por Antonio León
Es el invierno del 2011 y doy por inaugurado mi romance con la ciudad de Guadalajara: su olor inexistente a tierra mojada, la rotonda a sus hijos esclarecidos, empanadas que cambian de nombre según el día festivo y su comida típica que parece haber sido inventada en inundaciones de fábricas de salsa radioactiva. Guadalajara en un llano, Mexicali en un sótano del desierto. Me bajo de un concierto horrendo de polka gótica o algo que se le parece. Alemania es el país invitado en la Feria Internacional del Libro y todos bailan como gringos jubilados con camisas de flores, como pokemones de la cerveza weizen.
Guadalajara me recibe y se llama Tlajomulco, porque en este país nada se llama como se llama. Piensen en apodos para pueblos de México: Juangalandia, Mataulipas, la rumba narca mambo, la esquina pescadera, ciudad PEMEX. Yo, actualmente, vivo en huevos fríos, por ejemplo.
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Atractivos turísticos de Guadalajara: me dejo arrobar por el templo expiatorio mientras pienso en la venida en seco de varios metaleros que abandoné en 1994, en lo mucho que amarían esta caja de picos góticos. También hay un panteón famoso con el domicilio de un vampiro, una calle que cambia solita de nombre y un hospicio del que huyeron los niños, aullando de dolor cuando llegaron a pintarles murales espantosos que luego replicaron en los libros de texto gratuito.
Tras una lectura de la poeta argentina María Negroni, mi amiga Sisi Rodríguez me lleva a un cine de los ochenta convertido en bar, El Tucanazo, en el que toca un grupo versátil. Aunque ninguna del grupo parecía versátil, todas se veían más bien pasivas. También me lleva por primera vez al Bar Gil, donde me dan un pozole biónico con una salsa que me hace terminar relaciones con mi sistema digestivo.
He ido a los bares del centro con poetas: Daniel Bencomo, Alvaro Luquin, Xel Ha Lopez, Marco Antonio Gabriel y Carlos Vicente Castro. El mismo Carlos Vicente me ha llevado a desayunar esquivando los restaurantes de intelectuales y periodistas que le daban miedo desde su tierna infancia. Conozco otros sitios de interés gracias a mi querido Ángel Ortuño. Hay algunos establecimientos a los que ya no nos permiten entrar por la fea costumbre de los poetas de tundir a versitos los sitios donde les soportan sus chingaderas. Con Ángel tengo conversaciones que deseo que no terminen y me lleva al Molachos y al Cabalito Serrero, donde me instruye para beber correctamente el tequila anticrudas de los vasitos de vela: con la cruz de cabeza y profiriendo un anatema. Hell yeah.
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Yo digo que lo mejor de la FIL es ir un rato y después partir hacia la vida de verdad. Zapopan es un sitio incómodo y la expo Guadalajara, un galerón del terror como para montar casas muestra de Muebles Dico o Cobertores Vianey. Lo mejor son las fiestas que funcionan como fauna de acompañamiento, como decir: el evento principal es una pesadilla de escritores que no querían venir, de editoriales que no querían vender y de lectores que no querían leer, pero ya estamos aquí y hay que divertirnos.
Fiestas de periodistas en que no dejan entrar a youtubers. Fiestas de poetas jóvenes que comen tabletas de modafinilo como en Ms. PacMan, pero sin frutitas y con más fantasmas. Fiestas de jotillas góticas que comentan el último avistamiento que tuvieron de Mario Bellatin. Fiestas de editoriales independientes y asistidas.
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En Guadalajara parece transcurrir la vida de otra manera, una relación distinta con el tiempo. Lo anterior lo escuche de un poeta colombiano muy mamón cuyo nombre no recuerdo, pero que hablaba como Orestes, el de Mi gorda bella. Supongo que es una frase que podemos activar los turistas que no tenemos otra cosa por hacer que caminar por el andador de Chapu, atragantarnos en mariscos el negro, vivir los sueños culturosos de los provincianos de verdad. Beber un café frente a la librería del Fondo de Cultura Económica, hojeando un librito de poetas argentinos o alguna cosa de Sexto Piso, de las que dices entender, pero, ni madres. También es una gozada ir a librerías de viejo en las que no te traten como si fueras imbécil, algo que me ha sucedido en librerías capitalinas.
Me voy y regreso, siempre hay fiestas. He sido feliz bailando en los bares de Prisciliano Sánchez y comiendo en los Tacos Gay. Me enamoro y dejo de hacerlo porque hay pasatiempos más divertidos, al final de estos viajes siempre queda un plano como en Mad Max, pero mas bien Dorothy regresando a casa después de haberlo pasado a todo dar en Oz.
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