Hacia ningún lugar

 

 

por Haydé Sicardi

 

Siempre pienso que viene algo mejor. Escucho en mi cabeza: los errores son aprendizajes, cuando se cierra una puerta se abre una ventana, todo pasa por algo. Me caigo, me levanto, me sacudo. Pero hoy quiero saber hasta cuándo.

  Veo la palma de mi mano izquierda, las líneas que la surcan. Una raya comienza entre el pulgar y el dedo índice, crucecitas entrelazadas que se vuelven una sola línea en picada hacia el extremo contrario de mi mano. A la mitad, la raya se rompe y continúa en otra línea independiente. Una vez me dijeron que esa era la línea de la vida y que esa rotura representaba un cambio, algo importante que iba a pasar. De adolescente me preguntaba qué sería, si un gran amor o una aventura. Ahora la veo y solo sé que ya pasó. Estoy en el trayecto de la segunda línea, la que me lleva hasta el final. 

  Subo y bajo los catorce escalones de mi casa unas quince veces cada día, llevo a Mika —mi perra— a pasear al mismo cerro, saludo a las mismas personas, uso la misma ropa. Cuando me siento sola, hablo con mi ex. En el restaurante pido el mismo plato de noodles y en el bar me ofrecen una copa de vino rosado cuando hace calor o una de vino tinto si parezco estresada. Me veo en el espejo y soy la misma pero cada vez me gusto menos. 

  Hoy recibí un correo: «Gracias por participar», decía, «buena suerte en tu búsqueda». Buscar un trabajo es como querer montarse a un tren en movimiento, vivir cambiando de vagones, hasta encontrar uno en el que pueda viajar sin querer volverme a cambiar, hasta que la línea llegue a su final.

  Y yo solo quiero pasear, pero este mundo me da mareo. Escucho la canción en un loop. ¿Por qué no se vuelve mejor con el tiempo? Me estoy quedando sola de nuevo. 

  Y a veces estoy en la punta de un cerro verde, sentada en una silla blanca entre cientos de sillas blancas con cientos de personas de distintos colores sentadas en ellas, todos vemos hacia el mismo lugar, guardamos silencio y dejamos que la música y el cielo y el mar y las siluetas de los edificios contra el cielo oscuro creen una burbuja invisible.

  O me bajo del carro, me quito las chanclas, corro en la arena caliente y meto los pies en el mar frío y sigo caminando mientras el agua me llega a las rodillas, luego a la panza, a los hombros, hasta que me tapa la cabeza y abajo no escucho nada más que esta cosa grande, mojada y azul que lleva aquí desde siempre y que seguirá cuando no estemos.

  Luego recibo una notificación en mi celular. Luego llega un cumpleaños. Luego las amigas se casan o las ascienden. Todo planeado. En cambio, mi vida es un rompecabezas que comenzó armado pero que no me gustó, así que lo deshice, perdí piezas debajo del sillón y ahora busco formar una imagen con las que me quedan.

  Hace poco vi una serie de entrevistas a gente en la calle en Nueva York. Les hacen la misma sencilla pregunta: ¿Eres feliz? 

  —No diría que soy feliz, pero tampoco diría que estoy triste —respondió una chica a la cámara, sin mostrar emociones. Su cabello lacio y oscuro caía a los lados de su cara, un fleco inintencionalmente separado en tiras cubría su frente inexpresiva. Unos riendo, otros serios, con distintas palabras pero todos respondieron lo mismo. 

  Nadie es feliz, ¿qué hay de nuevo? 

 —Estás bien. Estamos bien—me dijo una amiga cuando le dije que no sabía cómo cambiar mi vida. No me atreví a decirle que eso era mentira, que yo no estoy bien, se veía tan bonita sonriendo.

  Hay que pagar la renta y la colegiatura, las verduras se comienzan a morir en cuanto las sacas de la bolsa, el carro me exige gasolina y las plantas, agua. No puedo permitirme envejecer, necesito la crema, el suero, el protector solar. Debí haber comenzado con el botox hace años. Y ¿cuál es mi proyecto de vida?, ¿mi ingreso? Di tus tres fortalezas, tres debilidades, tus hobbies, tus medidas. Tienes treinta y cinco, después de los cuarenta nadie te contrata. Tienes treinta y cinco años, te debiste de haber casado hace cinco. Y tu hija necesita un buen ejemplo, sé fuerte, no digas que no estás bien. Mucha gente la tiene peor. 

  Afuera escucho pasar al camión de los bomberos y las patrullas, están quemando trailers, incendiando Oxxos. Pero no pasa nada, no te asustes. Cierra la puerta, pon la alarma, ignora a los soldados que pasan por tu calle con rifles en sus manos. 

  Cinco cosas que puedas ver: la pantalla, las paredes blancas, mis manos, la planta en la maceta nueva azul marino, el cielo.

  Cuatro cosas que puedas escuchar: el ventilador de la laptop, Mika roncando, los pájaros en los árboles, los carros en la carretera saliendo de la ciudad.

   Tres cosas que puedas oler: el aire, los plátanos en el frutero, mi piel.

  Dos cosas que puedas saborear: la pasta de dientes que usé al despertar y el agua que tomo ahora.

  Una cosa que puedas sentir, solo una. Siente, aquí espero.

  Las cosas mejoran a veces y creo que puedo. Me lleno de vida como si fuera Mario y acabara de pasar por uno de esos mundos en las nubes, llenos de monedas, estrellas y hongos verdes. Me siento como yo de nuevo, o al menos como la yo que quiero ser, y comienzo a planear. Incluso abro una app y pienso en subir una foto mía. La elijo, la recorto, le pongo brillo, remuevo imperfecciones indeseables. Busco un caption, algo que decir, y generalmente ahí es donde desisto. Publicar una foto donde me veo buena se siente como pararme en el techo de mi casa y gritar “¡Mírenme!”. Los fueguitos, los corazoncitos y la dosis ñenga de dopamina que viene con ellos no son suficiente para borrar lo que siento después. Soy una profesionista, feminista, madre de familia y contribuyente responsable, ¿por qué aún necesito que me valide un hombre?  

  A lo mejor ya no habrá un trabajo que sea el trabajo, un vato que sea el vato. Quien quita y el tren en el que estoy es el último y ya no tendré chance de cambiarme. ¿Qué tal si mi vida sigue así, tibia, justo como ahora, para siempre?

  Si pudiera volver el tiempo lo haría todo diferente. O no. Cometería los mismos errores y me caería del mismo modo, solo que en distinto lugar. Habría tenido las mismas relaciones pero con caras diferentes. Subiría y bajaría las escaleras, usaría la misma ropa pero de otra tienda y me sentaría en la misma barra de un bar diferente a pedir una copa de vino tinto porque sí: fue una semana pesada. Entonces pasaría el pulgar por la palma de mi mano izquierda, tocaría la línea que tiene el brinco, el espacio en blanco, la oportunidad y me preguntaría en qué momento.

Haydé Sicardi (Ensenada, 1987) es licenciada en derecho, maestra en administración de empresas y se ha desempeñado principalmente como abogada corporativa. Ha sido parte de tres talleres literarios organizados por Relatos del Puerto y El Septentrión.

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*