Cada vez que el excusado se atascaba con las raíces de la higuera, Míster Baño venía a casa, metía el brazo al fondo y las sacaba una por una. Era común que Míster Baño nos visitara: la higuera estaba en nuestro patio trasero y tenía tanto tiempo ahí que las raíces se extendían por debajo de toda la propiedad. Así que cada ciertos meses yo le abría el portón a Míster Baño, él cruzaba con su camioneta azul jabón de polvo, se encerraba en nuestro baño, peleaba contra la naturaleza y ganaba. En una ocasión, luego de dos horas de luchar contra las extremidades del árbol, con las manos raspadas por las partes puntiagudas de las raíces y su overol empapado, mamá le dio un par de cervezas para agradecerle. Míster Baño se sentó en el comedor y, conforme bebía, se puso contento, después eufórico y acabó muy triste, agarrado de las piernas de mamá, como un niño colgado de una manta. Luego de que ella le suplicase que se parara, Míster Baño se levantó e intentó besarla. Mamá enseguida lo apartó.
Mister Baño salió hacia el patio y se tiró sobre una de las mesas de plástico donde tomábamos el sol los fines de semana. Cerró los ojos un buen rato, tanto que parecía dormir, pero algo me decía que pensaba. Cuando los volvió a abrir fue por la manguera, se mojó la cara y se frotó el cuello, luego tomó uno de los higos de nuestro árbol y comió.
Ya con otra cara, Míster Baño tocó la puerta y mamá abrió. Él se quitó el sombrero con una mano, se lo llevó a la espalda y con la otra sacó un pequeño peine rojo y se lo pasó por el único mechón que aún le quedaba a mitad de la cabeza. Pidió perdón. Mamá torció la boca y le cerró la puerta en las narices. Se volteó hacia mí, me pellizcó el brazo y supe que debía correr hacia el portón para que Mister Baño se marchara cuanto antes.
Cuando me encaminé hacia al portón, Míster Baño ya estaba sentado frente al volante, se veía en el retrovisor. La puso en marcha y casi al cruzar el portón se detuvo a mi lado, bajó la ventana, sacó la mano y me sacudió el pelo. Enseguida se sostuvo esa misma mano muy cerca de su cara y, con un aliento frutal, me dijo:
—Esta mano, hijo, ha tocado la profundidad del mundo.
Esa noche, ya que papá había vuelto del trabajo, le pregunté si era normal que un hombre llorara. Cuando me preguntó de quién hablaba, no pude evitar contarle toda la historia, aunque mamá me lo había prohibido. Papá la miró y sin sacarle de encima los ojos me dijo que a un hombre como Míster Baño se le deben pasar por alto sus errores:
—Es el único —dijo, y se volvió hacia mí— capaz de poner las manos donde los demás ponemos el culo.
Cuando fui a dormir me costó conciliar el sueño. Escuché a papá bajar al sótano y, desde la ventana que daba al patio, lo vi sujetar un hacha que nunca había usado. Durante esa madrugada taló la higuera.
Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) es licenciado en la carrera de Derechos Humanos y Gestión de Paz, por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dirige y edita la revista digital El Septentrión. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016 en el rubro de periodismo cultural. Fue becario del PECDA en el 2020 y es maestro en antropología social. Actualmente, da talleres de escritura de no ficción y cursa un doctorado.