HOPE SANDOVAL
Estaba escuchando Fade Into You
cuando vi caer un meteorito en la puerta
de mi casa. Nadie pareció despertarse.
Afuera todo estaba en calma como siempre.
Pero en lugar de una carretera interestatal
un enorme hueco se había abierto. No podía
sacarme de encima la voz de Hope Sandoval
y esa canción que a algunos de nosotros nos
mantuvo vivos y a algunos de nosotros nos
dio por muertos. Había piedras por todas
partes. Árboles carbonizados. Pero no se veían
ni bomberos ni policías ni helicópteros
en el cielo. I think it’s strange you never knew,
decía en una parte la canción. Y sí, es extraño
que no supiera. Que nunca hubiera sabido.
Pero ahora estaba enfrente de mí y tenía
que creer lo que estaba viendo. Por primera vez
tendría que creer lo que estaba viendo.
Ella me estaba susurrando y tenía que escuchar.
Cuántos cuerpos celestes habrían caído sin que yo
me diera cuenta. Cuántos árboles carbonizados.
Sin que llegaran los bomberos ni la policía
ni los helicópteros sobrevolaran nuestras cabezas.
I look to you and I see nothing. I look to you to see the truth.
Nada volvería a ser como era antes. Ya no podríamos
leer las aventuras de Linterna Verde mientras
nuestros parientes estaban en el quirófano.
Ni las hojas dobladas de los libros los harían
subir de precio. Preparé una hoguera y velé
mis armas durante toda una noche y como un centinela
helado sólo puedo preguntar si esto es el réquiem por un mundo
perdido o una oda a los meteoritos que caen en medio de la noche.
Un tren abandonado en las maestranzas de San Bernardo.
O mi hija bailando sola delante del espejo.
ALTURA
Vivo en mil novecientos setenta y tres.
Aviones pasan por el aire
para acariciarlo como mi madre
cuando me peina. Sueño
con desiertos pero tengo cinco años.
El pasaje donde vivimos
tiene sólo una salida. Al fondo
hay un portón donde sigue
ladrando un perro. No vayas
hasta el fondo. Busca la pelota
que se te perdió jugando con tu hermano.
Vivo en mil novecientos setenta y tres
me escondo debajo de la cama.
Una vez me oriné en la casa
de una vecina. Mis amigos del pasaje
me golpeaban. La casa tenía cemento
de barro. El suelo no era todo de cemento.
Vivo en mil novecientos setenta y tres
pero nunca tendremos una mascota.
Afuera está la calle y mi hermano
es muy grande (tiene siete años).
Mi mamá también es muy grande,
le llega al hombro a mi papá.
El chancho de plástico maneja
un auto que era de mi hermano.
Todos dormimos en la misma pieza.
Mi madre lava la ropa en la batea.
Cepilla con fuerza las camisas.
Los cuellos y los puños son los más
difíciles, me dice arrodillada al frente
de una tabla de madera donde apoya
los pantalones y los calzoncillos.
Le prometo que cuando grande voy
a comprarle una lavadora. Se hacen
globos de aire en el agua. Carlos duerme
en el camarote, yo en la de abajo.
Discuto con mi amigo y mi madre le da
la razón a mi amigo. Pero si yo soy
tu hijo. Pero él tenía la razón.
Mi mamá es muy alta (le llega
hasta el hombro a mi papá).
Mi hermano siempre se saca
buenas notas. Yo tengo que ser
como mi hermano, cuando sea
grande voy a ir al mismo colegio:
voy a ir con su uniforme. Dicen
que me escondía debajo de la cama
cuando los aviones pasaban acariciando
el cielo como mi madre cuando me peina.
Pero mil novecientos setenta y tres.
No es un año ni una fecha. El piso
era de madera hasta donde alcanzara
el presupuesto. Es un poste de electricidad.
El muro de una casa. Una dirección
que podría ir a visitar. Todavía sigue allí.
Siempre será ese mismo día.
Cada vez que abro la puerta
se escucha a los perros ladrar.
Cada vez que tomo la mano de mi hija.
Cada vez que hablo con mi mujer.
Veo los autos pasar por la calle.
Sé que vienen por nosotros.
Mirar a los dos lados antes de cruzar.
Pero mejor que no. Pasa gente caminando.
Antes no había portón. Ahora pusieron un portón.
De madera barnizada. Cada vecino tiene una llave.
Yo voy a pararme afuera esperando que me abran.
Santa Elena con General Gana. No vayas para el fondo.
Mi papá se llama Iván. Mi padre se llama padre.
Sé que vienen por nosotros. ¿Soy yo no más
el que escucha clarito ladrando a los perros?
Pásenme una cama porque tengo que empezar a hablar.
Ojalá me abrieran la puerta. Todas las casas
estaban pareadas. La de nosotros era la blanca.
Cada vez que la cierran es mil novecientos setenta y tres.
Cada vez que pasan por el aire, acariciándolo
como mi madre cuando me peina. Sé que tenía
abuelos. Sé que tenía primos. Con casas
que tenían suelo en vez de cemento, el barro
sólo se usaba en el campo. El piso estaba
en el comedor donde teníamos que sentarnos
a la mesa. Mi madre siempre estaba en la cocina.
Era muy alta y me hacía dormir. ¿Pueden escuchar esos ladridos?
¿podrían abrirme por favor?, ¿podrían decirle a mi hermano
que estamos en mil novecientos setenta y tres,
que todavía no se ha muerto, que no quiero
que se muera? Díganle que mi madre
es muy alta y se puso a gritar. Díganle
que mi padre se llama Iván después de todo.
Sé que vienen por nosotros. Acariciándolo.
Tal y como se los dije.
EXTREMELY WHITE PEOPLE
Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis
en su idioma original. Las ninfas del bosque
trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta
lo mismo que financiar la colegiatura
de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras
del opresor no pueden ser las mismas con las que nos
deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos
a reunirnos. Una polera que diga. Esperando
a los bárbaros es un poema que no podría
ser escuchado con mayor atención que en esta
fiesta: un ejemplo perfecto de la distancia
que separa a las palabras de la realidad.
Cómo te lo explico: cada uno de nosotros
tiene que elegir el ojo de la aguja
por el cual atravesará hacia el cielo.
Cada uno de nosotros
ha admirado la altura de estos árboles
sin admitir la belleza
de la hierba que crece a ras del piso.
Es ella la que tiene que lidiar
con las hormigas marchando en fila.
Es ella la que tiene que lidiar
con nuestros pasos que vienen
a segarla. A impedir que siga creciendo
porque entonces habría que utilizar
otro tipo de adjetivos. Sin embargo
aquí en el bosque los atentados incendiarios
suelen atribuírseles a los únicos
que sabrían vivir de él y así lo habían
hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:
el escudo patrio deberían ser los camellos
encargados de la salvación de nuestras almas.
Los profesores reunidos en torno a una mesa
sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria
sino un sinfín de recetas de cocina para combatir
la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco
que demuestran las aspirantes a reina de la primavera
y el enconado empeño de las aves por volar, sí:
el empeño de las aves por volar completa
el menú de las conversaciones.
En el intermedio algunos se rascan la cabeza.
Otros se desvisten para prestar más atención.
La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro
alza su copa para celebrar este momento.
Yo que no soy blanco escucho en silencio
sus palabras. ♠
Fotografía de Hugo Fermé
Cristián Gómez Olivares. (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Ediciones Fuga, Santiago, 2008), La casa de Trotsky (La isla de Siltolá ediciones, Sevilla, 2011), La nieve es nuestra (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2012, Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2015), El hombre de acero (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2020), El libro rojo (Ediciones Aparte, Arica, 2023), Yo, Norma Desmond (Editorial Deriva, Santiago, 2024) y El incendio del Reichstag/Burning of Reichstag (Editorial Ultramarina, Madrid/NY, 2024). Tradujo los libros Cosmopolita (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2014) y Ciudad modelo (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2018), de Donna Stonecipher, la antología Yo solía decir su nombre, de Carl Phillips (Editorial Aparte, Arica, 2022) y de Mónica de La Torre compiló y tradujo Feliz año nuevo (Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2017). Junto a esta última, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (Ediciones El Billar de Lucrecia, D.F., 2009). También es autor del libro de ensayos La poesía al poder: de Casa de Las Américas a McNally Jackson (Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2018) y editor, junto a Luis Arturo Guichar y Jannine Montauban de Lecturas del Equilibrista. Reflexiones en torno a la obra de Eduardo Chirinos (Renacimiento, Sevilla, 2024). Fue miembro del International Writing Program, de la Universidad de Iowa, y Writer in Residence en el Banff Center for the Arts, en Alberta, Canada. Es profesor de literatura latinoamericana en Case Western Reserve University, en Cleveland, EE.UU., donde también reside. Es Associate Editor de Cardboard House Press