por Esther Gámez
Hace algunos meses empecé a notar cambios en mi cuerpo: una manchita aquí, una pérdida de sensación más allá, una capa opaca casi imperceptible en mi retina. Mi cuerpo se ha estado descomponiendo lento, lentísimo, de manera irreversible desde que me caí de un tercer piso o segundo. Estaba parada en el tercer piso, que es el techo del segundo, pero no sé bien cómo se cuantifican esas cosas… el caso es que caí dos pisos hasta el suelo.
Cuando toqué el suelo, me disasocié. Ya no estaba ahí, tirada, era otra, un cuerpo ajeno. El cuerpo expulsaba aire sin control por la boca, y la nariz hacía un sonido fuerte y terrible, un siseo de gato enojado y a la vez un grito profundo, grave y lastimero. Como los cantos tuvanos —cantos de garganta en muchos tonos a la vez—, pero sin armonía.
Aunque yo quería que ese ruido parara, el cuerpo siguió por minutos. Poco a poco los sonidos empezaron a sonar como las palabras que yo intentaba decir. Cuando al fin dije “ayuda”, fue al unísono del cuerpo. Recobré el control; no su pertenencia.
No soy mi cuerpo.
Los ahí presentes pueden contar que alguien sobrevivió a un accidente aparatoso, que lo escucharon hacer ruidos de animal herido, que, eventualmente, llegaron los paramédicos y que al final del día todo salió más o menos bien, pues sólo hubo un par de costillas fracturadas y algunos golpes surtiditos.
Ahora sé que no sobreviví.
La medicina moderna define la muerte como el cese total y permanente de todas las funciones vitales mediante un evento preciso, que da pie a los fenómenos cadavéricos: los procesos de la muerte. Estos procesos llevan un orden y una lógica predecible, pero en mí se han ido manifestando de manera aleatoria.
Un día, desperté con manchas rojas en mi cuerpo, como mapas que se extendían en mi piel y que se oscurecían en mi costado derecho, sobre el que duermo. Livor mortis.
Otro día, la piel de uno de mis dedos se desprendió de mi mano delicadamente como cuando los reptiles mudan de piel. Saponificación.
Hoy, las manchas de mi piel no son rojas, son zonas de degradados perfectos entre amarillo, verde, azul y morado. Fase cromática.
No puedo dejar de pensar qué hacer ahora que estoy muerta.
No soy una persona con tendencias suicidas, pero tampoco diría que me encanta la vida en la distopía del capitalismo tardío. No estoy exagerando cuando digo que el terror existencial muy seguido rebasa mi naturaleza optimista y mis ganas de vivir. Aunque mi cotidianidad es cómoda, no me puedo acostumbrar a vivir en un mundo donde la gran isla de basura del pacífico es cien por ciento real. Despertar y leer las noticias pasó de ser una actividad de adulto responsable a una forma de autosabotaje y confusión. Así que resignarme a una situación como ésta fue mucho más fácil de lo que pensé. Digamos que ya estaba un poco muerta por dentro.
Los procesos han sido lentos y me han dado tiempo de reaccionar racionalmente, es por eso que no quiero llegar a la putrefacción, a la licuefacción, a hincharme tanto que exploten partes blandas de mi cuerpo. Pensar que este fiambre llegará a ese punto y alguno de mis conocidos lo va a encontrar y tendrán que lidiar con él me da náuseas.
Necesito encontrar una solución.
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Soy una consumidora obsesionada del true crime: libros, podcasts, audiolibros, documentales, hoyos negros de murderpedia, foros y grupos de facebook donde en lugar de pelearme con otras señoras compartimos casos y fotos de escenas del crímen. Soy el morbo. No me deleita ni me interesa la violencia en sí, pero hay algo acerca de la muerte y la abyección de SER un humano que me es irresistible.
Aunque este género tiene poco uso para la población en general, está al servicio del entretenimiento, a mí me ha resultado bastante útil. He empezado a reconocer un patrón en los archivos de mi memoria. Algunos de los casos misteriosos más famosos parecen haber sido cadáveres animados como yo. Una de las razones de su misterio son las inconsistencias que revelan sus autopsias. Ahora que estoy muriendo a pedazos, me parece claro por qué nadie ha podido descifrarlas.
Por ejemplo, en diciembre de 1996, en un pequeño cementerio de Virginia, en el área de niños, encontraron el cuerpo de una mujer sobre una lona plástica. Junto a ella, un pequeño árbol de Navidad decorado, un par de billetes de cincuenta dólares, jugos de fruta, algunas botellas vacías de brandy y carteras de valium también vacías y una nota que decía:
“Muerta por mi propia mano, prefiero no autopsia, el dinero es para los costos de cremación. Gracias, Jane Doe”.
La mujer parecía salida del salón de belleza, su pelo recién teñido, cortado y peinado, pero su piel parecía de cera y sus ojos estaban más descompuestos que el resto del cuerpo. En sus manos, uñas postizas autoadheribles pegadas directamente sobre la piel. Ella no tenía uñas.
Vestía ropa cómoda y murió con unos audífonos puestos, escuchando un cassette de Monthy Python. Encima de los audífonos, una bolsa de plástico sellada con masking tape a la altura del cuello, que ayudó a determinar su causa de muerte: asfixia. Nunca ha podido ser identificada.
Hay una inocencia y una determinación casi incompatibles en su muerte: firmar como Jane Doe —el nombre que se le asigna en Estados Unidos a las personas que no han podido ser identificadas—, dejar dinero para su cremación, pedir que no se le haga una autopsia y morir confiada de que así será. No fue así, su cuerpo fue analizado y su caso investigado a profundidad, sin embargo, no se encontraron signos que apunten a un asesinato.
En 1948, en una playa en Sommerton, se encontró el cuerpo sin vida de un hombre de aproximadamente 45 años. La noche anterior se le había visto en la zona. Murió sentado, viendo el mar, con un cigarro en la mano. Algunos de sus órganos presentaban condiciones extrañas: su bazo era tres veces más grande de lo normal, su laringe y esófago estaban cubiertos de una suerte de hongo algodonado blanco, el estómago estaba anormalmente distendido y había sangre oscura mezclada con otras sustancias en su duodéno. El hígado y los riñones contenían un exceso de sangre en sus capilares y presentaban una destrucción anormal. Los músculos de sus piernas estaban torneados y bien desarrollados “como los de un bailarín”, según el reporte forense, pero su lengua estaba deshidratada y encogida. No se sabe cuál fue su causa de muerte. Todas las etiquetas de su ropa habían sido removidas, y en un bolsillo oculto se encontró un trozo de una página que decía Tamám shud. Terminado está.
A pesar de que se han encontrado muchas pistas alrededor del caso del hombre de Sommerton, su identidad sigue siendo desconocida y a mí, ahora, me parece que su aparente muerte fue cuidadosamente diseñada por él mismo, al igual que la Jane Doe del cementerio de Virginia. Ambos parecen representar un papel en una escena teatral, el escenario y todos los objetos ahí tienen un objetivo práctico o la intención de ser una cortina de humo. Ambos llegaron con un dominio completo de sus acciones.
Sin embargo, al recordar otros casos pienso en un patrón que empieza a preocuparme y que pudiera ser un obstáculo para diseñar la escena de mi destino final: el factor zombie.
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En mayo de 2012, Rudy Eugene, un trabajador de un car wash en Miami, se desnudó y atacó a un hombre, sin una razón aparente. Lo golpeó y se comió la piel de su cara y su globo ocular izquierdo. El ataque continuó aún después de haber sido herido de bala cuatro veces, y no paró sino hasta que la policía decidió dispararle a matar. Su víctima sobrevivió el ataque y declaró que Eugene se acercó con una biblia en la mano diciendo: “ya estaban muertos”. En un inicio se creyó que Rudy Eugene había consumido alguna droga nueva como sales de baño, krokodil o flakka pero el examen post mortem reveló sólo un consumo leve de cannabis.
Otro caso: Austin Harrouf era un estudiante universitario promedio hasta que un día cualquiera de agosto de 2016 anunció a su mamá que llevaba tiempo sintiéndose raro. Salió a la calle sin dirección aparente después de beber unos tragos de aceite de cocina. Horas más tarde lo encontraron montado arriba de un hombre ensangrentado, comiéndose a mordidas la piel de su cara mientras gruñía. Harrouf había matado a dos personas y atacado a una tercera (un vecino que intentó detenerlo) con unas tijeras sin filo, sus manos y sus dientes. Para quitarlo de encima de su víctima, se necesitó un taser, un par de policías, unas patadas en la cabeza y un par de perros entrenados para someter. Austin permaneció en el hospital varios meses, pues sus órganos fallaban inexplicablemente uno tras otro sin lógica o causa evidente. No se detectaron drogas ni sustancias extrañas en los análisis y el suceso fue declarado como “licantropía clínica”.
Hollywood nos ha presentado a los zombies como cadáveres reanimados sin consciencia de sí mismos cuyo principal objetivo es infectar a otros, replicarse, esparcirse, reproducir su zombismo. ¿De dónde viene su impulso para seguir zombiando? ¿Cuál es su motivación? ¿El zombi es zombi porque quiere?
A los zombies creados con voodoo los reviven para ser esclavos, no tienen voluntad, y después de un tiempo vuelven a “morir”. Los zombies de Hollywood varían, aunque, en general, se convierten mediante algún tipo de infección y siguen animados eternamente.
Dice el libro Wikipedia que el término de zombie podría venir de cualquiera de las siguientes palabras kongolesas: nzambi (dios), o zumbi (fetiche), o nvumbi. Parece que muchas palabras congoleñas terminan en “mbi”. La última opción significa cuerpo sin alma y cadáver con alma. También significa revenant, que está en francés y quiere decir literalmente “regresado”. Se fue pero ya está de vuelta.
Yo salí de mi cuerpo y regresé. Fue tan rápido que no había pensado en esto, pero así me siento: revenida, revenanta. Lo que no me siento es un zombi, si bien puede ser sólo cuestión de tiempo para que esto suceda.
No me interesa mantener este cadáver en movimiento.
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No es imposible desaparecer mi cadáver aquí mismo donde estoy. Podría intentar disolverlo o calcinarlo de alguna manera, pero todo ese tipo de planes implica que esté consciente casi hasta el último segundo y sólo dios sabe qué clase de sufrimientos me espera si tomo esa ruta.
La saponificación y el desprendimiento de la piel de mis manos me ha dejado sin huellas dactilares. Los dientes también son un método eficiente para el reconocimiento de los cuerpos, así que me pondré implantes y deformaré con esmeriles mi mordida en un salón de modificaciones corporales y tatuajes. Casi toda la piel de mi cuerpo aún es firme, así que me tatuaré algunos símbolos que desvíen una posible investigación hacia caminos cerrados. Hasta donde pude averiguar, no hay parientes míos en ninguna base de datos comercial de ADN. Este flanco es el que más me preocupa, ya que los avances en genealogía comparativa suelen ser impredecibles, pero eso ya está más allá de lo que puedo abarcar. Sólo soy un cadáver común contra la ciencia forense.
En mi diario devenir por los pasillos virtuales de los foros de true crime de reddit y otros sitios, he acumulado, además de casos específicos, mucha información que está siendo invaluable a la hora de formular mi plan, como las granjas de cadáveres.
Las granjas de cadáveres son recintos donde un grupo de científicos estudia la descomposición del cuerpo humano en diferentes circunstancias. Hay cadáveres sumergidos en agua, otros totalmente a la intemperie, otros dentro de barriles o bolsas; cada cadáver es un experimento. Estas granjas están por todo el mundo.
En las afueras de Sydney, Australia, se encuentra el AFTER (Recinto Australiano de Experimentos Tafonómicos, por sus siglas en inglés). El AFTER es una granja de cadáveres. No es la que me queda más cerca, nunca he estado en Australia ni he expresado un interés particular en ir: el lugar perfecto para desaparecer. Además, en el AFTER nadie quedará traumatizado al verme.
En los foros averiguo que el AFTER es fácil de infiltrar. En el hilo r/forensics me entero que han tenido problemas con algunos cadáveres que han sido contaminados o movidos por intrusos, en parte porque los terrenos de la granja están en una zona con pantanos y manglares difíciles de cercar. En r/urbanexplorers he ubicado exactamente el pantano por el que tengo que vadear para llegar a mi destino final. El principal obstáculo en este punto será no caer presa de alguna de las miles de especies de animales peligrosos del outback australiano. Ese sería el peor de los casos, pero para entonces me habré despojado de todo indicio de mi identidad, así que tampoco sería una falla total.
Algunos de los experimentos de la granja están disponibles en línea. El YLuw.03 es un cadáver que se mantiene sumergido en una plataforma de metal de manera ininterrumpida durante al menos diez meses, ahora está en su primer trimestre. Está en una parte alejada del pantano donde no hay cámaras de seguridad. Al estar en agua turbia y para garantizar que se mantenga imperturbado, los monitoreos se llevan a cabo sólo con fotografías generales de la zona y de la parte externa de las poleas de la plataforma.
Es ahí donde dejaré mi cuerpo. Voy a sumergirme y atarme a la parte de abajo de la plataforma, de esta manera seré invisible por al menos los siguientes dos trimestres del experimento. Hace días que noté que mi respiración ha cesado; es imposible saber a ciencia cierta cómo funciona esta muerte lenta pero he hecho pruebas en la bañera y puedo mantenerme bajo el agua mientras no me gane la ansiedad. Estoy preparando un coctel de narcóticos que al menos asegure que perderé la conciencia una vez ahí y también cortes estratégicos para drenar lo que sea que sigue corriendo por mis venas. Algo de eso funcionará.
Si todo sale bien en unos meses, todo lo que quedará de mí serán anécdotas de quien me conoció y un nuevo caso que alimentará el acervo de los foros y expedientes que tanto disfruté: la Jane Doe del AFTER.
Ilustración de la autora