Por Carla Pascual Martínez
Las anchas aceras de Seúl se desbordan de peatones, los coches detenidos en las avenidas no encuentran escape y cada autobús está doblemente confinado, por su carril exclusivo y por la fila de autobuses hacia delante y hacia atrás de él. Estoy apretujada en el tumulto de carne y lámina de la segunda megalópolis del mundo. El cielo azul apenas se asoma tras los edificios que forman un horizonte artificial. Frente a mí está el Railway Bridge, que realmente son cuatro puentes masivos de piedra y acero por donde circula el metro con un trote ágil y ruidoso. Desfilan ante mí un vagón tras otro hasta que decido seguir a uno; desaparece a lo lejos y clavo mi vista en el nuevo escenario: el río Han. Estoy parada en su ribera verde, amplia y diseñada para recorrerla a pie o en vehículos no motorizados.
A inicios de este siglo, Seúl se transformó en una ciudad más habitable. Se construyeron o remodelaron espacios públicos y naturales que invitan a sus habitantes a salir y divertirse. En ellos, las tradiciones del siglo XXI se forjan un fin de semana tras otro. Para adentrarme en esta megalópolis renovada, me dejo llevar por el río Han, cuya ribera es un excelente ejemplo de la transformación de Seúl.
Pedaleo mi bicicleta rentada sobre la pista, flanqueada por pasto y matas silvestres, mientras las familias comienzan a llenar los juegos infantiles en esta tarde de viernes. Al dejarlos atrás, el silencio se extiende poco a poco hasta asentarse. Los edificios no dejan de emerger a mi paso, pero la naturaleza que se cuela entre ellos suaviza el paisaje urbano. A mi izquierda, los edificios de departamentos alternan con pinos y enredaderas; a mi derecha, el anaranjado atardecer es telón de fondo de los edificios de Gangnam, el distrito financiero y pudiente, y tinta que corre por el río.
El parque Yeouinaru está abarrotado de pequeñas tiendas de campaña, así que devuelvo mi bicicleta para explorarlo. Los coreanos trabajan muchas horas, pero también han de pensar que en la vida hay más que el trabajo y la escuela y que existen los amigos y la ribera del río Han donde reunirse con ellos. Las noches de los viernes vienen y rentan un kit que incluye un par de sillas plegables, dos tapetes plásticos y la tienda de campaña, todo perfectamente acomodado en un vagón rojo que jalan desde el puesto de renta hasta la ribera. La cena huele a puerco y pollo asados que compran en uno de los tantos puestos callejeros a la redonda. Otra opción es ordenar comida y recibirla de los delivery services en uno de los diferentes puntos de entrega establecidos a lo largo de la ribera, porque la entrega a domicilio ya es una tradición en la ciudad.
Me siento en una banca de madera en la Marina Seúl y me dejo acompañar por la brisa nocturna y las baladas románticas de un dueto amateur. La hiperactividad de la ciudad queda atrás. Para los que estamos aquí, no hay mejor manera que ésta de empezar el fin de semana.
Al día siguiente, abro los ojos y lo primero que veo son las vigas de madera del techo. Me estiro y me siento bien descansada luego de haber dormido sobre un colchón en el piso. Me hospedé en uno de los varios hanoks, o casa tradicional coreana, transformada en hotel en el barrio antiguo de Bukchon. La habitación es acogedora por sus muebles de madera, al igual que su piso e intrincada cancelería tallada que acoge las ventanas de papel.
Al abrir mi puerta, veo las habitaciones organizadas en torno al pequeño jardín central, que tiene en una esquina un conjunto de arbustos bañados de rocío. Me encuentro con mi anfitriona y aprovecho para preguntarle por qué los coreanos dormían, comían y trabajaban sentados sobre el piso. Los pájaros trinan como si quisieran responderme mientras ella me explica que se debe al sistema de calefacción tradicional, ondol, que calentaba el piso durante los inviernos de temperaturas bajo cero. Se echaba leña en hornos y el calor se dispersaba por los ductos subterráneos para calentar las diversas capas del piso: lajas de piedra, barro y el papel tratado con aceite en la superficie. Actualmente, los ductos del ondol transportan agua caliente.
En el mismo barrio de Bukchon, visito el Palacio Changdeokgung, el mejor preservado de los cinco de Seúl y construido por la dinastía Joseon (que gobernó por 505 años, de 1392 a 1897) para vivir en él. En su vasto terreno, abundan los pabellones de madera de paredes rojas, puertas amarillas, plafones con motivos en verde y azul y tejados negros rematados por figuras de demonios para proteger al edificio, según la creencia. Pero lo que más llama mi atención son las decenas de jóvenes que pasean portando la vestimenta tradicional en variados colores y que hoy los coreanos usan para ocasiones especiales: el hanbok. La versión femenina consta de una blusa de cuello y manga larga y una falda acampanada hasta los pies que se ajusta debajo del pecho; mientras que la masculina, de una chaqueta a la cadera o a la mitad de la pantorrilla y pantalón amplio para poder sentarse en el piso, por supuesto.
En El Jardín Secreto, antes reservado para la familia real, me acerco a una pareja. “¿Que por qué venimos vestidos en hanbok? Porque es divertido escogerlo en las tiendas de renta e imaginar que somos la realeza”, me responde ella en su blusa roja y falda azul marino con encaje beige que integran su hanbok, “Y compartir las fotos en redes sociales”, añade él. Imagino que las hacen florecer a los lotos de los estanques de El Jardín Secreto y despertar a sus quioscos del sueño en el que acogen encuentros, como cuando los emperadores venían aquí a relajarse de las presiones de gobernar.
Ya es tradición que la calle Insa-dong, ubicada en el barrio cultural del mismo nombre, se cierre al tránsito de vehículos cada sábado. Tanto turistas como locales visitan sus galerías de arte contemporáneo y de antigüedades; tiendas donde comprar tazas, platos y floreros tradicionales de celadón, porcelana verde, así como maquillaje coreano —una industria pudiente. La alegría tiene el sonido de las pláticas animadas de los comensales en los restaurantes callejeros y de las sartenes que fríen la carne que comerán. Yo prefiero comprar una bolsa generosa de castañas recién tostadas sobre el comal a una pareja de ancianos.
Insa-dong está cada vez más concurrida y es momento para mí de escapar adonde pueda estar de nuevo a mis anchas. Escojo el gran parque Namsan en un autobús de la línea N. El parque acoge el Teatro Nacional de Corea y la Librería Pública de Namsan, cuyos edificios contemporáneos contrastan con secciones de la muralla de piedra, Hanyangdoseong, que protegía la antigua ciudad. Llego a la cúspide del monte Namsan, ocupada por la Torre de Seúl, que cuenta con un observatorio para ver la ciudad en 360 grados. Prefiero asomarme por el mirador gratuito, sin vidrio de por medio, a admirar esta ciudad que logró transformarse no sólo para ser más habitable, sino también divertida con sus tradiciones del siglo XXI. Me despido de los primeros árboles otoñales del parque, del río Han y, a lo lejos, del horizonte natural de Seúl formado por sus cerros rocosos. ♠
Carla Pascual Martínez (Ciudad de México, 1977) es poeta, narradora y ensayista egresada del Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura de México. Es viajera del mundo y ha residido en Estados Unidos, Francia, Catar e Islas Cook, por lo que su literatura está impregnada de experiencias multiculturales y su intento continuo por absorber varias visiones del mundo. Sus estudios en ciencias políticas también son la base de sus ensayos e inspiración para su poesía y narrativa. Publica en revistas literarias, de viajes y de políticas públicas. Fue miembro del Colectivo Literario Astrolabio, cuya antología de cuentos El Círculo de las Siete Esquinas fue publicada por Puertabierta Editores en 2018 y coordinada por el escritor y editor Eduardo Antonio Parra.Fue lectora voluntaria en 2018 a grupos de primaria en la organización LeerLees, dedicada al fomento de la lectura entre la niñez. Actualmente dedica la mayor parte de su tiempo a escribir su autobiografía ficcionada sobre los años que trabajó en Catar.