por Alberto Villaescusa
(Lemonade; Ioana Uricaru, 2019)
Un error que suelen cometer las películas, y las personas en general, es pensar en el mal como algo sin sentido. Reducirlo a una anomalía, algo abstracto, puede ser reconfortante, pero no nos trae mayor entendimiento ni nos ayuda a reconocer nuestra posible e indirecta complicidad en él. Limonada, la ópera prima de la guionista y directora rumana Ioana Uricaru, gira alrededor de un acto de crueldad, pero no cae en esta trampa. Por más atroz que éste sea, hay un razonamiento y método detrás de él.
Mara (Mãlina Manovici), una mujer rumana viviendo temporalmente en Estados Unidos, se encuentra en el asiento del copiloto de la camioneta de lujo de Moji (Steve Bacic), el oficial de migración encargado de procesar su solicitud de residencia permanente. Ella apenas lo alcanzó en el estacionamiento cuando se le hizo tarde para su cita y, después de insistirle un poco, él aceptó que discutieran el asunto en su auto. Antes de que ella se pudiera dar cuenta, él la condujo al frente de un río, debajo de un puente, lejos de ojos ajenos.
Él le empieza a contar la historia de su familia; tanto su padre como su abuelo dedicaron su vida a pesadas labores físicas y murieron jóvenes y en la pobreza. Su relativamente próspera situación actual, él opina, es resultado del trabajo duro de estos dos hombres y las oportunidades ofrecidas por Estados Unidos. “¿Tienes idea de cuántas personas que odian a Estados Unidos quieren vivir aquí?” le pregunta retóricamente a Mara, “¿Y sabes por qué? Porque es un gran país.”
Mara, una enfermera que llegó gracias a un programa de trabajo temporal y cuya visa estaba a punto de vencerse cuando se casó con Daniel (Dylan Smith), un jardinero paisajista y residente estadounidense, está haciendo trampa, o por lo menos así lo ve Moji. Su historia en Estados Unidos estuvo llena de sufrimiento; si Mara ha de quedarse, tiene que sufrir también. En la vida real, vemos este razonamiento en la caricatura del migrante que simultáneamente viene a robarse los trabajos y a aprovecharse de los programas de bienestar; en frases casuales como “pueden venir, pero siguiendo la ley,” sin saber que las leyes de migración tantas veces están diseñadas para hacer del proceso un verdadero laberinto.
La vía que Moji usa para hacerla sufrir tampoco es directa. Asumiendo el tono que usaría para una entrevista regular, él empieza a indagar en territorio cada vez más personal: “¿Amas a tu esposo?” le pregunta con la intención de ponerla incómoda, antes de presionarla por detalles de su vida sexual. Cuando ella, nerviosa por lo privado de las preguntas y su poco dominio del inglés, se empieza a contradecir, él la despista con el dato de que mentirle a un oficial de migración es motivo suficiente para negarle su green card. Ahora puede hacer que ella haga lo que él quiera y lo peor es que lo ha logrado dentro del esquema de una institución oficial.
Limonada es evidentemente una película sobre la experiencia migrante, pero no necesariamente sobre las historias de terror a gran escala que apantallan en noticieros y documentales. Es sobre esa incertidumbre diaria, la ansiedad de tratar de construir una nueva vida sabiendo que la ley no lo protege a uno; no tanto como a aquellos que nunca tuvieron que preocuparse por su estatus residencial.
Ocasionalmente, el mayor sufrimiento de Mara es provocado por quienes sólo siguen la ley. Cuando regresa con su hijo, Dragos (Milan Hurduc), después de su encuentro con Moji, Mara se da cuenta de que la compañera de trabajo con la que lo dejó encargado se acaba de ir y que dos policías locales están tocando a la puerta del cuarto de motel donde el niño se quedó solo por unos minutos. A Mara no se le permite hablar con él salvo para traducir las palabras de los oficiales, quienes proceden a levantarle la camisa a Dragos en busca de moretones u otras señales de abuso. En ellos nunca notamos placer en hacer sufrir a esta madre y su hijo, sólo el frío rigor del protocolo policiaco. Pero el miedo plausible de Mara de perder a su hijo de manera repentina y por tiempo indefinido es difícil de sacudir.
Por supuesto que hay actos individuales de crueldad a lo largo de la película. Pero el guión de Uricaru está más interesado en la forma que en las instituciones. Aquí y allá la película nos muestra los intentos de Mara y Daniel por pagar las cuentas médicas de él, la hipoteca de una casa y la escuela primaria de Dragos. También están las reuniones de Mara con un comprensivo abogado serbio (Goran Radakovic) que acepta manejar su caso sin cobrar, pero no puede hacer mucho considerando que su caso es muy débil; sin evidencia concreta, es su palabra contra la de ella. Es difícil ignorar las pocas opciones que Mara tiene en realidad, aun cuando hace lo mejor que puede —si alguna explicación tiene el título de la película es como referencia al refrán que dice “si la vida te da limones…”.
Limonada muestra cómo pequeños fallos en la concepción y administración de políticas públicas pueden tener repercusiones desastrosas y duraderas en la vida de personas normales. Es entonces un poco decepcionante que la película no sea capaz de imaginar a estas personas normales con la misma complejidad. No hay mucho que caracterice a Moji más que el rencor y nacionalismo que motivan su abuso de poder; sin embargo, él es quizá el personaje más complicado de la película. Daniel es mostrado como una figura de apoyo y dulzura antes de hacer un inexplicable giro de 180 grados sólo para justificar que más cosas malas le sucedan a Mara, quien enfrenta todos estos problemas con la determinación de un mártir. Aunque esta actitud debería provocar nuestra simpatía, sólo la hace un personaje menos realista y humano.
Limonada repite errores comunes de las óperas primas y los dramas independientes situados en Estados Unidos: confunde la miseria con seriedad y la monotonía con realismo. Por otra parte, está hecha con un singular y modesto estilo que se acomoda a las necesidades del material. Limonada fue filmada en Canadá, una decisión que puede explicarse por razones de logística (es una coproducción canadiense), pero que complementa su mensaje; su versión de Estados Unidos se siente fría y ligeramente fuera de lugar.
La cámara se mueve poco y, en vez de cortar, Uricaru opta por colocar a sus personajes en distintos planos para crear dinamismo. Ocasionalmente vemos a Dragos jugando de manera despreocupada en el fondo del cuadro mientras su madre trata de resolver un problema inmediato; es una decisión de fotografía que nos recuerda aquello por lo que se esfuerza tanto por proteger: no sólo la vida del niño, pero también la posibilidad de crecer sin preocupaciones. No quedo del todo impresionado con su primera película, pero sí intrigado por lo que sea que Uricaru vaya a hacer después, pues tiene mucho que decir.
★★1/2
Para leer más reseñas del autor, aquí su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com
Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana