¿Cuánto falta para que termines?

 

por Asael Arroyo Re

 

Mi abuela me heredó su biblioteca, un montón de libros de fantasía adolescente, guerras entre tribus de gatos y duendes que sobrevivían a la humanidad, y algunos sobre magia, pasos para utilizarla en el día a día, la alquimia en el siglo XX y una introducción para niños que quieren ver más allá de la realidad. Por aburrimiento y por ganas de ver más allá de la realidad, hace poco abrí el de niños y me acordé de Ricardo, el chico de primaria que siempre iba a los concursos de oratoria.

 De nuestro salón era el que mejor hablaba, su dicción era distinta, algo hacía con la saliva que cada palabra estaba como impermeabilizada. Ricardo conocía todas las papelerías de la ciudad porque coleccionaba monografías de Benito Juárez, el personaje del que debía recitar en la mayoría de eventos: mientras los demás hablábamos de futbol, él peroraba sobre Juárez y su papel en la historia no solo de México sino de Latinoamérica; Juárez y su origen indígena en un país que pagaba por matar yaquis; Juárez y la complicada relación con Maximiliano. Tenía una lista de sinónimos de la palabra eminente en uno de esos cuadernos italianos, porque repetir una palabra en los cinco minutos que le concedían era un punto menos. Así que luego de pasar por ilustre, elevado, prócer y egregio llegó a optimate.  No me puedo sacar de la mente que para el último evento de oratoria antes de entrar a secundaria, y que sería en nuestra escuela, se entrenaba recitando trabalenguas en idiomas que ni siquiera hablaba, y que cuando supo que quizá habría preguntas abiertas, comparó las debilidades y fortalezas de cada uno de los presidentes de México con Juárez. El día del evento, un evento aparatoso y patriótico, Ricardo cerró su participación proponiendo a Juárez como optimate de Latinoamérica. El jurado nunca había escuchado el término y le sonó a primate o a una palabra en inglés, y pensó que era una burla hacia ellos, hacia Juárez y, sin quererlo, hacia el mismo Ricardo, que no fue al día siguiente ni a las dos semanas de clases que faltaban del año escolar. En el salón se rumoreaba que nunca iba a volver a ser el mismo, algo exagerado, acabábamos de cumplir doce. 

 Hace cosa de tres años coincidimos en la fila del cine, los dos íbamos a ver la misma película. Llegué media hora antes y él ya estaba allí. En ese entonces el boleto aún no incluía el número de asiento, y me contó que esto lo ponía mal, no le parecía justo que alguien llegara más tarde que él y se quedara con un mejor lugar en la sala. No se lo dije porque no me lo preguntó, pero pensaba lo mismo. Que los dos estuviéramos frente al cordón de entrada sin nadie detrás no era un encuentro improbable, seguíamos en la misma pequeña ciudad de cuando éramos chicos, pero nunca habíamos vuelto a conversar más allá de un saludo en la calle. Era obvio que habíamos cambiado, pero en Ricardo no era tanto el físico, sino su voz áspera, como si desde hace días no hubiera bebido nada. Cuando empezamos a hablar y supimos que ninguno de los dos tenía hijos y que vivíamos con nuestros padres, surgió cierta complicidad que no había habido, quizá por eso me animé a preguntarle si en verdad había sido tan duro como habíamos imaginado aquella vez que perdió en el concurso. Fue fulminante, me dijo, desde ese momento el mundo me dejó de quedar, como una prenda siempre una talla mayor o menor, ¿me entiendes? Me hubiera gustado decirle que lo entendía, que para muchos las cosas no fueron fáciles, a pesar de nunca ser expulsados de un concurso, pero parecía que era un tema del que llevaba años sin hablar o incluso sin pensar, y cuando llegó una chica con una de esas gorras bobas con el logo del cine para abrir la puerta de la sala, al entrar nos detuvimos en el pasillo antes de las butacas desde el que se veía sólo una esquina de la pantalla. Ricardo tenía la cabeza baja y le resplandecía la línea con que se dividía el pelo por la luz de los comerciales proyectándose, se sacudió no sé qué cosa y dejó de ver al piso y me dijo que le pidió a sus padres que lo inscribieran en una secundaria lejos de la colonia porque no quería que nosotros, los de primaria, lo volviéramos a ver, no por odio hacia sus antiguos compañeros sino por la sensación de fraude que le envolvía la cabeza como una toalla hirviendo. Una noche, me dijo, mi mamá me llevó un kit para aprender a hacer magia, incluía una baraja y un sombrero, y de ahí en adelante los días me volvieron a quedar, ¿me entiendes? Sí, sí, te entiendo, le dije, porque lo entendía y porque la película ya había iniciado. Me quería volver loco, más o menos unas cincuenta personas nos habían pasado de lado. Ricardo me agarró del brazo, me vio con la misma manía de cuando la profesora de historia hablaba mal de Benito Juárez y me dijo no, no me entiendes. Ahora trabajo como mago de fiestas infantiles. Hablo muy poco en mi acto, ya no me salen las palabras, y luego los niños me ven como preguntando cuánto falta para que termines,  y a los papás les tengo que pedir con antelación que me guarden un platillo de comida. No, no lo entiendes. Pensé que Ricardo me dedicaba la misma mirada con la que había visto al jurado después de que lo descalificaran y me fui sin despedirme a buscar un asiento. Me hubiera gustado decirle que en las tardes intento escribir y que no somos tan distintos.


Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) es licenciado en la carrera de Derechos Humanos y Gestión de Paz, por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dirige y edita la revista digital El Septentrión. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016 en el rubro de periodismo cultural. Fue becario del PECDA en el 2020 y es maestro en antropología social. Actualmente, da talleres de escritura de no ficción y cursa un doctorado.

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