por Jorge Ortega
La soledad es una condición esencial para el artista, el escritor, el poeta. El trabajo creativo precisa de aislamiento, clausura, repliegue. A contrapelo de otras actividades productivas desarrolladas necesariamente bajo distintos grados de socialización, la tarea del novelista lo mismo que la del que pergeña versos o pinta cuadros en un taller está supeditada al silencio y a una cierta calma. No en vano apuntó Wordsworth que la poesía es la emoción recordada en tranquilidad. Tras el sobresalto de la vivencia, el poeta aguarda que las aguas regresen a su nivel para lanzarse a escribir. A diferencia del reportero o el periodista, cuya apremiante labor depende también de las palabras y de una redacción acometida por lo general en ascuas o apuros en cuanto a riesgo, procedimientos o plazos de entrega, el poeta y el narrador, el ensayista y el crítico, requieren incluso de un espacio adecuado para desempeñar su oficio: estudio, biblioteca, cubículo, habitación propia, evocando a Virginia Woolf. Su encomienda no consiste en obtener, entrelazar o transmitir información, sino en forjar obras de liberación prolongada —recurriendo al símil farmacológico— de implicaciones estéticas, morales, anímicas, espirituales, intelectuales. Apartado en su celda igual que el cenobita, el autor se une a los demás mediante lo que concibe y publica, como los benedictinos que fugados del mundanal ruido participan indirectamente del siglo a través de la plegaria.
Dicho lo anterior, el confinamiento ecuménico a causa de la pandemia de Covid-19 que ha puesto a la humanidad la bota en el cuello no ha modificado en lo fundamental la rutina del escritor. Acostumbrado a un retiro intermitente bordado de continuas desapariciones, el obligado encierro de la crisis sanitaria no ha significado para él más que la ratificación de una práctica inherente a su quehacer consuetudinario. Ahora bien, si los usos de un poeta volcado por completo al designio de leer y escribir se asemejan a los de un monje o al menos a los de un clérigo medieval, lo cierto es que en la modernidad, a efectos de subsistencia —valga la ironía—, la interacción con el exterior se ha vuelto insoslayable. Entre su morada, que constituye a la par su centro de operaciones, y el contacto con el mundo, estarían las clases que el autor imparte en alguna escuela o universidad, las salidas en calidad de free lance a reuniones sobre proyectos en marcha, los viajes tanto para asistir a presentaciones en ferias de libro, encuentros o festivales de literatura como para dictar conferencias u ofrecer cursos fuera de la ciudad. Y a esto habría que añadir las idas al mercado, los trámites bancarios, el pago de suministros y un quizá largo y en ocasiones infecundo etcétera.
De esta suerte, al margen de cualquier diligencia, y por más que el cometido del escritor tenga en la reclusión momentánea o duradera su estado óptimo, siempre hay un retorno al semillero de la calle y los lazos comunitarios, donde bullen querencias, motivaciones, temas, ideas. Y por mucho que la imaginación y la fantasía breguen a fondo, es inevitable tender puentes hacia afuera para redondear el ciclo de comunión con el río de la vida seglar, atenuando la figura del anacoreta. El arte es la vida misma. El poema, el relato o el texto dramatúrgico no hacen sino anticiparse o reaccionar a lo que acontece por encima de las cuatro paredes de nuestra madriguera. Anticipar o reaccionar, sí, y por algo se afirma que el genio artístico comprende, fuera de petulancias, la virtud de preludiar determinados episodios de impacto colectivo que después se convierten en memoria o brindar puntualmente una lectura acerca de ellos. Cómo negar, pues, que el encierro compelido por el coronavirus la primavera de 2020 ha perturbado sin duda, de una manera u otra, los procesos de creación. Al dejar de circular por su entorno y múltiples coordenadas, quedando suprimida la variable del azar que conlleva la libertad de tránsito en el escenario público, el artista vio mermado el contrapunto de su ritmo de invención.
Así, rota de pronto la cadena de retroalimentación directa, in situ, con la calle, el lapso natural de gestación de la producción literaria pudo haberse obstruido, lo cual no es poca cosa, tomando en cuenta que las obras de un poeta y un prosista resultan de una compleja relojería de fuerzas internas y externas que inciden en la mente creadora. Salvo que su área de residencia se halle alejado de la ciudad o su red de vínculos interpersonales se acote a un puñado de familiares, vecinos y terceros, el artista, en tanto que ser humano, es un sujeto expansivo, por no decir sociable, cuya integridad psíquica la calibra en parte el acompasamiento de la conciencia con la noción de un mundo en perpetua sucesión. Si éste se detiene o se nos veda por razones extraordinarias, los resortes que respaldan el mecanismo de escritura se verán menguados. Aunque el autor ejercita su faena a solas, ni el arte ni la literatura surgen en absoluto del más casto ensimismamiento, y, cuando la poesía se nos manifiesta con un amago de incomunicación —por aludir a José Ángel Valente—, la palabra nace inequívocamente de ese consenso supremo que supone el lenguaje verbal y el pacto comunal de los idiomas. Maniobrar con los vocablos es un acto social.
El desafío es, por consiguiente, doble: por un lado, dimensionar a cabalidad la resonancia de la pandemia y, por el otro, avizorar en qué medida esta desgracia sin precedentes en la última centuria consiente elucidar desde los vigentes códigos de la composición poética o narrativa una arista de aproximación a la cuestión, sorteando la redundancia noticiosa, el lugar común y, más que nada, las tautologías con la realidad. La trampa radica en el irresistible magnetismo de la coyuntura: ¿sustraerse a la tentación de escribir de un asunto que ha afectado a la especie en su conjunto y que muy probablemente no volvamos a experimentar en lo particular? El coronavirus es tal vez la hecatombe epidemiológica del tercer milenio y no debe extrañar que un escritor quiera preparar y compartir al respecto su perspectiva destilada en la criba de la fabulación. El dilema se reduce a escribir o no de la emergencia sanitaria, considerando que, con seguridad, una generosa cantidad de polígrafos se las ingeniará para acuñar su versión de esta peste colosal en la era del capitalismo liberal. No hablamos de una problemática o una adversidad de índole local o nacional, comarcal o continental, sino de una alarma que ha invadido prácticamente cualquier rincón del orbe, por lo que, a distinción de la regionalización del terrorismo o la criminalidad, la perplejidad que despierta la incesante propagación de la pandemia se torna más imperativa.
Lo excepcional sería abtenerse de poetizarla, ora en señal de luto por las víctimas mortales, ora para rehuir la concurrida tendencia de subirse al tren de una moda, pese a que no hay mayor artificio que el de privarse de lo obvio o de lo avasallante. ¿Habrá entonces un boom de la literatura del Covid-19? Empieza a haberla en cuanto que comienzan a editarse aquí y acullá bitácoras de confinamiento que tuvieron su kilómetro cero en blogs y balances reflexivos sobre la materia; asimismo, han cundido artículos, opúsculos y entrevistas con voces de sobra acreditadas —Giorgio Agamben, Judith Butler, Byung-Chul Han, Noam Chomsky, Paolo Giordano, Yuval Noah Harari, Emilio Lledó, Naomi Klein, Edgar Morin, Martha Nussbaum, Slavoj Žižek— que hemos leído como verdaderos horóscopos del dizque incierto futuro inmediato. No obstante, no sabemos aún dónde estamos ubicados, en qué tramo de la imprecisa persistencia de la catástrofe, de la que no se divisa todavía un desenlace porque no hay tampoco certeza de una vacuna efectiva y accesible. La luz al final del túnel no es más que la vacilante sensación de alivio frente a la consumación de una primera oleada del estallido viral. Habría que identificar, así, una literatura a priori y otra a posteriori del Covid-19, o sea, verificada antes y durante los picos de contagio y después de un tentativo primer brote. El arte y la literatura del coronavirus representan hasta ahora una creación en progreso, ya que la pandemia ha dado sólo pie a dilucidarla mientras se la padece dentro de una fase evolutiva. La literatura de la crisis de salud es hoy por hoy la literatura de una transición.
La escritura del Covid-19 estaría apenas por darse. La cuenta regresiva corre desde que el tsunami del microbio anegó nuestra ciudad. Las interpretaciones más ecuánimes y abarcadoras, en concreto las de la ficción, las afinará la distancia temporal. Boccaccio manuscribió el Decamerón transcurrido el trienio aciago de la peste negra que castigó Florencia de 1348 a 1351, y hasta 1353 concluyó su labor. Emplazada en Orán, Albert Camus publicó La peste en 1947, documentando la epidemia de cólera —peste bubónica en la novela— acaecida hacia mediados del siglo XIX en el noroeste de Argelia. Boccaccio no describe ni expone en sí la devastadora secuela de la infección; al revés, dispone un centenar de capítulos libertinos que compensan el horror que se ha apoderado de los florentinos. El argumento y la ligereza de los relatos duplican el sentido de evasión, tanto al proponer una huida de la civilización lacerada como al orquestar un repertorio galante y alegre de la convivencia humana. Por su lado, Camus acude al simbolismo paradójico de la peste y la asistencia vital para troquelar una metáfora de la resistencia a partir de la ocupación de Francia por el ejército alemán entre 1940 y 1944. Dicho esto, hay que preguntarse qué otras formas de miseria, rareza o infortunio pudiera cobijar una literatura del coronavirus; o qué contenidos esquivos para mitigar o distraer el desasosiego como en el Decamerón. ¿Admite el desastre de 2020 semejantes alegorías o no tolera más registro que el impuesto por el peso de su feroz literalidad?
En consecuencia, es apresurado conocer el radio de penetración y el influjo de una poesía, una narrativa o una dramaturgia de la pandemia. Si la bacteria ha llegado para arraigarse, asimilada a la cotidianidad, es posible que toda lectura artística que suscite depare poco interés, asumiendo que una audiencia querrá asilarse, a modo de tregua, en el reverso de la moneda, un arte que prosiga en su búsqueda pre-Covid y explore otros vericuetos sin reiterar la cruenta realidad de la plaga, rebosante, para colmo, de actualizaciones y estadísticas desalentadoras. “La literatura de urgencia tiene tan mala reputación como la comida rápida”, anotó Javier Rodríguez Marcos en un artículo de Babelia. Mas habrá líneas, derivas, subtemas relativos a la pandemia no concentrados en su naturaleza y comportamiento, por lo que convendría sopesar las microhistorias —trágicas, jubilosas, heroicas— que están ya ahí para ser contadas o abordadas. Días atrás ahondaba con los integrantes de un taller de poesía que conduzco vía Zoom en los porqués del desdibujamiento de la épica en la edad contemporánea y el presente, marcado por la supremacía del yo lírico. Pero el inesperado Covid-19 ha propiciado la germinación de perfiles ciudadanos, autónomos o gremiales, emanados de la sociedad civil y no del gobierno, cuya misión, en constante situación de riesgo, ha permitido visualizar la resurrección de un espíritu audaz y valeroso en los médicos, las enfermeras, los paramédicos y aquellos que han engendrado y ejecutado acciones de soporte para el personal que ha atendido la contingencia en la trinchera de los hospitales y los damnificados económicos que ha desatado el parón en seco de la elongada cuarentena.
Sin embargo, más acá de los méritos cívicos de incumbencia pública que podrían inspirar un despunte de la epopeya de los héroes sin nombre, están las tramas de la intimidad de individuos, parejas, casas, barrios, comunidades: la solidaridad entre vecinos, el secreto cónclave de un puñado de camaradas que se citan para brindar en plena escasez de cerveza, las recuperaciones súbitas de los pacientes graves, el revelador testimonio de los sobrevivientes; pero, igual, la separación de los amantes, su ruptura definitiva por la imposibilidad de reencontrarse, la pena de los parientes que no pueden congregarse o abrazarse, la silenciosa frustración de los niños por no bromear ni jugar con los compañeros, los estudiantes sin aula, los graduados sin graduación, la fulminante orfandad de los desempleados o de los empleados injustamente despedidos, la angustia de los que sin opción salen a trajinar en las maquiladoras bajo el peligro de contraer el virus, el aprieto de los infectados impelidos a procurarse el sustento, el quebranto de quienes perdieron sorpresivamente un amigo entrañable, la incertidumbre de los que acumulan jornadas afuera de las clínicas sin recibir el reporte de un ser querido que resiste intubado. Retazos recónditos, retazos de biografías recónditas que acogen el duelo con la muda intensidad de la vida. El Covid-19 empezó siendo una emergencia sanitaria y, en un parpadeo, se transformó en una hidra letal dispuesta a estrangular el planeta con la perversa temeridad de una amenaza permanente. La nueva normalidad no es lo que secunda al estado de sitio del coronavirus sino la normalización del coronavirus como nuevo orden global de restricciones y cuidados para vivir y convivir, coexistir y fraternizar. La insospechada dictadura de un patógeno. La tiranía del miedo.
En suma, alterando sustancialmente el paisaje de las circunstancias, el Covid-19 ha venido a introducir de repente factores no previstos en la regularidad de cualquier oficio o profesión. La escritura literaria no escapará a este drástico viraje, y no me refiero al casi ineludible recogimiento que un autor solicita para dedicarse a lo suyo, pero sí al freno y estancamiento del orbe que incita la tarea del poeta y el narrador —que en el fondo son lo mismo— y por eso vuelve decisivo su enclaustramiento. Trastocando la dinámica de los diversos sectores, la pandemia ha favorecido el florecimiento de las vocaciones ensombrecidas por la apología de las ocupaciones lucrativas. Vocaciones, adalides del servicio, modelos de ciudadanía y antagonistas, por supuesto, que enriquecen el reparto de un eventual relato sobre el coronavirus. Si la población conforma un nudo de contradicciones, para consignar los hechos insólitos que nos retan desde marzo pasado aplican tanto los dechados de prudencia y conducta responsable como lo contrario: los ignaros, osados, insensatos. El arte está tejido de matices que pretenden acunar con fidelidad las tonalidades de una realidad objetiva o ficcional. Por ende, junto a la reinante desazón traída por la calamidad, hay que despejar la cancha a su opuesto, el optimismo, un tópico de difícil trato en la poesía. Entre la extrañeza y la esperanza podremos quizá rastrear una revitalizadora literatura del coronavirus. Se lo planteó Thomas Mann en La montaña mágica en el ocaso funesto de la primera Gran Guerra: “De esta fiesta mundial de la muerte, de este temible ardor febril que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, ¿se elevará algún día el amor?”.
Fotografía de Alicia Tsuchiya
Jorge Ortega es poeta y ensayista bajacaliforniano. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y, desde 2007, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Su trabajo poético ha sido incluido en numerosas antologías de poesía mexicana reciente y ha sido traducido al inglés, chino, francés, alemán, portugués e italiano. Autor de más de una docena de libros de poesía y prosa crítica publicados en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (tsé-tsé, Buenos Aires, 2003), Estado del tiempo (Hiperión, Madrid 2005), Guía de forasteros (Bonobos, México, 2014), Devoción por la piedra (Coneculta Chiapas, 2011; Mantis, Guadalajara, 2016), Dévotion pour la pierre (Les Éditions de La Grenouillère, Québec, 2018) y Luce sotto le pietre (Fili d´Aquilone, Roma, 2020). Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2000 y 2004 el Premio Estatal de Literatura de Baja California en los géneros de poesía y ensayo, respectivamente; en 2001 el Premio Nacional de Poesía Tijuana; y en 2010 el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines.