por Bladimir Ramírez
La mancha roja en el piso blanco de la cocina crecía igual que la tensión y los gritos de Alejandra. Después de fingir que había recuperado la calma, lo primero que le dijo a su hermano es que no iría a la cárcel. “No te voy a demandar, no tienes nada de qué preocuparte”. Pero Pablo tenía la cabeza llena de piedras calientes. Todo en él era un temblor, un grito encerrado. Además, tenía ganas de llorar y no podía hacerlo, sentía que un hombre en su situación no tiene ese derecho. “Ya me voy, Ale, te llamo en la noche”. Un hilo de voz era lo único que le quedaba. Antes de cruzar el umbral de la puerta, escuchó la voz de su hermana “No regreses, Pablo, todo sería más fácil si ya no nos vemos”. No dijo nada, no volteó hacia atrás, sabía que tenía que irse, que, en situaciones como esa, sólo la distancia sirve.
Le costó trabajo encender el motor de su carro. Al ver que sus manos temblaban y olían a talco de bebé, un sudor frío le recorrió la espalda. Sentía que una parte de él había muerto esa tarde y que había perdido a Alejandra. Antes de esa tarde, imaginó que vería a su hermana envejecer, que siempre estarían juntos. Pero la vida es un pedazo de hielo puesto al sol.
Después de unas pocas cuadras, reconoció que no podía manejar. Se estacionó afuera de una iglesia. Quiso entrar al templo, decirle al padre lo que había ocurrido, decirle que fue un accidente, que él jamás se perdonaría, que toda su vida sería una penitencia. Quiso que alguien lo escuchara sin juzgarlo, pero, estaba seguro, nadie podría entenderlo. Ni su madre, si siguiera viva, podría perdonarlo.
Sentado detrás del volante, encendió la radio. “¿Qué vas a hacer, Pablo, ¿qué vas a hacer? ¿Cómo vas a seguir adelante?” Pensaba en silencio, buscando una respuesta, pidiendo a Dios un milagro o una máquina del tiempo.
Le incomodó estar en el estacionamiento del templo y sentir la mirada acusadora de las ancianas devotas. No podía hacer contacto visual con aquellos rostros piadosos y arrugados. Sentía que la gente estaba enterada de lo que había pasado, que pronto toda la ciudad sabría lo que pasó en casa de su hermana. En un momento así un hombre necesita a su madre, a su hermana o a una novia, a un amigo, pero Pablo estaba solo en el mundo. Seguro de su soledad y de su culpa, decidió irse a su casa, hacer una maleta, subir algunas cosas a su coche y dejar todo atrás. Dejaría de existir en un lugar libre de recuerdos donde él no fuera nadie.
Antes de entrar a su casa, revisó su teléfono. No tenía mensajes ni llamadas perdidas. El silencio de la tarde le pareció un anticipo de lo que sería su vida. En su casa, sintió la presencia de su familia en cada rincón. Era una presencia lejana, como un barco visto desde la orilla que cada vez parece más pequeño. Las fotografías y los muebles viejos eran azotes a la consciencia. “Mamá, hoy maté a tu nieto”. Eso tendría que decirle a su madre si siguiera viva, eso tendría que decirle a todo el mundo. “Hola, me llamo Pablo y maté a mi sobrino, un bebé de tres semanas”.
La muerte de Benjamín habría de seguirlo el resto de sus días y sus manos estarían eternamente manchadas y con olor a talco. Con ese aroma a fragilidad y vida que tienen los bebés.
Mientras guardaba su ropa en la maleta más grande que encontró, Pablo pensó en su hermana, se había quedado sola en esa casa, quizá llorando, quizá enloqueciendo. No era para menos, la muerte de un hijo no tiene nombre. ¿Qué clase de mujer era Alejandra? La muerte de su hijo habría de revelar el rostro más honesto de aquella madre primeriza. Imaginó a su hermana, inconsolable, enterrando un ataúd blanco. El sólo imaginar los gritos de Karla lo sumergían en un pozo lleno de serpientes. “Tienes que irte, Pablo, tienes que largarte hoy mismo”.
Recogió apenas lo esencial, nada que le recordara demasiado a Alejandra o a su mamá o a Benjamín. Cada que por su mente pasaba esa palabra: Benjamín, Pablo sentía cuchillos desgarrando su cuerpo desde adentro. Pensó en Alejandra cuando estaba embarazada, en ese vientre redondo, lleno de esperanza. Antes de esa tarde la vida de su hermana iba bien, matrimonio, trabajo estable, casa nueva y la maternidad. Pero todo puede romperse el día menos pensado. Pablo hizo añicos su vida y la de su hermana y la culpa lo obligaba a desaparecer, y hacer lo mismo que Beni; convertirse en un recuerdo enterrado.
“Qué bueno que no puedes embarazarte, cabrón, no aguantarías, es más, ningún hombre aguantaría”. Pablo fue testigo de cómo el cuerpo y la vida de Alejandra se hacían redondos. Y ahora, todo lo que antes había sido plenitud, todas las esperanzas depositadas en aquella vida infantil, desaparecían.
“Si es niña, quiero que se llame Andrea, como mi mami”, decía Alejandra antes de saber que ella y Martín tendrían un niño.
“¿Y si es niño le vas a poner como su papá?”, preguntaba Pablo.
“No, no quiero que sea tan corajudo como el padre, ni tan amargado”.
“¿Cómo le vas a poner si es niño, pues?” Pablo esperaba que dijera su nombre, que su hermana le diera esa satisfacción.
“Beni”.
“¿Beni?»
“Benjamín, pues, pero yo voy a decirle Beni” decía Alejandra con cierto orgullo, presintiendo que tal vez tendría un niño que se llamaría Beni, un niño al que no podría regañar, que no vería caminar ni andar en bicicleta. Un niño que no la vería envejecer, que no la cuidaría cuando fuera una anciana. Un niño que no la haría abuela, un niño que no sería realmente un niño. Un niño que sería una tristeza enterrada en lo más profundo de su memoria.
¿Cómo borrarse la mente? ¿Cómo olvidar a su hermana y a su difunto sobrino? Era un hombre todavía joven y tal vez, con el paso de los años, podría superar aquel incidente, recordarlo sin sentirse un asesino. Aunque había sido su culpa. Y eso no podría olvidarlo.
“Cuídame un ratito al bebé, voy al baño”. Esa frase, del todo inofensiva, era en realidad una sentencia de muerte. Pablo ignoraba que su vida estaba a punto de romperse.
Nervioso, con el cuerpo lleno de miedo, cargó a su sobrino. El bebé estaba tranquilo, casi dormido, visto tan de cerca, Beni estaba lejos de ser una persona. Era la cosa más frágil del mundo, la más vulnerable y también la más importante. Los minutos en los que Alejandra estuvo en el baño se sintieron eternos. La mente paranoica y fatalista de Pablo sólo podía pensar en tragedias. Un incendio en la cocina. Un secuestro exprés. Una balacera en la calle. Imaginó muchos escenarios, excepto la caída. No imaginó el infanticidio, el crimen familiar, el odio de su hermana.
Alejandra salió del baño con las manos mojadas. El agua y el miedo hacen que las manos fallen, que los accidentes sucedan. El bebé giró antes de caer. Antes de resbalarse de las manos de su tío y de su madre. Lo primero en impactar el piso de la cocina fue su cabeza. La parte trasera de su cráneo crujió como un temblor recién nacido. Alejandra gritó con todas sus fuerzas, con toda su rabia, con toda su tristeza. Segundos después, aquella mujer descubrió que su hijo acababa de morir. Y que todo era culpa de su hermano.
Sin saberlo en ese momento, la vida de los tres acababa de terminarse. Ni ella ni él tendrían el milagro de la amnesia ni el perdón. Fueron tres los cráneos que se fracturaron en el piso de la cocina, los tres, al mismo tiempo. Antes de cerrar con llave la puerta de su casa, Pablo pensó que prefería pasar el resto de su vida en la cárcel, prefería que su cuñado lo matara a patadas, como se mata a un perro enfermo, prefería desaparecer y no seguir con el aroma a bebé pegado a la nariz.
Antes de salir a carretera, Pablo llamó a su hermana, pero ella no contestó. ♣
Bladimir Ramírez (Zapotlán, 1996) es estudiante de Letras Hispánica en el Centro Universitario del Sur. Ha participado en congresos nacionales, como el CONELL (Morelia 2018), el CONACREL (San Luis 2018) y el EIELLZ (2018). Ha tenido menciones honoríficas en concursos literarios universitarios. En 2019, su cuento «Libertad del conejo blanco» fue incluido en la antología Si era dicha o dolor, de Editorial Paraíso Perdido y La décima letra. Su cuento «Muñecas» fue finalista del concurso internacional de cuento Juan Rulfo 202.