluntario de residentes y bomberos se controlaron los perímetros, pero el aire sopló impío y dejó que el fuego llegara hasta la orilla del mar.
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Días después de que acabara el Santa Ana fui al cine. Al término de la función, con las luces ya encendidas, me encontré en la sala con Jesús, uno de los acompañantes de las actividades que Paula Pijoan realiza frecuentemente con las plantas de la región. Con cierto pesar le pregunté cómo se encontraba después del fuego. No sabía con certeza si el incendio había pasado o no por Las Chichihuas, un rancho cercano a la carretera libre Ensenada-Tijuana donde él vive, en medio de un bosque de encinos y alisos. Lo que sí sabía es que una semana antes el fuego había arrasado con grandes extensiones de monte desde el Valle de Guadalupe hasta el poblado de La Misión, atravesando en su paso ambas carreteras: la autopista escénica y la libre; y, por tanto, debió de haber ardido muy cerca de ese encinal bajo el que Jesús tiene su casa. Me dijo que su casa estaba a salvo. Sorprendentemente a salvo ya que el fuego pasó muy cerca pero nunca la tocó. Algunos encinos se quemaron por completo, dijo, dejando, luego de consumirse, un paisaje blanco, como de superficie lunar: una vasta extensión de ceniza blanca sobre la que se quedan grabadas las huellas de los pasos.
Me preguntó:
—¿Te acuerdas del encino enorme en el que nos tomamos la foto? El que estaba enfermo, ¿te acuerdas? Ese estaba terminando de arder cuando fuimos a caminar para hacer un reconocimiento del lugar, dos días después del incendio. No lo apagamos; ya no había nada a su alrededor que pudiera quemarse.
No supe ni qué decir. Jesús nos abrió las puertas de ese encinal en Las Chichihuas hace tres años, cuando Paula y yo iniciamos las salidas de campo para documentar nuestro proyecto del libro de las plantas nativas. Se trata de un bosque de encinos muy longevos a donde llevamos al grupo de trabajo del proyecto a conocer un paraje ripario. También ahí Paula emprendió varias sesiones de sus Baños de bosque, las terapias de meditación en la naturaleza que ella dirige. La primera sesión tuvo lugar, y a su término nos tomamos una foto de grupo, todos los asistentes, al pie de un encino majestuoso. Crecía a las orillas de un cañón por el que corre un arroyo con las lluvias de invierno. Su tronco era grueso, de esos que no pueden abarcarse en un abrazo. Se bifurcaba a cada lado en dos gruesas ramas que corrían casi paralelas al suelo y que poco a poco iban tomando altura, caprichosas en sus formas. Allá arriba se ramificaban otro tanto y en la copa se llenaban de hojas espinosas. Aquel día de la fotografía, Jesús se trepó como un niño a una de las ramas del encino. Más tarde bajó de un brinco e hizo crujir la capa de hojas secas en el suelo. A los tres o cuatro meses de esa fotografía volvimos a Las Chichihuas y encontramos al encino enfermo de ese mal contagioso que ataca a los encinos de la región y que les va secando las copas rama a rama hasta matarlos. Paula volvió después, yo no la acompañé. Me dijo que el encino ya estaba muerto, tendido en el suelo. Ya sin vida aún era una mole. Su tronco voluminoso, sus ramas enormes, sus hojas secas, muertos pero ahí.
Casi al mes del paso del fuego volvimos a Las Chichihuas, con Paula y otros amigos. Apenas bajamos de los autos y nos internamos hacia el encinal, luego de ver con una gran impresión lo cerca que el fuego pasó de la parte habitada del rancho. Un intenso olor invadía el aire: el olor a monte quemado. Conforme caminamos pudimos ver los vestigios del chaparral: las ramas pelonas y negras como cornamentas tiznadas que emergían del suelo en los lugares donde antes se erigieron lentiscos y saladitos de gran tamaño. Las rosetas chamuscadas de las dudleyas, los bergerocactus tostados. Muchos encinos se hallaban todavía en pie. Resistieron, pero el calor del fuego cobró una alta cuota en sus copas. De pronto, la tierra ennegrecida dio paso al blanco de la ceniza y entonces el aspecto de superficie lunar del que me habló Jesús en el cine cobró sentido. Un paisaje irreal, inverosímil, como sacado de la película de Star Wars en la que Luke Skywalker se interna en las vísceras de una bestia fantástica para salvarse de morir congelado. En el suelo apareció un hueco de gran tamaño con formas que me hicieron recordar las rebanadas de la raíz de la flor de loto, ingrediente de la comida oriental.
—Parece una huella de dinosaurio —dijo Silvana, hermana de Paula.
Me acerqué casi en cuclillas a la huella de dinosaurio. Un hueco en el suelo rodeado de un fino polvo blanco. El hueco tenía en su interior otros huecos, cavernas profundas que se perdían suelo adentro. De golpe, entendí que se trataba del espacio que otrora ocupó la raíz de un encino de gran tamaño que había desaparecido por completo en las llamas dejando apenas su rastro en el blanco de la ceniza. Me costó trabajo reponerme de la impresión. Volteé a mi alrededor y vi que había más huecos, más huellas de dinosaurio, rodeadas a su vez de una gruesa capa de ceniza en la que se hundían nuestros pasos. Un pequeño cañón donde las laderas de dos cerros se encuentran había sucumbido al incendio. Ahí todo era blanco como tundra. A las orillas del paisaje albino algunas manzanitas resistieron. Otros encinos, los más fuertes, también lo hicieron. Tenían alguno de sus flancos seco, tostado o ennegrecido, pero el resto de su cuerpo seguía vivo, verde. Del lecho de hojas a sus pies o de la terca hiedra que solía abundar alrededor de los troncos, nada. Me acerqué a otro hueco, metí las manos en sus cavernas, intenté agarrar a puños la ceniza que era aun más fina que la arena. La tierra que rodeó a las raíces era suave como polvorón. ¿Así habría sido siempre? ¿O a causa del fuego tomó esa textura? Traté de imaginarme el fuego bajo tierra como brasa de barbacoa enterrada en el hueco ¿Cuántos días habrían ardido? Entonces Paula me gritó desde la orilla del arroyo:
—¡Ven a ver esto!
La vi a la distancia caminando con pasos amplios, la mirada fija en el piso y la cara iluminada por la sorpresa de haber descubierto algo increíble. Reconocí esa orilla. Ahí habíamos estado antes bajo el enorme encino que ya no está más.
—Cuando venimos a ver que había quedado después del fuego —me dijo Paula—, el tronco aún estaba encendido. Ahora sólo queda la ceniza, pero si te fijas bien la ceniza en el suelo dibuja la forma del tronco, ¿ya viste?
Como el gis con el que los detectives forenses pintan en el piso la silueta de un deceso, la ceniza dibujaba con su polvo níveo el contorno del tronco y de sus dos gruesas ramificaciones y de las múltiples y delgadas ramas en las que se componía la compleja copa del encino muerto. Entre los dedos de estas ramas había una ceniza menos fina de color negro, probablemente los restos de las hojas, intuí. Esa ceniza oscura formaba el color del suelo bajo la ceniza blanca y contenía un perímetro casi circular alrededor de las ramas extintas del gran árbol. Observamos atónitas los detalles de los dibujos de polvo en el suelo, como el aserrín de colores con el que se construyen prodigios en el piso de las ofrendas del día de muertos.
En la orilla del arroyo había otros encinos con huellas del fuego en mayor o menor grado. Algunos con una rama mordida por las llamas, pero con un tronco bien erguido y vivo. Otros estaban intactos. Vi también grandes depósitos de ceniza blanca entre un encino y otro, y por ahí la luz del sol entraba al arroyo seco como en ningún otro rincón de su ribera. Algunos tenían todo un lado de hojas secas, amarillentas, doradas como si fuera otoño en Aspen, como si desde ese lado el árbol hubiera estado mirando de frente a la lumbre. Debe de haber hecho un calor infernal ahí. Y ellos, los encinos fuertes, lo resistieron. Los enfermos fueron consumidos por las llamas.
***
La comunidad de plantas que habita en el chaparral bajacaliforniano está adaptada naturalmente a las condiciones que imperan en su medio. A través de múltiples estrategias soportan la falta de agua que azota a la región durante más de seis meses y así también el fuego que recurre de manera natural en estos ecosistemas forma parte de sus ciclos. Las partes expuestas al aire de plantas como la manzanita, el lentisco o el saladito pueden quemarse pero de su raíz, que resiste bajo tierra las altas temperaturas del incendio, brotarán nuevamente retoños y hojas tiernas cuando la humedad del invierno llegue. Las semillas del ciprés, por ejemplo, necesitan de la acción abrasiva del fuego en la capa externa de su piel para poder germinar. Brotes de enfermedades o poblaciones parasitarias pueden ser manejadas con el paso de las llamas. Las trazas minerales que la ceniza deja en la tierra serán alimento que renueve los nutrientes de los nuevos brotes. Aun cuando la capacidad destructora del fuego no cesa de sorprendernos, evolutivamente las plantas nativas han sabido sacar ventaja de su violento paso. Muchas de ellas son perennes, aunque fuera de la temporada de lluvias sus ramas se vean secas sin hojas. Ellas siguen vivas en un estado latente, y la humedad que corre por su savia les permite resistir el embate del fuego, al menos por un lapso de tiempo. Las plantas no nativas como los pastos de avena silvestre, la mostacilla y el hinojo silvestre son anuales y al terminar la temporada húmeda se secan y mueren dejando grandes extensiones de pastizal y hierba seca, combustible de alta flamabilidad, razón por la que las tierras invadidas por estas plantas oportunas se vuelven muy vulnerables.
El fuego tiene lugar naturalmente en estos ecosistemas en ciclos de treinta a cincuenta años. Cuando soplan vientos secos e intensos como sucede durante la condición Santa Ana se reúnen las tres condiciones necesarias para que el fuego tenga lugar: la presencia del oxígeno en el aire incesante, el combustible en los pastizales secos y la chispa que enciende el fuego, que puede darse fortuitamente en el roce de las piedras que el viento mueva a su paso. Las plantas del chaparral que hayan sufrido el paso de las llamas, en ese ciclo de más de treinta años se recuperan: sus raíces brindarán energía a un brote, la planta crecerá y, fortalecida, con el tiempo, podrá almacenar energía en sus raíces nuevamente. Esa es la respuesta natural del ecosistema al fuego, sin embargo debido a los descuidos humanos estos ciclos en la región ya no son tan largos. Los incendios suceden en los mismos parajes con mayor frecuencia, sin darle tiempo suficiente al chaparral para recuperarse y fortalecerse. Esta es la oportunidad que las plantas invasoras aprovechan, germinando prolíficamente en estas zonas. Al desplazar a la comunidad nativa de plantas las invasoras aumentan el riesgo de un futuro incendio ya que, a diferencia de las nativas que tienen características pirófilas, las invasoras arderán con una mayor velocidad alimentando los incendios forestales.
El manejo deficiente de los desechos humanos es una de las principales causas de los incendios en la región. Cuando el sistema de recolección de basura falla en una comunidad, ésta busca maneras de deshacerse de su basura; por ejemplo, los tiraderos clandestinos en los que se vierten los desechos en una loma o ladera oculta en la que se acumulan los residuos entre la flora de los cerros. El reflejo de los rayos del sol a través de una botella de vidrio rodeada de plantas secas puede iniciar un incendio, que, alimentado por aires secos y fuertes como los del Santa Ana, podría tomar dimensiones incontrolables. De igual modo, la quema de basura en un día de alta presión atmosférica y ráfagas intensas de viento puede desarrollarse en un fuego amenazador. Es, por tanto, imperante observar precauciones básicas en las actividades cotidianas y más durante contingencias como la condición de los vientos de Santa Ana. Resolver diligentemente el abasto adecuado y suficiente del sistema de recolección de basura en la zona afectada por este fenómeno climatológico es una medida preventiva de los incendios provocados por el humano.
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Los días en otoño son cortos, y al interior del cañón de Las Chichihuas la luz se apagaba velozmente mientras caminábamos por su suelo blanco. Antes de que el sol cayera por completo emprendimos el regreso del cañón al rancho. Al atravesar el lecho seco del arroyo ya no distinguía casi nada, estaba tan oscuro que aunque mis ojos se acostumbraron a la penumbra no alcancé a reconocer la cara de Diego, el ex alumno de la preparatoria donde daba clases, cuando me saludó al llegar a la otra orilla.
—Qué triste, ¿no? —me preguntó, refiriéndose al encinal quemado.
Pero no era tristeza lo que sentí, sino más bien un profundo asombro. Los daños del fuego fueron cuantiosos, en especial en el poblado de La Misión donde su paso se tradujo en una penosa tragedia. Sin embargo, en el chaparral fue diferente. La adaptación del paisaje, a pesar del drama de la fuerza transformadora del fuego, es asombrosa. La naturaleza de este ecosistema tiene sus propios senderos y estrategias para sobreponerse del fuego. Con las primeras lluvias de la temporada en el suelo ennegrecido surgen los brotes colorados de los lentiscos y numerosos retoños de cacomites asoman sus pastos puntiagudos. En el arroyo corre agua dulce y en una de sus orillas la ceniza blanca de los restos del enorme encino inexplicablemente se ha convertido en una arcilla de un color ladrillo habitada por centenares de hormigas rojas. El verde profundo regresa poco a poco a las copas de los encinos. La vida en Las Chichihuas se abre paso entre las cenizas.