“¡Toques!, ¡toques!”, una plática con Miguel Francos Tapia.  

 

 

Texto y fotografías de

Sofía González

 

 

En una salida nocturna me encontré con Miguel en el bar El Pirata, entrada un poco en cervezas y canciones le pregunté si accedía a una entrevista. Quedamos esa noche para una cita un viernes a las seis de la tarde, en la Política Alegre, donde empieza su dia  laboral. A esa hora suele tomar café (sí, café) dentro de la Política o a sus alrededores. Llegué ahí a las seis con cinco minutos, y él estaba sentado a una de las mesas de la parte posterior con su vaso de café y cigarros. La Política estaba media vacía, acaso sólo otras dos personas. Comenzamos la entrevista a ritmo de cumbias y rancheras. Cuando me contaba sobre su vida, sus ojos se iluminaban. Recordaba las cosas como si hubieran sido antier (porque el lugar común de decir “ayer” es una exageración). A pesar de los noventa años con los que carga, todo lo hace con una amabilidad que va más allá de la cortesía que implica su oficio. Aquí, sólo un poco de lo mucho que tiene por contar.

***

Difícilmente caben noventa años de vida en 20 minutos de plática pero Miguel lo ha intentado: Miguel Francos Tapia nació en Tepatitlán de Morelos, Jalisco, en 1927.  Los primeros años de vida los pasó en un vaivén recurrente entre Guadalajara, Hermosillo, Mexicali, aprendiendo a su paso sobre enfermería, conociendo a personajes que marcarían su vida como el Padre Barrola y la hermana Lechuga. Por último, partiría de Tijuana  hacia Ensenada a pie hace 62 años.

En ese entonces estaba recién abierta La Potranca (un bar en la zona del Bajío). Éll no asistía a ese tipo de bares, ni a ningún otro,  “pero se llegó la noche, lo más duro para el ser humano”. Se dirigió a la comandancia y le dijo al guardia:

 —Yo no soy de aquí, pero quería ver si no me daba alojo para mañana, para ver qué puedo hacer.

 —Sí —le dijo—, ahí quédate,  pero a las seis te levantas porque hago recuento.

 El guardia resultó ser el dueño  de La Potranca y a primera hora de la mañana se fue caminando sin saber hacia dónde. Recuerda que en lo que es ahora el IMSS  había una bajada, enfrente, nopales, y que él no había desayunado ni cenado. Recordó que en la escuela le dijeron que el nopal era muy nutritivo. Fue hacia la reja, cortó una lámina y peló unas cuantas pencas.  “Me puse como campeón”, dice. Después de recuperarse siguió su camino, y que, en eso, se paró un auto a su lado:

 —¿Qué?, ¿a dónde va? -alguien, no se sabe quién, le preguntó desde la portezuela del auto.

—Pa’ delante —le contestó—… y busco trabajo..

El sujeto al volante lo llevó a Maneadero, con una señora, Calandria Guzmán.

—A las siete de la mañana del siguiente día me presenté —dice Miguel.

Fue a cargar alfalfa. El mismo señor lo recogió y le preguntó si ya había desayunado, le dijo que no, a lo que éste le regaló un burro. Aprendió rápidamente el oficio de recolección de alfalfa. Entre él y otro trabajador recogieron siete toneladas. A la hora de finalizar el día laboral, le preguntaron dónde vivía. A lo que él contesto que no tenía un lugar donde descansar, que había dormido debajo del puente que se encontraba en la Transpeninsular. Lo llevaron a hacer el mandado y le dijeron que escogiera lo necesario para hacerse de comer. Don Miguel, un poco confundido, ya que no tenía estufa en donde cocinar, optó por lo elemental: huevos, papas, cebollas, pan. Al momento de llegar al rancho le señalaron lo que sería su nuevo hogar: una traila desocupada que contaba con lo esencial. Esa noche volvió a dormir como campeón. Despertó eufórico a la mañana siguiente. Trabajó durante año en este oficio. Llegó a ser mayordomo pero murió el antiguo dueño y con el nuevo no se llevó muy bien. Decidió renunciar. Regresó a Guadalajara para aprender a hacer artesanía y a fabricar máquinas de tren. En Guadalajara se hizo del aparato de toques como un medio de subsistencia. Recalca que se acostumbró a él y que la gente, también.

—¿Cómo es un día normal de trabajo?

—Un dia normal de trabajo, de aquí [La Política Alegre]… pues mira, ahorita doy la vuelta y paro aquí a las ocho. Doy otra vuelta a las diez y vuelvo a caer aquí y luego de ahí corro hasta las once y luego hasta la una y a la una se acabó la chamba. Ya a las siete me voy a Maneadero, porque una vez me asaltaron y la policía me dijo que me esperara a que hubiera más luz, para no arriesgarme a sufrir otro asalto. 

—¿Me puede comentar —le pregunto— sobre su aparato para dar toques? 

—Este aparato viene de la Primera Guerra Mundial. Un alemán lo hizo porque no había enfermero ni había enfermeras; había un ayudante. ‘Tonces le daban los tubos y se lo ponía en las manos de los enfermos y lo prendia y decía: ¨¡Llévatelo, está vivo!”. Entonces, de ahí sale… y yo vi que la gente lo necesitaba en los bares y les gustaba, y aquí lo tengo. 

—En todos estos años de su vivir en Ensenada, ¿qué aprecia más de aquí?

—De Ensenada me gusta la gente, desde que caí aquí todo mundo me dice que soy el hijo de Ensenada. Estoy muy agradecido. 

  Por último, me confesó que ha pensado en calmarse, que está conforme con lo que le ha dado Dios, tiene una casa, palomas, plantas.

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