Nada hay más regocijante que el reencuentro con una parte de una misma que se da en sueños, fragmentos de una, personas queridas que se han ido, hábitos, señales de lo que somos aún en sueños. La maravillosa Elma nos comparte este sueño en rush y un cuento suyo sobre las fiestas de Halloween en que el con su original maestría mezcla en dosis perfectas diversión y tristeza.
—Maricela Guerrero
Sueño:
Estoy en una fiesta. Hay música, tragos, cuerpos que se aprietan unos contra otros. Busco a mis amigas. En el mundo onírico todavía fumo aunque en la realidad dejé de fumar hace casi siete años. Trato de prender un cigarro y no sirve mi encendedor. Me pasan una punta de coca. El rush me pega y se me olvida que quiero fumar. Sigo avanzando entre los fiesteros, tratando de enfocar en esa penumbra mis pupilas dilatadas. No me doy cuenta pero juego con el cigarro entre los dedos y voy dejando un rastro de tabaco, como Hansel y Gretel dejaban migas por el bosque. Creo reconocer un mechón de cabello y toco la espalda de una chica, segura de que es una de mis amigas. Y lo es. Es una amiga del pasado. Alguien que fue importante en mi vida pero un día ya no. Camino y toco a alguien más. Es otra persona con la que ya no hablo y de pronto estoy rodeada de amigxs de otra época. Personas que quise y se fueron. Personas que dejé de querer. Personas que dejaron de quererme. Alguien me da una cerveza, es un amigo que murió en 2014. Alguien me da una pastilla, es una amiga que murió en 2020. Alguien pone mi canción favorita. Todxs bailamos.
I DID IT AGAIN
La celebración de Halloween siempre me ha parecido la más entretenida de las gringadas estúpidas. Los disfraces, el azúcar hasta el coma diabético, el dulce o truco que autoriza las travesuras. Tener permiso para portarse mal. Esa perversidad de mentiras que se concentra en la saga clásica de Michael Myers y que debajo de tanto slasher, si se pone atención, más que miedo lo que da es pena. En el existencialismo weird de Donnie Darko y ese piano doloroso del mejor cover de la mejor canción del mundo. Incluso en las pelis esquizofrénicas de Rob Zombie. Pero sobre todo me gusta Halloween por lo mucho que tiene real. Desde el anónimo hombre de los dulces que pone arsénico, vidrio molido, agujas y navajas de afeitar en las golosinas, a las desapariciones de niños cometidas por aquellos que bajo la sábana de un fantasma, se valen de leyendas urbanas para saciar sus pulsiones.
Y por encima de cualquier cosa adoro Halloween por el sexo. Aunque la creencia común es que Halloween va de calaveras, sangre, calabazas o muerte, si acaso algo ocurre de verdad en Halloween es el sexo. El sexo en cada una de sus desconcertantes manifestaciones. Yo no conozco algo más cercano a la vida que pueda haber. Los resuellos, los ímpetus, las torpezas, las caricias que por más cuidadosas que sean en el fondo se mantienen en el límite de lo violento. Qué cosa más vital que un cuerpo tangible, absoluto, sólido, acompasando su respiración entrecortada contigo. Concentrando los latidos de su corazón más allá de tu pecho y su propio torso. De su cadera a tu rodilla, de tu cuello a la palma de su mano, de tus muslos a su espalda, de sus pies a tus nudillos. No puedo pensar en nada más armonioso que dos cuerpos peleando por verse ensamblados.
A eso voy a las fiestas de Halloween, sin disfraz, solo vestida de negro para que me confundan con quien quieran, con una de las jóvenes brujas, con Merlina Adams o la nueva Sabrina, me da igual. Lo que busco es alguno con las agallas para homenajear a Brandon Lee en “El Cuervo” o con bastante humor para hacer de Patrick Bateman. Tampoco me molestaría una Tokio en mono de trabajo y máscara de Dalí o una chica lo suficientemente Winona pero con una condición: ninguna de sus versiones del cine. Prefiero a la cleptómana en fedora dopada a tope con diazepam o la dispuesta a entregar doscientos mil dólares por el regreso de Polly Klass, la niña secuestrada en su casa en plena pijamada y estrangulada hasta la muerte luego de pedir, según el asesino, que por favor no le hiciera lo mismo que le hacía su papá. Una pesadilla retorcida tan digna de Halloween que ocurrió también en octubre, el día primero del mes.
Podría salir a hacer esto con amigas pero Halloween me gusta para mí sola y me funciona mejor así. Me siento empoderada, al acecho, un poco cazadora. Cada año elijo un área específica de la ciudad alejada de mi zona regular y deambulo. Rondo manteniendo la velocidad mínima del coche. Atenta. Las calles se llenan de familias, grupos y parejas disfrazadas a juego. Allá están unos vikingos que invirtieron bastante en las barbas falsas y un ejército de naipes salidos del País de las Maravillas. En el semáforo cruzan Dorothy, el mago, el hombre de hojalata, el león cobarde y un horrible chihuahua miniatura que pretende ser Toto. “You’re not in Kansas anymore”, digo en voz alta y acelero pasándoles mentalmente por encima. El auto de atrás me apresura con el claxon y doblo la esquina hacia donde van los expatriados de la tierra de Oz. Un par de bloques adelante, llegamos. Es un jardín con alberca, terraza, bola disco, bar, meseros y Dj. Nada mal.
No tengo rituales ni ceremonias, solo me cuelo en la fiesta al cobijo de la euforia ajena resguardada por la confianza de que si nadie me conoce, puedo fingir que estoy con cualquiera. Reviso mi bolso antes de pedir una cerveza. Condones, poppers y un anillo vibrador nuevo. Me siento triunfal. El mesero me entrega un tarro de dos litros en el que flotan tres ojos de plástico. Recorro el sitio con la vista y soy consciente, de golpe, de que cometí un error de novata. Se trata de esa clase de fiesta. Allá están Sporty Spice y Miley Cyrus con la peluca lila del peor Black Mirror haciendo twerk con el coro de una balada. Y hay conejitas, ángeles y muñecas de trapo genéricas, seudo sensuales, chapoteando en la alberca con superhéroes que no soy capaz de nombrar. Ahora pasaré los próximos minutos, porque no me iré sin beberme este trago, ahuyentando a los Jack Sparrow y a los mimos franceses.
Qué pereza. Escapo de uno con colmillos postizos que intenta explicarme algo sobre Drácula con dos frases tan ininteligibles como babeantes refugiándome en la fila del baño, que, por supuesto, es monumental. Todavía no es medianoche. Creo que aun puedo salir de aquí para encontrarme un Freddy Krueger. Fantaseo con el Ryu del año pasado y su Hadoken en el asiento trasero de mi coche mientras la fila avanza con lentitud.
Aparecen una princesa Disney y una vaquera con los rostros embadurnados de cocaína. La vaquera se detiene para ajustarse las cartucheras en la cintura y le hago la señal universal para las secreciones nasales tocándome ligeramente la punta de la nariz. Sonríe con unos ojos flamígeros, con las pupilas como de vidrio a causa de los pases. Se relame los restos de polvo de la cara con la lengua y me ofrece una diminuta y rellena Ziploc. La tomo y la vaquera lanza un sonoro “Yee-haw”, en lugar de un “Ajúa”, para irse galopando a bailar “Payaso de rodeo”.
Cuando por fin es mi turno solamente quedamos una pastorcita extravagante y yo, entramos juntas porque se supone que hay dos cubículos pero uno sigue ocupado. Cedo mi lugar a la pastora para arrepentirme de inmediato porque desde el cubículo que me toca percibo unas arcadas contenidas seguidas de un lloriqueo bastante tímido. Quiero orinar, quiero meterme unas puntas de coca y quiero largarme pero en lugar de eso me veo tocando la puerta y me escucho preguntar, “¿Estás bien?”, la vomitona en cuestión se suena los mocos. Toco la portezuela y vuelvo a preguntar. La pastora sale acomodándose las esponjas de los pechos y tropezando con los listones sueltos de su sombrerito de Jane Austen. La vomitona, llora. La pastorcita se retoca en el espejo. Pregunto a la vomitona si necesita ayuda y obtengo más mocos por respuesta. Le informo que abriré la puerta. Creo que se niega pero como no le entiendo entre los sollozos, dejo mi tarro de cerveza gigante en el suelo y uso la tarjeta con la que pretendía esnifar cocaína para levantar desde fuera la cadenita de seguridad.
El enterizo de plástico rojo es inconfundible. Creo que Britney Spears llora y no puede vomitar por lo apretado de su traje. Le hablo pero se oculta detrás de los postizos lacios de rayos dosmileros muy bien planchados. Mi vejiga me lanza una señal de alerta y si esta chica no se avispa siento que voy a terminar como la Britney del breakdown ahí mismo, con ella, en ese baño. Respiro y la tomo por los hombros. Está hecha una piltrafa con las venas de las mejillas reventadas por el esfuerzo y los ojos hinchados, lo que sumado al efecto de las sombras blancas con el delineador escurrido, la hace parecer una zarigüeya.
“Tlacuache”, dice la pastora, porque sin darme cuenta le dije zarigüeya a la llorona en su cara. “Las zarigüeyas son los tlacuaches, es lo mismo”, repite. Britney y yo la vemos y ella nos mira a nosotras recargada en la parte curva de su bastón para ovejas. Después Britney y yo nos volteamos a ver y casi suelto la bolsita de coca de la impresión.
Britney se me echa encima y le sobreviene un nuevo ataque de llanto. Es mi prima Nela. Una prima con la que no tengo relación y jamás convivo porque desde niñas fuimos muy diferentes. Nela es ese tipo de persona con una ridícula propensión hacia la alegría. Justo lo más extraño de esta situación es, precisamente, que esté llorando. Nela se recompone un poco y ella y la pastora aspiran la cocaína de la vaquera mientras yo, por fin, orino. Nela aprovecha y se toma el resto de mi cerveza caliente. Al salir del cubículo para lavarme las manos le está contando a la pastora que yo soy su prima la rara. Me pasan la coca y la escucho decir que de seguro estoy en la fiesta buscando con quien coger. Tiene uno de los ojos de plástico que flotaban en el tarro en la boca, lo mueve con la lengua mientras habla y lo sostiene entre los dientes. Se ríe y casi se atraganta pero recupera el ojo y lo muestra cuando me dice que es información del dominio público porque mis amigas hacen chistes en redes sociales todo el año.
Pienso “temor, horror, alarma” de pie con cara de imbécil cuando Nela pasa el ojo falso de su paladar al escote de la pastora, como si fuéramos una versión muy bizarra pero moderna de las Grayas griegas. Su aliento avinagrado flota un segundo en el ambiente cuando dice: “También lo sabe la abuela”. Ella y la pastora se ríen otro poco de mí hasta que la pastora sugiere que hagamos unas líneas. No es mala idea pero no damos con una superficie que no parezca contaminada de alguna enfermedad venérea. Nela, borracha, se da una nalgada y nos ofrece su trasero liso de polivinilo brillante. Vaciamos lo que queda en la mini Ziploc y la pastora toma una foto que resulta una mancha roja con dos estrías desenfocadas en su cuenta de Instagram, pero la festejamos antes de esnifar y lamer para no desperdiciar nada. Una cuadrilla de monjas y enfermeras kinky entra en tropel y nos vamos de vuelta a la fiesta. La pastora se aleja. La veo usar el bastón para jalar y toquetear gente dando saltitos. Decido que he tenido suficiente y busco a Nela para despedirme pero está peleando con un mesero que ya no quiere darle más tragos. Hace bien.
Le paso un humilde billete de veinte pesitos al buen hombre y siento a Nela en una mesa lejos del bullicio. Sopeso si será bueno averiguar quiénes son sus acompañantes pero ella me lo cuenta sin que yo se lo pregunte. Llegó sola. Está embarazada. Embarazada y el padre es el falso hombre de hojalata, disfraz que le queda muy bien por lo del estaño y la ausencia de corazón. El falso hombre de hojalata la ha dejado por Dorothy que es la ex mejor amiga de Nela y Nela vino a confrontarlos pero se le atravesaron las náuseas. Nela llora porque ella sería Dorothy y la ex amiga, la Bruja del oeste, pero hasta en eso la traicionaron.
Trato de reconfortarla con mentiras de nuestra infancia y mientras miento recuerdo episodios que son verdad. Nela y yo correteando disfrazadas del dibujo animado de moda. De pequeñas cavernícolas. De las gemelas de “El resplandor”. Nela, que conseguía los mejores dulces, compartiendo generosa su botín de chucherías conmigo. Entonces la consuelo sinceramente y le limpio las lágrimas. No sé y no me importa si querrá dejar crecer ese montón de células en su cuerpo mañana en la resaca, pero la aliento a poner en su lugar a esos dos desleales que parecen muy felices en la orilla de la alberca.
Si obviamos el maquillaje deshecho, Nela está deslumbrante. Le aliso la superficie del crepé y le pongo algunos cabellos sueltos detrás las orejas por la nostalgia de los triki-trikis y allá vamos.
Cuando pasamos junto a la pista suena la “Tusa” y Nela grita que es su canción. Me arrastra delante del Dj para ponerse a bailar. En realidad no baila, solo berrea que le da una depresión tonta. El Dj y yo hacemos contacto visual. Es guapo como un Morrisey joven y me guiña el ojo. Sonrío como si hubiera perdido mis habilidades de controlar la motricidad fina, así que antes de avergonzarme más a mí misma, me llevo a Nela en la parte de Nicki Minaj.
“Ay, Nela, tú también habrás hecho toro este llanto por nara” pienso cuando estamos frente a Dorothy, que tiene el mismo rostro artificial de JonBenét Ramsey y nos mira con descaro y prepotencia. El hombre de hojalata es minúsculo, apocado, Nela se merece por lo menos al Thor fisicoculturista que sale del agua sacudiéndose como San Bernardo rabioso porque, sí, Nela acaba de vomitar el agua clorada de la piscina riñonera.
Hay gritos de asco y caos suficiente que aprovecho para darle un puñetazo a Dorothy, que cae de rodillas pero tiene la audacia de tratar de remolcarme de una pierna. La pateo y el hombre de hojalata me planta cara un segundo pero es atacado por el bastón de la pastora, y cuando el león y el mago están por intervenir, la vaquera y la princesa Disney emergen como si fueran nuestra caballería.
Dorothy llora exagerando sus heridas y lanza amenazas de abogados. Nela sigue vomitando. La vaquera y su amiga someten a los tipos sin problema. Salvo los damnificados de la alberca, el resto de los asistentes ignora el zafarrancho hasta que aparecen las luces estroboscópicas de la policía. Dorothy es tramposa y se ensucia de más para hacerse la mártir con los agentes que ya desalojan el sitio. La pastora atiende a Nela. Debajo de un vaso de plástico, el chihuahua miniatura tiembla, no sé cómo es que nadie lo ha pisado. Lo tomo por el cuello y le pongo el anillo vibrador como si fuera un salvavidas. Lo elevo al aire para mostrárselo a Dorothy que suelta más amenazas en medio de su declaración. Le tiro un beso. Dorothy enfurece tanto que parece a punto de una apoplejía. Arrojo a la alberca al animal.
Dorothy empuja al oficial que la entrevista para rescatar al bicho y su caída en el agua sucia provoca una pequeña ola de vómito grasoso que el perro lengüetea como si nada. Del otro lado, el Dj tiene unos cables en la mano y hace el ademán de meterlos al agua para electrocutarlos. Hasta se sacude brevemente para hacer más verosímil su actuación. Creo que estoy enamorada. Los últimos fiesteros recogen sus abrigos y comen manzanas de caramelo. Los policías están pescando a Dorothy y sé que en cualquier momento seré esposada.
Me acerco al Dj, intercambiamos números con rapidez y pido una complacencia final. La versión original de “Mad World” de Tears for Fears. Sé que el Dj aprueba mi gusto musical y que tal vez todo esto se la haya puesto un poco dura. En conclusión ha sido un gran Halloween. Nela y yo bailamos abrazadas a la espera de que me lleven a la comandancia. Y sí, de alguna manera lo encuentro un poco divertido y de alguna manera también un poco triste.*
Actualmente…
Estoy tratando de escribir una tesis doctoral y a veces hago notas para los cuentos que escribiré cuando la termine.
Sueños futuros
No me gusta soñar. Me agota mucho. Cuando sueño no descanso. Además, si los sueños son felices, me deprime despertar. ♣
*»I DID IT AGAIN» se publicó en 2020 en la antología Resaca: relatos rescatados, de la editorial Agujero de Gusano.
Fotografía de Paulina Sánchez
Elma Correa es narradora. Escribe cuento y crónica. También coordina un encuentro internacional de escritores y gestiona la cuenta de @habitaciones_propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. Tiene tres gatitos de nombres pretenciosos: Calypso, Perec y Molloy. Nitro/Press publicó Que parezca un accidente, su primer libro de relatos.