por Jorge Ortega
Por vez primera en mucho tiempo la humanidad entera ha llegado a un rotundo consenso: 2020 fue quizá sin excepción ni exageración un año inexorable. El Covid-19 y su impacto perjudicial en cualquier orden de la actividad pública o privada son los responsables de esa anuencia unánime. No es para menos. Se trata de la catástrofe sanitaria del siglo. Ni nuestros abuelos atestiguaron ni nuestros nietos habrán de experimentar algo equiparable a la pandemia del coronavirus, incluyendo su aguda repercusión en los rubros de la salud, la convivencia interpersonal, la economía del sector terciario, la educación formal y la cultura laboral. Están las hambrunas, los genocidios, las guerras atávicas, las enfermedades terminales, el terrorismo fundamentalista y el fallido combate del crimen organizado con su cauda de violencia letal. Pero ninguna calamidad iguala la propagación de un microbio que ha alcanzado justamente a escala planetaria un nivel de afectación absoluto. Las casi 125 mil defunciones en México y casi dos millones en el mundo evidencian la magnitud depredadora del fenómeno a doce meses de haberse manifestado el primer caso en Wuhan, China. La diseminación del Covid-19 puede ser asumida ya como el punto de inflexión del tercer milenio. Y es probable que las disposiciones que surgieron para aminorarla hayan arribado para quedarse entre nosotros por espacio indefinido, condicionando la rutina: distanciamiento físico, uso parcial de mascarillas, teletrabajo, aforos reducidos.
Muertos y convalecientes repuestos con silenciosas secuelas, médicos y paramédicos caídos en la línea de fuego, historias truncadas, cancelaciones y aplazamientos. Y lo más frustrante: la imposibilidad de velar debidamente a los difuntos y despedirlos entre familiares y amigos. Las condolencias virtuales, los abrazos no dados. Los fallecidos que no tuvieron digno sepelio en el momento preciso, honrando la costumbre inmemorial. Hasta el iracundo Aquiles se conmovió ante la súplica de Príamo de recuperar el cadáver de Héctor y brindarle con su gente, rodeado de su pueblo, las solemnes exequias. Alegoría siniestra: es como si el azote de la plaga y su ineludible protocolo, condensados en el intrépido hijo de Peleo, se negaran a que el rey de Troya rescatase el cuerpo de Héctor para oficiar decentemente su funeral. Metáfora de la hora actual sería también El séptimo sello, la cinta de Bergman, otro clásico del arte universal, donde la peste negra, correlato de la muerte, delimita sutilmente el destino del protagonista, un caballero cruzado —Max von Sydow, finado este 2020, perversa coincidencia—, y mueve los hilos del azar, confiriendo tregua en una partida de ajedrez que culmina en un jaque mate. Así, la etérea insignificancia de un patógeno ha venido a determinar nuestra existencia, alterándola, volcándola, introduciéndola en la niebla espesa de la incertidumbre, como la cohorte de oficiales, financieros, ilustres letrados, generosos filántropos, ministros y gobernantes, distinguidos funcionarios y grandes industriales ingresando a la oscuridad en los Cuatro cuartetos de Eliot. Conspiración de lo invisible contra la imponente materialidad del orbe doblegado de pronto frente a la conjura de un bicho implacable.
Dicho esto, de encarnar un cimiento de las relaciones cotidianas —tanto afectivas como profesionales—, la presencialidad ha pasado a constituir un lujo que es un riesgo, un peligroso dilema. Asepsia o infección, contaminarse o mantenerse intacto ante la tentación de un encuentro impostergable. En su defecto, para remediar el aislamiento la gente tuvo en las videollamadas un divino intermediario, un verdadero heraldo del Olimpo cibernético. Todo ocurrió, todo sucedió por ahí. Las redes sociales complementaron la necesidad de las plataformas digitales. Todo se transmitía por ahí, como si en una soledad incierta y un mutismo provisional nos aguardara el abismo de la desconexión o la ruptura de la comunicación. La vulnerabilidad psicológica acarreada por el Covid-19 responde en principio a las implicaciones del contagio, y, en un segundo plano, a la eventualidad de una comunicación irregular que pudiera traer por consecuencia un aferramiento a los recursos electrónicos, tabla de salvación de la avidez interactiva que pudiera, a la vez, desembocar en una sobreexposición del usuario. Como sea, hace rato que las redes sociales ejercen un papel hegemónico en la correspondencia de los individuos, suplantando a la conversación telefónica y el diálogo presencial. En esta tesitura, la pandemia vino a acentuar un desapego, a acrecentar una distancia abierta previamente en la calidad de la comunicación entre particulares. Ostentación y discurso unilateral. Si ya estábamos solos antes del Covid-19, ahora lo estamos aún más.
Si bien las reglas precautorias del coronavirus impiden el contacto directo y la convivencia, acaso resulte coyuntural revisar el grado de vínculo con las redes sociales, que están lejos de representar el futuro o la solución a la orfandad de comunión real con los demás. De entrada habría que concederse la oportunidad de ahondar más en cada una de las relaciones amistosas sostenidas en la internet, pero no aceptando sino eligiendo, vaya, no dejándose arrastrar por el automatismo de agregar nexos a nuestra cuenta en un afán de coleccionar simpatizantes, y, a contrapelo, adquirir mayor conciencia de la autenticidad de los lazos creados. Hemos confundido la esfera de la intimidad con la esfera de la imagen pública; o mejor dicho, hemos sometido la supuesta intimidad a un proceso de prestidigitación que ha devenido un simulacro de la genuina intimidad que al final del día conforma una intimidad inducida para reforzar una imagen pública. Las redes sociales nos han permitido seguir unidos en el transcurso de nueve meses y de seguro ofrecen un resignado sustituto del diálogo presencial en la medida que sugieren una interpretación de la idea de inmensa minoría con la que Juan Ramón Jiménez identificó a los lectores de poesía. La decantación del gran coloquio informático restituiría entonces tentativamente una acepción más simple y honesta a las palabras de la tribu —parafraseando a Mallarmé—, de modo que cada encuentro, ilusorio o tangible, dispense una bocanada de aire puro en medio del confinamiento. La poética del instante de la que hablaba Octavio Paz, o de la “vivacidad eterna”, acuñada por Nietzsche, cobra intensidad y plenitud a la luz del encarecimiento de nuestra chance de concurrir, de las ocasiones de reunirse que son o continuarán siendo garbanzos de a libra.
Entre la razonable impresión de apocalipsis y la imperiosidad de una esperanza sucumbe el 2020. A juzgar por lo acontecido, el saldo es de sobra negativo. Sentimos que un ciclo de tiempo nos sale debiendo o está muy en deuda con nosotros. La pandemia nos ha arrancado literalmente vida: seres queridos, parientes, camaradas; bienestar, proyectos, anhelos. Hay familias diezmadas, grupos mutilados; alguien falta, a todos nos falta alguien que jamás volverá a cruzar la puerta del hogar. La causa es un gigante que es un molino de viento que no cesa de mover sus aspas virulentas. Frente a tamaño duelo sin precedentes todos somos un don Quijote, otro titán de muchos rostros que invitan a diluir el miedo en la sumatoria de los buenos ánimos y los renovados bríos. Contra la ubicua circulación de la bacteria, el muro del sentido de comunidad, solidario, comprometido. A diferencia de los conflictos bélicos, el fracaso de los modelos económicos generadores de marginación y la barbarie delincuencial, la amenaza no es hoy un mal gestado deliberadamente por el hombre sino, por así decir, un accidente de la naturaleza. Sin embargo, no estaría de más detenernos a pensar en el estado del hilo de simbiosis que nos ata a la misma naturaleza, de la que derivamos como a través de un cordón umbilical. Aunque suene reiterativo, conviene revisar la clase de concomitancia que guardamos con el resto de las especies vivas, los feudos de la flora y de la fauna, los distintos estratos de la materia inorgánica que no por ello son menos naturales que nuestros huesos. Velar por la integridad de la biodiversidad significa, en el fondo, velar por los equilibrios de la compleja alquimia del organismo, cifra del cosmos y de la macrobiótica. Armonía y transgresión: actitudes que la naturaleza —paciente y memoriosa—‚ recompensa y sanciona en un gesto de gratitud y un mecanismo de defensa, según el caso.
Inmersos en una suerte de caos sigiloso, una extraña premonición de calma en vísperas de una ola más devastadora que la anterior, esperamos sentados el elixir de la vacuna para exorcizar la pandemia. Triaca, panacea, revulsivo, pero no milagro. Con sus imperfecciones y suspicacias, la vacuna nos ha proporcionado una perspectiva, y por ende, nos ha devuelto un gramo de certeza. Pese a no saber todavía si hemos tocado fondo, sí tenemos un piso en el cual fijar los pies para respirar con un poco más de serenidad y, armados de confianza, con firmeza. Del estoicismo y el desasosiego podríamos transitar en 2021 a la sensatez y el aplomo. No obstante, sigue echándose de menos, por lo que toca a México, responsabilidad y empatía, noción del sacrificio. Es un hecho que las cosas no cambiarán de lleno en 2021, mas hay que reconocer que ese año, el período que se avecina, será el de habituarse a sobrellevar civilizadamente el coronavirus no con superstición, como si de un hechizo se tratase, sino como una realidad a la que es crucial sobreponerse con la ciencia y la pedagogía, asimilándola hasta que el tiempo y los anticuerpos la hagan parte del sistema inmunológico. Si 2020 fue el año de la novedad y el dolor, los decesos inesperados y las vacilantes agonías, la improvisación y la adaptación a virajes drásticos e insospechados, 2021 tendrá que ser el año de la respuesta proactiva y la aclimatación a un estrago mundial inevitable. Pero sobre todo, y por consiguiente, un año de horizontes luminosos para rehabilitar las promesas pospuestas y liberar el aerostático de los sueños.
Ilustración de @davepollotart
Jorge Ortega es poeta y ensayista bajacaliforniano. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y, desde 2007, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Su trabajo poético ha sido incluido en numerosas antologías de poesía mexicana reciente y ha sido traducido al inglés, chino, francés, alemán, portugués e italiano. Autor de más de una docena de libros de poesía y prosa crítica publicados en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (tsé-tsé, Buenos Aires, 2003), Estado del tiempo (Hiperión, Madrid 2005), Guía de forasteros (Bonobos, México, 2014), Devoción por la piedra (Coneculta Chiapas, 2011; Mantis, Guadalajara, 2016), Dévotion pour la pierre (Les Éditions de La Grenouillère, Québec, 2018) y Luce sotto le pietre (Fili d´Aquilone, Roma, 2020). Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2000 y 2004 el Premio Estatal de Literatura de Baja California en los géneros de poesía y ensayo, respectivamente; en 2001 el Premio Nacional de Poesía Tijuana; y en 2010 el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines.