por Vladimir Galindo
En su obra, Antonio León juega con la dispersión automatizada que viene de paquete, una situación que muchos, y cada vez más según los estudios de las farmacéuticas, padecemos a la hora de llevar a cabo esto que llamamos pensar o crear; sin embargo, León logra orientar esta maquinación mental hacia sus propósitos estéticos conformando así su sello poético. En Consomé de piraña, el autor lanza con cerbatana verso tras verso envenenados cuyos efectos son una euforia cargada de brillantina, que embellece y corta al mismo tiempo como cualquier recuerdo en almíbar.
Al realizar la lectura de este poemario, me vinieron a la mente aquellos viajes que uno hace a deshoras en un autobús de dudosa procedencia de una ciudad a otra, un recorrido que se siente como ir cruzando un gusano espacial donde la mente se embriaga con la película en la pantalla arriba del asiento, de puñetas mentales y una suerte de vigilia oxigenada que deriva en un sitcom con risas pregrabadas a distorsión en diferente velocidad. Una fantasía que fácilmente se puede convertir en pesadilla, sin antes hacer una escala lisérgica en la misma realidad.
Adentrado en este túnel donde predomina la oscuridad llegué a perderme como en un laberinto de suspiros o un mar de noche seducido bajo un encanto melancohólico. En espiral hitchcockniana sin final aparente, descendí hasta toparme con una puerta en medio de la nada. La abrí para darme cuenta que daba hacia el interior de una peluquería de tintes de finales de los 80 y principio de los 90, de alto copete y alto parloteo, el mismísimo corazón punzante del sueño mexicano donde todo se conecta.
En alguna esquina de ese establecimiento un televisor de perillas sintonizaba todas las transmisiones de Pati Chapoy en plan evangelizador. En otro lugar, sobre una mesa, se mostraba un pastiche de revistas despostilladas con portadas homoeróticas de futbolistas consagrados con cruz de barrio gaucho. Las paredes falsas estaban forradas de ejemplos de peinados de todos los empleados del mes y las secretarias de institución gubernamental. Un ambiente cincelado a base de lipstick y miradas ensombrecidas. Pero no todo eran burbujas de chicle y Aqua Net. Ahí también se hablaba de los males más comunes y profundos del ser humano, como del futuro de la poesía nacional, el daño que hacen los dinosaurios lesbianos, las bandas de lectura en voz alta y los crímenes de odio en múltiples dosificaciones letales.
Por breves momentos, de manera inesperada, hay silencios tan profundos que parecen implosiones estelares que dejan ausencias dolorosas. Ausencias de quienes han sido testigos y víctimas. Ausencias de futuros borrados como cenizas de fotografías que se mezclan con lágrimas y sangre en un lodo escarlata. Asimismo, in crescendo, vuelve el cuchicheo de otros temas tan trascendentales y cotidianos pero embarnecidos con una poética actualizada y renovada de vigencia incaducable que se anclan dentro de cada uno de nosotros. Y es que Antonio León es consciente de lo que escribe y sabe cómo lanzar sus redes para pescar pirañas. Él sabe bien qué es ser poeta, jota y de provincia; de la misma forma sabe qué es el canon literario, la heteronormatividad y esos chistes viejos; una constelación de conceptos en dispersión donde logra formar sus versos para empatizar con un vasto público apoyándose de la cultura pop, Carson, Bohórquez y compañía, el sentimentalismo de los horribles años 90, la vanguardia digital del 2000 o lo que sea que haya sido ese mal-viaje, de cerveza fría y también caliente, de pláticas del clima y otras películas del cine mexicano, muslos de futbolistas, vedettes, punks, medias roídas, misceláneas y demás piedras angulares de aquello que posa en secreto frente a nuestros ojos para conformar un mar de recuerdos.
Al terminar de leer Consomé de piraña, una parte mí no pudo abandonar ese universo. Quedé atrapado ahí para siempre. renovando mis looks y mis discursos, buscándome y encontrándome una y otra vez. Antonio León nos abre las puertas de su peluquería para sumergirnos en estos breves dientes afilados y así darnos cuenta de las leguas que hemos recorrido.
Fotografía de Adhir Aguilera
Vladimir Galindo, oriundo de San Luis Río Colorado, Sonora, dice que porta un título de Licenciado en lengua y literatura de Hispanoamérica y otro de Maestría en traducción e interpretación, pero a todo el mundo le recomienda estudiar medicina. En la actualidad se dedica a traducir documentos jurídicos y a veces se hace de algunas horas para escribir ficciones; por lo pronto, prefiere el cuento. Algo de su material ha sido publicado en revistas como Pez Banana, Diez4 y El Septentrión. En abril del año de la pandemia adoptó un perro llamado Fariseo y en diciembre a una gata llamada Furiosa. Juntos añoran la paz mundial.