Cansadas y sin cestos de junco

 

por Roxana Alvarado

 

I

 

Melanie tiene un mechón rubio entre los labios. Se lo quita y resbala junto con un hilito de baba mientras me cuenta de las playas de La Paz. El día está nublado y frío, pero en su chamarra negra rebotan reflejos naranjas dos tonos menos chillones que su cara. Su cara y sus manos delgadas sobre el volante fluorescen teñidas por el sol del sur. Manejamos por un camino de tierra rumbo a San Antonio Necua, territorio kumiai. Con las ventanas abajo, entran el aroma de salvia mezclada con otras plantas y el ruido del motor y de las llantas sobre la tierra.

   Hablamos y hablamos y así descendemos intelectualmente hacia su ex, mi ex, el clima y lo que comimos ese día. Nuestra amistad es nueva, nos damos empujones suaves para entrar en confianza, así como hacen los gatos con sus patas cuando te amasan; como diciendo todo está bien, relájate. Pero la verdad es que aún no tenemos la confianza para decirnos qué pensamos la una de la otra. Tanteamos terreno y la palabra “amiga” salpica todas nuestras oraciones, Sí, amiga. No, amiga. Ay, amiga. Con una palabra izamos una bandera blanca.

   Melanie se mudó en el 2020 de Mexicali a Ensenada para trabajar en un despacho de arquitectos, se mudó en época de pandemia, más o menos por el tiempo cuando comenzábamos a lavar todo el mandado y las personas hablaban de tomar cloro para salvarse de COVID. Pero fue más tarde cuando Melanie y yo nos empezamos a reunir, ya teníamos citas por Bumble y Tinder sin mucho temor al contagio, había eventos y las novias combinaban su vestido con cubrebocas que tenían encaje y perlas cosidas a mano. Desde antes de que se mudara yo la conocía por amigos en común. Nos seguíamos en Instagram. Melanie subía renders, paisajes de montañas rojas, análisis de topografías para el próximo proyecto del despacho, fotos del desierto, fotos del mar .

    El primer proyecto en el que participó desde su mudanza a Ensenada fue la construcción de  un parque comunitario para la colonia Manchuria. El proyecto se llamó Transformando Manchuria; fue muy sonado en un inicio, salió en el periodico y en redes sociales. Melanie y los integrantes de su despacho posaban para las fotos con cascos de seguridad industrial, sana distancia y cubrebocas N95. Dos años después de vivir acá, cuando comenzaron a permitirse reuniones en espacios abiertos, Melanie puso en movimiento un proyecto que llamó Matérica. Me escribió para invitarme a participar en el primer y único foro que ha hecho, «Comunidad y Procesos Emergentes», pero yo no estaba en la ciudad, me lo perdí. Entendí que su proyecto era comunitario, cualquiera se podría sumar, la idea era juntarse a hablar.

    Ella me ha dicho que no tiene amigos en Ensenada, que no ha encontrado a su tribu. No entiendo por qué, si yo la he visto hacer fotografía arquitectónica, colaborar con proyectos de investigación habitacional, tomar fotos con el dron de todos los sitios que visita y exponer en varias galerías. Estar en tus early twenties es fingir ser cuando realmente sabemos que no terminamos por ser.

     Yo soy un artista plástico y hablo de la vivienda de interés social, tejo con estambre fachadas de Infonavit, como las casitas chiquitas que habité toda mi infancia. Aprendí de arquitectura al vivir en casas de una sola habitación con mi familia, en las que cada invierno el techo se llena de hongo negro por no tener la luz ni la ventilacion necesarias. En la carrera de arquitectura, Melanie se acercó a todo lo que está bien en el mundo habitacional; yo no necesité acercarme a ninguna carrera para ver todo lo que está mal.

    En el camino olemos la humedad de la tierra; la entrada a Necua está después de pasar  hectáreas de viñedos y de olivos. Entre cerros la neblina aviva los arbustos de hierbas aromáticas a su paso. Me sumerjo en lo que ella vio durante su visita a La Paz, su voz es serena:

   —El malecón es hermoso, amiga, tiene sentido verlo sin torres rodeándolo, ¿sabes? —dice mientras su cuerpo liviano se zangolotea todo con los baches del camino. Nuestras conversaciones parten de la ciudad, hablamos de su distribución, de su manejo por distintos gobiernos, de los arquitectos que no conectan con las necesidades de los habitantes. Recorriendo un espacio hablamos de otro y así hemos pasado por Sonora, Mexicali, Tecate, Ensenada, San Quintín y el gran mar de desierto y pueblitos que conforman Baja California Sur.

    Nos bajamos de su pick up y caminamos por el laberinto de plantas nativas que conduce hacia el museo y la tienda comunitaria. Vemos con detalle las plantas, sus formas distintas, el aspecto animal que tiene una salvia blanca sin podar. Le da risa un arbusto de flores moradas que tiene un letrero con su nombre científico y uso: Thymus serpyllum, para el olor de pies. Olemos en el recorrido yerba santa, Eriodictyon californicum, Acalypha californica y más y más matas con Cali en el nombre. La tienda alberga collares de bellotas, figuras de cerámica cocidas en raku, canastas de sauce que asemejan víboras bebé enroscadas en sí mismas y mazos gruesos de hierbas para sahumerio. Todo menos lo que Melanie busca: canastas grandes de junco para su casa.

    Tomamos fotos antes de irnos: el esqueleto de un tipi en construcción, un potrillo pinto con su mamá pastando, una foto de Melanie en la que toma una foto. El clima sigue nublado y se me va rápido la carretera de vuelta a Ensenada. Nos acercamos a la costa y nos pega la sal en la cara, las montañas quedan atrás y de frente tenemos la visión del mar y la Isla de Todos Santos. Nos acercamos al cruce de la carretera Ensenada-Tijuana y la calle que lleva hacia la playa de Manchuria. Todas las fábricas que empacan pescado alrededor de la colonia de Manchuria han dejado una olorosa nube densa y verde como la de las caricaturas, el olor del pescado que se ha procesado ahí por años. Cuando era pequeña y pasábamos ese tramo para salir de Ensenada hacia Tijuana, sentía la punzada del aroma en el tabique y sostenía el aire. Con los pulmones llenos y la boca apretada pensaba que era imposible que alguien pudiera trabajar ahí, mucho menos vivir.

   —Amiga, de verdad que deberías ir a tomar fotos a Manchuria —dijo Melanie en una de las veces que nos reunimos para tomar café—, con lo que he visto de la vivienda que subes a insta pienso que te podría parecer interesante

 

II

 

Mientras Melanie estuvo el sur con su novio hice mi tarea asignada y manejé rumbo a El Sauzal, creyendo que sabía dónde era Manchuria, pero no pude llegar, me perdí entre fábricas. Algunos pescadores serios quemados por el sol me miraban. Busqué en la agenda del teléfono M, y scrolleé: Arq. Melanie.

     La llamada entró hasta el quinto intento:

     —Amiga —dijo—, sigo en el sur, la señal es pésima, dime qué ves, dónde estás parada ahorita.

    Con santo y seña, Melanie me explicó cómo llegar. Al entrar me encontré con casas construidas por viejos materiales de pesca, cercas hechas con restos de pangas y redes para pescar; una casa con un nivel de bloque, el segundo de triplay y como penthouse un cuartito hecho de puros marcos de ventanas; una capirotada de materiales. Manchuria está compuesta por unas seis cuadras de casas con colores apagados, no hay pavimento en las calles y una capita de tierra lo cubre todo.

    Junto a Manchuria está la playa Tres Emes, que, de la mano con la reserva de surf San Miguel, es una de las playas más concurridas para surfear. Dentro del plan del parque se hablaba de hacer una rampa para skate y regaderas para los surfers. Pero en Manchuria viven pescadores, no surfos. Del otro lado está el Parque Industrial Fondeport: el área industrial no fue suficiente para contener las fábricas, así que se expandió hasta Manchuria y los dejó encerrados. Durante muchos años la colonia tuvo solamente una calle de acceso, cuando por ley debe haber mínimo dos. La Comercializadora Miramar y la Pesquera Asia tiraron su pared por decreto municipal apenas ese año para que hubiera un segundo acceso. Yo pensaba en los malentendidos entre arquitectos y habitantes. No sabría cómo comunicar lo que quiero pedir de un espacio, ¿qué pensaban los manchurianos sobre su parque?

     Melanie me contó de lo mucho que le gustó estar en medio de los manchurianos a lo largo del proceso de diseño para entender sus necesidades y cubrirlas. Me gustó la idea de ver qué pasaba en esa colonia, tener más de qué platicar con Melanie, nuevas razones para criticar los protocolos ñengos de los arquitectos que terminan por darle a la gente lo que quieren  pero no lo que necesitan, faramalla para colgarse publicaciones en el Archdaily. Ella me había contado de ese lugar, un poco de su historia y la de las casas ahí dentro.  A pesar de ser arquitecta no quiere diseñar, ni estar a cargo de obra, algo en ser intérprete de las necesidades del otro la marcó en ese proyecto. Ahora busca ser eso todo el tiempo.

    Del parque encontré solo un lote pelón, no tenía nada, excepto dos albañiles con chalecos amarillos sentados tomando un café a la sombra de la higuera. Compré un jugo en la tienda y así pude hablar con el hijo de los dueños de la abarrotera, un chico llegando a sus veinte. No estaba informado de ninguna encuesta por parte de los arquitectos o del gobierno a los vecinos, en realidad no estaba informado de mucho de lo que pasaba ahí, pero salió su tío al mostrador cuando escuchó las preguntas que le hice y me contó que la comunidad ha estado registrada como paracaidista a pesar de habitar el espacio desde hace más de cincuenta años. También me contó que los habitantes paracaidistas tienen la misma cantidad de tiempo pagando su predial sin tener ningún papel que avale la tenencia de vivienda.

    —Las casas estaban más abajo, teníamos libre la pasada al mar, así, todo, todo —dijo y apretó los ojos y agitó los brazos con las manos flojas, lo  que me hizo entender el tamaño de lo que era todo, todo. Agarró una caja de dulces Marinela del mostrador y sacó mamuts y gansitos alineados en hileras mostrándome la distribución de las casas, cuando estaban a la orilla del mar y tenían patios más grandes—. Todo el terreno era nuestro, luego dijeron que había que acomodarnos, que para nosotros estar bien. —Su mano era una grúa ilustrando su relato moviendo gansitos y mamuts y reorganizandolos todos empalmados en una esquina—. Y así las fueron desplazando hasta que quedaron acá encerradas entre todas las maquilas. Así como las agarraban las colocaban, haz de cuenta como casitas de juguete, porque muchas son móviles, de esas de madera que se parten en dos para traslado. —Tomó el último gansito y lo llevó a la nueva pila—. Así, así las tomaban y las movían como les convenía para el espacio que ellos querían, que terminó siendo justo frente al mar. Quedó un desmadre. Si te das cuenta, las casas tienen sus números salteados, tienes acá la 307 y a un lado la 27. Apenas hace dos años comencé a escuchar de los vecinos que uno que otro ya tenía los papeles de su casa, apenas,  ¿tú crees?—Levantó las cejas, incrédulo, y no pude más que hacer lo mismo.

    Salí de la tienda y tomé fotos de una panga estacionada frente a una casa que leía Los Nativos IV, luego a una casa azul celeste brillante con tres postes de concreto en el patio. El vecino de enfrente me vio mirar los postes y me dijo que se usaban para tejer redes de pescar, como un telar enorme de concreto.

   El vecino era mayor y traía una bolsa transparente con huevos y en la otra medio galón de leche. Le pregunté por el parque:

   —Ayala sí hizo encuestas, es a todo dar, es el único que nos ha volteado a ver, teníamos un solo acceso y ya hizo tirar otra pared para tener al menos dos —me dijo, y un perro blanco  con el pene hinchado chorreando gotas de pipí se acercó a lamerle los pies. Vio que mi cara  se descompuso a media conversación —. Este está enfermo, trae una infección urinaria, ta menso, no quiere tomar agua.

   Cuando iba de salida, debajo de un árbol de eucalipto, un señor canoso y barrigón tomaba el fresco. Me acerqué y no batallé para que me contara su versión de Transformando Manchuria:

   —Sí, mira, que por fin van a hacer algo, aunque ya tiene parada la obra unos dos meses. Ya ves cómo son esos cabrones. —Soltó una carcajada entrecortada por una tos vieja—: agarró el presi y dijo, delante de un montón de máquinas de construcción: «Porque nosotros, en este gobierno, no prometemos, ¡cumplimos!», y, tómala, que se prendieron en ese momento todas las máquinas. Jajajaja , bien mamón, les encanta el drama. —Se moría de la risa en una silla escolar naranja mientras la carcajada lo doblaba hasta apretar la panza entre las rodillas.

   Me subí al carro y me limpié el sudor del bigote. Revisé mi teléfono y tenía dos notificaciones de Melanie, una foto del desierto lleno de sahuaros y un mensaje: Amiga, ya quiero que me cuentes cómo te fue, abrazo.

 

III

Mel vive en el centro, llegamos a su casa con hambre, cansadas y sin cestos de junco, pero con hamburguesas. Desde que llegó ha metido a su casa pedacitos de Ensenada: en su pared cuelgan piezas monocromáticas de artistas emergentes locales; en su sala, bajo una lámpara de luz naranja, una escultura de barro del Valle que es una mosca con la trompa pegada al piso; una mesa que hizo con ladrillos sobrepuestos donde hay piezas de comunidades nativas de la región; ollitas de barro cocidas en raku con el rastro del fuego tatuado en la superficie por su cocción a la leña, un florero con flor de nube, una figura de barro de tapa con hoyitos para sahumerio y libros.

  Frente a su departamento se puede ver el Parque Revolución bajo remodelación. Hablamos del diseño y la distribución nueva mientras desde la ventana de la cocina vemos máquinas moverse con calma. En el centro de esta nueva propuesta de parque, hay una figura roja de ladrillo que no tiene nada que ver con el kiosko de 1890, no tiene las manchas históricas de jugos Pau-Pau, ni chicles, ni orines.

  —Esos dos rectángulos que ves ahí —señala—,  ¿los ves?, van a ser canchas de petanca. —Se me sale un chorrito de jugo por la nariz de la risa y me limpio con la manga del suéter mientras sigue—. Eso debería ser una cancha de volley, ¿qué niños van a comprar un juego de bolas de petanca a mil pesos?, ¿me entiendes?

 —No mames, wey, qué pedo con la gente.

  Es nuestro primer wey desde que la conozco.

   Comparto con Mel lo que recuerdo del parque antes de su remodelación, que en realidad es poco, siempre viví en colonias de la periferia y este parque nos quedaba muy lejos. Tenía un puente de madera grande sobre un arenero, espacios verdes rodeados por arbustos altos que daban privacidad a quien necesitara: personas sin hogar, drogadictos, cobijas, jeringas, botellas tiradas entre las áreas verdes, parejas de novios, apañes muy densos, domingos de baile para personas de la tercera edad, un micrófono abierto para quien quisiera cantar.

  Escuchamos los sonidos de las envolturas que enrollamos para avanzar con nuestra hamburguesa. Vemos el parque.

    Ella está contenta con el chico que sale. Sólo una vez los he visto juntos, pero son muy novios, siempre de luna de miel: Mel sale en las fotos de los viajes que él hace por trabajo, él en las fotos de los viajes de ella. Yo seguía en duelo por una enculada que me di sola.

    —Para mí —y hace un silencio y gesticula con todos los músculos de su cara para decir coger sin decirlo—, no es cualquier cosa, ¿sabes? Hay un intercambio bien machín de energías, no es algo que pueda tomar a la ligera.

    Mastico la carne, se desmorona. Para mí tampoco es cualquier cosa.

   Me habla de su experiencia antes de su novio actual, la frustración que tenía al no saber si eres o no algo de alguien, que ella también tuvo su probada con un bato player. Fricciona su mano por mi hombro y baja a mi brazo para afirmar que me entiende por completo.

   —Ay, amiga —me dice y suspira y recarga su peso en mi costado, nos quedamos en silencio masticando hasta que pregunto sobre Matérica, de lo que me perdí en su primera charla y hacia dónde lo quiere llevar. Recupera su postura tapándose discretamente la boca y la escucho tragar. Se sacude las moruñas de los dedos y extiende sus dedos sobre la formica blanca, como si viera en ella imágenes que yo no. Me explica que Matérica es el cruce entre arte, antropología, arquitectura, comunidad, compartir a través de la arquitectura, algo serio pero siempre un juego enlazado con el arte, y hacer de ello un estudio a conciencia de a dónde te lleva la necesidad de crear. Se aparta el mechón que siempre le tapa la cara y se ríe,  ella tampoco sabe qué es. ♠

Las fotografías tomadas por dron fueron realizadas por Melanie Correa

Las fotografías tomadas de la colonia Manchuria fueron realizadas por Roxana Alvarado

Roxana Alvarado (1995). A partir de su experiencia personal y del trabajo de campo realizado específicamente en la colonia Urbi Villa del Roble en Ensenada, Baja California, la obra de Roxana nos habla de la hazaña de habitar la vivienda de interés social y los conflictos afectivos de sus usuarios. Con textil plasma el panorama de INFONAVIT. Cuenta con exhibiciones individuales dentro de las cuales destaca su última exhibición Segundo Round: Por un Patrimonio en 2021 y su participación en el XLII Encuentro Nacional de Arte Joven. Las colecciones Casa Roja (Monterrey) y Colección Elias+Fontes incluyen su obra. Su trabajo literario ha sido publicado en El Septentrión y Revista Escafandra.

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