Intervención a Rimbaud

Apreciemos sin vértigo la inmensidad de mi inocencia.

Una temporada en el infierno, Arthur Rimbaud

 

Esto lo sé —pero no me preguntes cómo.

Hay una palabra mágica que deletrea*                                                            (*a spell)

la combinación del candado. Hace click,

el sonido cuando algo por fin embona, se disloca o se fragmenta.

Si alguien la conoce por favor 

dígamela.

No es para mí. Es para ti, mi amigo.

La mente cloaca.

 

Pienso que una idea expira, y si no se le excluye

arruina a las demás. El moho pasa de un fruto a otro,

la contaminación de mi confianza.

Un huerto de consignas.

Frutos pero sin semilla, la desilusión de la rosa. 

 

No hay peor tesis que la que se pudre.

La pregunta que se desmorona porque ninguna respuesta me apetece.

¿Qué hago entonces?

 

Cuando uno lee “Autorretrato en espejo convexo” de John Ashbery

es como pedirle un aventón al tren bala,

como si te aferraras al filo de uno de sus vagones de puro milagro y sin que te arranque

      los brazos de su cuenca.

Es el simulacro de la mente que no se detiene.

 

Yo no puedo escribirte así, con esa potencia ni con ese candor, por exceso de distractores.

Uno de ellos es

 

el miedo que tengo a no decirte lo necesario ni lo suficiente.

Soporto la sabiduría del exceso pero

jamás el remordimiento por quedar corto

 

                                            porque existe una brecha 

             entre describir lo que sientes                                        y confirmarlo.

             Todo sentimiento es legítimo                                      pero no así su descripción.

Por ejemplo: eres una mansión después del incendio,

                monolito que colapsa al indicio de tacto,

                          un boceto hecho en polvo para algo que ya no existe.

 

Háblame de la cruz en tus sueños.

Dime si la llevas alrededor del cuello o sobre la espalda.

Dime si marca un lugar, tacha un error,

está de cabeza

o si algún santo está en ella todavía

cruzado de brazos

en espera de que lo bajes y te disculpes por tu mala sangre.

“Je suis vraiment désolé!”

Dale un

             pa

                 ra

                     caí

                          das

                                para que llegue a salvo a la siguiente estrofa de su propio

             poema.

 

Pagano, respeta la ley

de la gravedad o de lo contrario caerás

en el mismo error de todos los días.

 

¿Qué derecho tengo a decirle que todo estará bien?

El mundo te niega un lugar en la mesa a cada oportunidad,

                pero tendrás uno aunque me quede de pie

y tolere por un par de horas el dolor en las rodillas que tú sufres todos los días.

Será mañana. Tal vez no este mañana ni el mañana de mañana,

                pero seguro que algún mañana. 

No te disculpes por alimentarte de mentiras.

Al contrario, fuiste sabio al encontrar ese sustento.

Te condujo y te salvó.

El adicto corre con suerte cuando encuentra una obsesión.

Llena tu estómago aunque sea con pasteles de lodo

con tal de que no te vayas.

No pierdas la voluntad.

Tengo tantas cosas que preguntarte.

¿Dejarás que me conozca a través de ti?

Quiero ver lo que tus ojos vieron en aquella foto a los diecisiete,

la que me recuerda a la osadía de Jeremy de Pearl Jam antes de jalar el gatillo,

a riesgo de que pierda la cordura o mi corazón se despedace [otra vez].

Tu reflejo en el lente de Carjat.

 

Tu expresión de maniquí, tu corbatín chueco,

el cabello un sesgo de niñez.

 

Es la mirada de las mil yardas para 

una guerra que dicen no merece pelearse o ni siquiera existe

 

(Porque no es tu lucha: es tu vida.)

 

Tal vez te despedías del pequeño Arthur

(¿cuál de los dos es el que se fue?)

Tal vez sólo viste un muro de ladrillos

y el socorro en los brazos de Verlaine.

 

Temo que me lo expliques y siga sin entender.

Agradecerás el intento y quedaremos como un koan

que contemple la ahoredad del imposible

y la impermanencia del entendimiento,

el arranque de una nueva tradición oral

compuesta de fracasos y accidentes.

 

Ayúdame a ayudarte.

 

Dime qué quieres que te diga

 

      o indícame el camino, al menos.

 

De lo contrario soy el ingeniero que construye una presa

sin consultar al río. “Es por tu propio bien.”

 

Es como si en el desacierto de habitar otras identidades

me acercara a reclamar la mía.

En aquello que pude ser indico 

quién soy ahora

 

En la alteridad está el negativo del retrato de mi propia inocencia,

del terror que precede al rugido y al derrumbe.

 

No puedo obligarte y mi corazón es demasiado blando como para ponerte condiciones.

Sólo prométeme que aceptarás esta ayuda, al menos para

aplacar la incertidumbre y convencerme de que hice lo suficiente.

 

Fotografía de Julián Zepeda

Joaquín Alberto Pineda (1987) es un escritor bajacaliforniano. En el 2012 recibió una mención honorífica en el Premio Municipal de la Juventud en la categoría Mérito a actividades artísticas. En el 2018 y 2019 colaboró con notas culturales en el periódico La Voz de la Frontera. En el 2020 fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Baja California en la categoría Jóvenes creadores. Describe su interés en la producción y el consumo de literatura como una lucha contra su propia irrelevancia. Actualmente es profesor de bachillerato impartiendo las materias de Inglés, Literatura y Temas de filosofía, además de ser colaborador en Radio UABC.

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