por Jorge Damián Méndez Lozano
El artista plástico Julio Ruíz (Mexicali, Baja California, 1966) vive atrás de una fábrica de galletas y en las tardes el aroma a canela que sale del horno recorre las calles del fraccionamiento. En una puerta de madera del patio trasero de su hogar está escrita con plumón negro la frase: “Un momento de oscuridad no puede dejarte ciego”. Un amigo me contó que en los años noventa, en pleno auge como pintor y durante una fiesta, Julio estrelló su televisor en el piso frente a un grupo de invitados: «Estaba enojado, era mi cumpleaños y no tenía ganas de ver a nadie; ya quería que se fueran de mi casa», me confesó.
En su trayectoria de más de treinta años, Julio Ruiz ha presentado individualmente las exposiciones: El Omega (Mexicali, 2019), en Galería Arma; La Espera (Mexicali, 2018), en Sala de Arte “Rubén García Benavides”, de la Universidad Autónoma de Baja California; La explicación del cuadro (Mexicali, 2015), en Galería de la Ciudad; El incendio que viene (Mexicali, 2016), en Galería Planta Libre. De manera colectiva participó en Los artistas del Colorado (Mexicali, 2015), en Centro Estatal de las Artes; Alegorías y remanentes de un presente perpetuo: La colección Elías Fontes (Mexicali, 2013), en Galería de la Ciudad; Analogías de color y línea (Ensenada, 2007), en Centro Estatal de las Artes; entre otras. Su obra forma parte del proyecto fotográfico La frontera: Artists along the US-Mexican Border, del fotógrafo documentalista, radicado en Nueva York, Stefan Falke (Paderborn, Alemania, 1956). En 1989 ganó el primer lugar de dibujo en la VII Bienal de Plástica de Baja California. Posteriormente en la edición VIII (1991) y X (1995), de dicha bienal, obtuvo el segundo lugar en la categoría de pintura.
Días previos a la realización de esta entrevista miré el cortometraje JR (2018) que su hija, la directora Nicolasa Ruiz (Mexicali, Baja California, 1991), le realizó. En dicho corto documental explora el motor existencial que mantiene encendido el impulso creativo de su padre. La canción con que arranca el corto se titula «Corazón roto en 2000 pedazos», del músico español Javier Corcobado (Fráncfort, Alemania, 1963), quien tiempo atrás publicó en su cuenta de X.com, una fotografía a blanco y negro que le fue tomada por un fan mientras daba un concierto en un bar de Mexicali en 2018. «Tomada por mi amigo Julio Ruiz en Mexicali», se titula la foto. Sobre esa noche agregaría JR: «Cuando vino Corcobado le conseguimos una sustancia, fuimos a tomar cerveza y le regalé una pintura».
―Brevemente, ¿cómo recuerdas a tus padres?
―Mi papá era de la Ciudad de México, de la colonia Peralvillo. Mi mamá era de Mexicali, mi abuela materna de Arizona y mi tata de San Miguelito, Sonora. Mi papá era comerciante y se fue a Estados Unidos en la época de los braceros y se metió a trabajar con el gobierno gabacho. Hubo una fiebre aftosa en México en el ganado [1946] y para que no llegara contaminado a Estados Unidos mandaron brigadas a vacunarlo aquí y mi papá vino como traductor. Mi papá tenía muy buen trato con la gente, eso lo distinguía. En Mexicali se quedó y se hizo comerciante mueblero y también puso una fábrica de coolers con unos alemanes; cuando rifaban los coolers [ventilador cúbico que enfría el aire por medio de agua]. A mi mamá la conoció por medio de un grupo de amigos que se reunían a tomar café por las tardes junto al restaurante Blanca Nieves [Zona Centro, a dos calles de la línea fronteriza]. Mi mamá ya había tenido dos hijos fuera del matrimonio, el primero a los catorce años; ella se escapaba en las noches para irse a los bailes. Mi papá era viudo y con tres hijos y con mi mamá tuvo a tres más, entre ellos yo; creo que mi papá ya estaba alucinando porque a mi hermano le puso Marco Antonio, a mí Julio César y creo que a mi hermano Píndaro le iban a poner Cleopatra.
―¿En qué momento de tu vida y por qué comenzaste a pintar y dibujar?
―En 1984, terminando la prepa. Tenía dieciocho años, no sabía nada de la pintura, pero quería estudiar arquitectura y mi hermano Jaime, que en paz descanse, me dijo que si quería ser arquitecto leyera sobre historia del arte. En esos días estaba muy deprimido porque una novia me había dejado. «Te quiero mucho, nos vemos en la semana», me dijo un domingo y no la volví a ver en siete años; me andaba quedando loco, nadie me explicó a dónde se había ido. En las noches le escribía poemas muy chiflados, cortaba una flor de algún jardín y me iba a su casa en bicicleta a dejárselos en el cerco; a veces me dormía en su banqueta. Una vez me emborraché y fui a su casa. Agarré una piedra, la envolví en mi suéter para no hacer ruido y rompí una de las ventanitas de la puerta de la cocina. Entré y en un pasillo me encontré con una de sus hermanas y gritó y yo también: «¡Ahhhhh!». Salí corriendo y en una calle me escondí debajo de un auto; pasaron mil patrullas y cuando todo se calmó salí lleno de sangre porque me golpeé la cabeza abajo del auto. Ella me decía que quería casarse con el hijo de un juez adinerado y le gustaba contarme que se iba con otros hombres, y me ponía muy celoso y me bebía media botella de alcohol. Terminé haciéndome alcohólico y paranoico, creía que todos complotaban en mi contra y fue cuando hice mi primera pintura tamaño mural.
―¿De qué trataba el mural y dónde lo realizaste?
―Mi cuarto estaba en el patio de atrás de mi casa y para allá me llevé una enciclopedia de arte. Estuve dos años leyéndola, pero más que leerla la miraba con una lupa con lámpara de mi mamá; veía dos o tres pinturas todas las noches durante siete horas. Tenía una perrita pointer inglés, la Pimienta, muy inteligente, nos la pasábamos fumando grifa y para que no se saliera el aroma tapábamos la puerta y ventanas con cobijas y ella se ponía toda loca y luego se dormía. Una noche, viendo la enciclopedia, no sé cómo me metí a una de las pinturas y estuve caminando en ella durante un rato y supe que no estaba loco, sino que yo era como esos artistas: un pintor que piensa diferente. El mural lo hice en mi cuarto con óleo y pinceles ya casi sin cerdas. Lo hice copiando elementos de algunas pinturas que había visto en la enciclopedia. El mural era una iglesia que en sus columnas no tenía campanas sino calaveras. Por un camino hacia la iglesia, con fuego a los lados, una mujer iba hincada encajándose clavos en las rodillas y sufriendo mucho. La mujer levantaba las manos implorando ayuda del cielo y un águila volaba hacia ella para rescatarla con sus garras. Esa mujer está inspirada en un cuadro de Emil Nolde (Burkal, Alemania, 1967-Seebüll, Alemania, 1957). Al terminar el mural sentí una emoción increíble, estaba temblando. Luego me fui a la Ciudad de México a estudiar dibujo; estudié un tiempo en «La Esmeralda» [Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado] y también acuarela en San Miguel de Allende.
―¿Fue en esa época cuando visitaste el taller de Gabriel Orozco?
―Sí, fue en 1986. Felipe Ehrenberg (Ciudad de México, 1943-Ahuatepec, Morelos, 2017) había estado en Mexicali como juez de una bienal de artes plásticas y me había dicho que cuando fuera al D.F. lo contactara. Le hablé y me conectó con Gabriel Orozco (Jalapa, Veracruz, 1962) que daba clases los sábados en su taller en Tlalpan. Recuerdo que llegué con un abrigo de mi abuelito que tenía pegado un pedazo de piel color rojo con terciopelo; muy estrafalario. En la clase había unos alumnos súper fresas que estaban haciendo ejercicios muy tortuosos. Orozco me enseñó su libreta, pero eran cosas realistas que no me llamaban la atención, todavía no hacía lo que hizo después.Uno de sus alumnos, Gabriel Kuri, agarró dos dibujos que yo llevaba y le dijo a Orozco: «Mira estos dibujos»; porque esos dibujos estaban a toda madre, hechos con Prismacolor y yo siempre he tenido un trazo muy chistoso para dibujar y, pues, Orozco bien emputado con mis dibujos. Total que le caí de a madres a Orozco y él también me cayó de a madres.
―¿Te refieres al artista visual Gabriel Kuri, que antes era baterista de Fobia?
―Ese mero, él me invitó a la ENAP [Escuela Nacional de Artes Plásticas] en donde tomaba clases con el maestro [Gilberto] Aceves Navarro (Ciudad de México, 1931-Ciudad de México, 2019). Ese maestro era un virtuoso del dibujo, formó a gente famosa y yo intentaba aprender a dibujar por arte de magia con algún método. Era un taller grande como con cincuenta bastidores puestos en círculo y en medio una mujer modelo, pero como son modelos sindicalizadas les valía madres cuando les pedías algo; pedías una posición y se estaban rascando la cara y el maestro se ponía en medio y hacia cambios y cada cambio era un nuevo ejercicio; muy loco todo. Ese maestro blasfemaba sobre el dibujo y decía que todo valía madres y había señoras que se querían llevar a su casa sus dibujos para enmarcarlos y él decía que no, que al terminar tiráramos todo al bote de la basura. Con ese maestro estuve dos años. Una vez fui a la casa de Kuri en la Colonia Del Valle, ahí ensayaba Fobia y me tocó ver a [Leonardo] Lozanne, el que canta. Cuando una que era mi morra fue a visitarme, Gabriel nos invitó a un concierto que dieron en la [Última carcajada de la] Cumbancha [centro cultural abierto en la década de los ochenta y cerrado en 1994]; al año siguiente salió el disco Leche, que está a toda madre; Kuri dejó la banda y se fue a estudiar pintura a Boston.
―Un pintor me dijo que el óleo nunca está muerto, ya que se mantiene húmedo por mucho tiempo. Tú prefieres el óleo al acrílico, ¿por qué?
―El acrílico no me gusta porque seca muy rápido y no me ayuda a expresar lo que quiero. Yo me he dedicado a estudiar y aprender en óleo, puedo estar dos días pintando un cuadro y el óleo sigue fresco. Antes pintaba temas muy violentos y terribles, pero ya no hago eso porque ya no siento así. El óleo es una batalla terrible, termino todo lleno de pintura y tengo que bañarme y lavarme las manos mil veces.
―Sobre pintar y dibujar, ¿qué diferencias encuentras entre ambos ejercicios?
―Pintar es más arduo que dibujar porque es más trabajo; hay que limpiar pinceles y varias cosas más. Dibujar es más tranquilo, recuerdo que la primera vez que entré a una bienal de arte dibujaba mientras esperaba a una novia que tenía: prendía una vela y tomaba vino mientras dibujaba; muy a gusto. Cuando estuve en Ciudad de México pintaba con colores Prismacolor y como tengo un trazo muy fuerte a cada rato se me rompía la punta del color. Para pintar me gusta tomarme una cerveza o un café y fumarme un gallo; también unos tranquilizantes como Clonazepam, aunque ya no me pongo tan ansioso; antes hasta hongos me salían en la piel por la preocupación y el estrés de exponer, de tener que pintar.
―En tu obra no existe presencia humana, pero sí objetos constantes como sillas, mesas y casas, ¿se trata de una alegoría de la soledad?
―Se supone que sí, pero también tiene que ver con los individuos; dos sillas son dos individuos conversando; tres sillas pueden ser una familia; la silla para mí representa muy bien al individuo. Las casas representan familias que crecen y se desarrollan ahí, aparte, son figuras geométricas y como no sé dibujar son las figuras más sencillas de hacer. Si me pones a dibujar a una persona no puedo, tengo una desproporción encabronada y una percepción espacial no muy buena, horrible, pero poco a poco más o menos lo he conseguido. Algo que también me gusta pintar es el paisaje del Valle de Mexicali: lo verde de la naturaleza y la fuerza de ella. Antes no quería que a nadie le gustara mi pintura porque tenía algo contra todos, pero ahora me gusta hacer cosas que a la gente y a mí nos gusten, pero que también hablen de los temas que vivimos aunque sean terribles.
―¿Pueden ser las carencias económicas un motor creativo?
Cuando dejé la arquitectura para dedicarme a pintar fue un acto de rebeldía, de protesta, de libertad, porque no iba a estudiar una carrera que me iba a dar dinero de una manera convencional. Siempre mi batalla es económica. Sin dinero no puedo comprar material para pintar ni pagar la luz o darle dinero a mi familia, pero tener dinero constante no es lo ideal, es mejor estar luchando. Vender obra es muy horrible y difícil, pero esa batalla me gusta porque hago lo que quiero. No me molesta salir a vender siempre y cuando pueda regresar a mi casa a seguir pintando. Para irme a vender me pongo como El Pípila: cargo en la espalda mis pinturas y me voy en bicicleta; eso es lo fácil, lo difícil es el rechazo de la gente; es triste y terrible que menosprecien tu obra, pero al final se supera. Vender afecta mucho, por eso se recomienda no vender obra, ya que involucra tus sentimientos porque es tu creación. Hace como un año llegué a mi casa, aventé mi mochila con pinturas al patio y le dije a mi vecina que estaba en la banqueta: «¿Sabe qué?, ya no voy pintar, ya no voy a salir a la calle a vender cuadros». No sé por qué se lo dije, pero estuve en el sillón de mi casa acostado tres semanas sin levantarme. Este mes de julio [2024] ya no quería dibujar ni pintar, tenía mucho material de óleo y pensaba regalarlo, pero mi morra me pidió dinero para poner el techo de su casa y no lo dejé. Para ponerle precio a una obra me baso en lo que necesito y sea justo, no me gusta abusar, pero tampoco solamente regalar. Cada persona puede pagar un porcentaje distinto de dinero y a partir de ahí sé en cuánto vender una pintura.
―¿Qué emociones son las que te funcionan como impulso para dibujar y pintar?
―La tristeza y la felicidad son muy padres, pero trabajo a diario y tengo que concentrarme en lo que hago. El dibujo y la pintura son un intento por expresar algo y eso lleva un método y una disciplina. La pintura es un acto de libertad, pero a veces tengo ganas de darle una patada a todo porque no quiero estar pintando sino largarme a donde se me dé la gana y volver después. Siempre termino una obra y estoy feliz y listo para empezar otra; nunca hay un fin. Desde que era niño he sentido magia en mi cabeza, lo sentía en mis travesuras y lo siento todavía, no sé hasta qué grado eso sea vanidad y soberbia.
―Desde hace más de quince años usas la bicicleta como medio de transporte a lo largo y ancho de Mexicali. Ese tránsito en bicicleta, ¿te ha servido como material visual?
―Sí, claro, aparte, cuando andas en bicicleta te oxigenas y descubres todo lo que hay en la ciudad: casa por casa, colonia por colonia. En carro atraviesas las ciudad, pero no ves nada. A pie sí ves mucho, pero ¿qué tanto puedes caminar en un día? La bicicleta es muy divertida por la velocidad, por las vueltas. Me gusta atravesar en bicicleta por la zona de la UABC [Campus Central] porque hay árboles, casas y calles muy grandes. Siempre prefiero atravesar las calles y callejones que no conozco, si veo uno por ahí me voy. Este verano, por el calor [que en Mexicali llega a 52 grados centígrados], salía de mi casa en bicicleta a las 10 de la noche y me iba a la casa de un amigo periodista y a como a las dos o tres de la mañana seguía mi camino hasta el Centro de la Ciudad. Me gustaba quedarme en una calle desde donde se mira hacia abajo, hacia Pueblo Nuevo y al fondo el Cerro El Centinela como si estuviera dentro de la ciudad. Ya cuando se hacía de mañana me regresaba a mi casa [a diez kilómetros de distancia]. Tengo varios bosquejos de dibujos de esos paisajes y algunas obras ya terminadas. Hace unos meses casi me agarro a putazos con mi compadre en el velorio de un amigo. Llevaba en mi mochila unos dibujos y me compró uno, pero otro dibujo se quedó pegado al papel y no me lo quiso regresar y no se lo pude quitar y cuando estábamos en el pleito nos separaron; ese dibujo estaba muy suave.
―¿Quiénes serían los artistas plásticos que admiras?
―Los pintores paisajistas me gustan por la incomparable belleza y sabiduría de la naturaleza que pintan y porque en los paisajes no hay ese conflicto eterno que tenemos los seres humanos entre nosotros. Me gusta Gustav Coubert (máximo representante del realismo francés; Ornans, Francia, 1819-La Tour-de-Peilz, Suiza, 1877), pero al primero que admiré fue a Van Gogh [Zundert, Países Bajos, 1853-Auvers-sur-Oise, Francia, 1890], uno ve sus cuadros y piensa que es muy fácil imitarlo, pero realmente el desmadre que él hacía en el cuadro y cada pinche pincelada estaba planeada, todo estaba en su lugar. Él tenía una enfermedad psicológica tipo autismo o algún tipo de tara. Cuando vivió en París se juntó con los pintores de ahí y con cada uno que pintaba, por ejemplo, el mismo paisaje, les copiaba el método para después hacer sus propios cuadros; muy loco, esa habilidad tenía. Hay una novela que no sé cómo llegó a mí, pero que leí: Anhelo de vivir [Irvinge Stone, 1934], que es sobre su vida. Mi abuela fue enfermera y me contó que ese libro se lo daban a ciertos enfermos para levantarles el ánimo. Cuando lees sus cartas te das cuenta de que estaba absorto en el arte.
―¿Imaginas tu vida sin pintar y dibujar?
―En el 2020 la pandemia me sacó de la pintura. Tenía la costumbre de pintar hasta las ocho de la noche y luego bañarme para ir a la calle a platicar con la gente y volver seguir pintando, pero en la pandemia la calle estaba sola y regresaba ya sin ganas de pintar. Ya en el 2013 había vuelto a la pintura después de siete años de no pintar; en ese tiempo vendí servicios de cable para televisión, usé uniforme y estuve con mis hijas. Había dejado de pintar porque la respuesta era mala, no obtuve nada, sólo me divorcié, me quedé sin familia y para apoyar a mis hijas en la escuela y darles una plataforma estable me olvidé totalmente de la pintura y me puse a trabajar. Pero un día de Semana Santa del 2013 conseguí cuatro días libres en el trabajo y me puse a pintar; pero tenía mucho miedo, por eso no había pintado. Un día, dije, chingue su madre, voy a pintar y agarré unas maderitas y el óleo y ¡puta madre!, comencé a pintar como loco, la pintura me volvió a absorber. Después de ese día pintaba cada fin de mes, luego cada quincena, luego a diario y comencé a descuidar mi trabajo; ya no entregaba ventas, me iba a las colonias solo y me quedaba parado en la calle porque ya no me daban ganas de ir a tocar casa por casa y ofrecer servicio de cable, que es lo que hacía. Vender me gustaba mucho porque platicaba y conocía familias, pero cuando volví a pintar ya nomás me levantaba, me bañaba, me ponía el uniforme y me iba a la calle, pero me regresaba en putiza a quitarme el uniforme y me ponía a pintar y a cierta hora, si había una junta, me ponía otra vez el uniforme y me iba a la oficina. En diciembre de ese año renuncié.
―Hace unos días miré el documental JR, que realizó tu hija Nicolasa. En una escena hablas del momento en que te encajaste un cuchillo para llamar la atención de tu esposa.
―Me pintan como alguien muy terrible, pero lo que pasó es que yo tenía que cuidar a mis hijas y pintar, pero mi ex esposa, que era investigadora [social], se iba al Valle de Mexicali a trabajar con un proyecto de jornaleros agrícolas y llegaba hasta las nueve de la noche o más tarde. Ya le había pedido que llegara temprano para tener tiempo de pintar una serie de una beca [Creadores con trayectoria; FOECA, BC, 2002] que tenía y que debía exponer en la Galería de la Ciudad. Una noche me prometió que al día siguiente llegaría temprano, pero volvió a llegar tarde y me enterré un cuchillo para demostrar que estaba furioso y emputado porque necesitaba pintar. Ella explotó de miedo y lloró y yo me sentí liberado, orgulloso, asustado; no pensé en la muerte; quería con mi performance explicarle cómo me sentía.
―¿Qué serie estabas pintando en aquellos días?
―Estaba pintando una serie que se llamaba 9/11. Nace la sombra. Era de una beca que había ganado y se suponía que debía terminarla en un año, pero duré tres años en acabar. Recuerdo que mi hermano nos había vendido un carro Tsuru color guinda, muy bonito. Una noche fui con un amigo, tomamos unas cervezas y me invitó un gallo muy bueno. Cuando iba manejando a mi casa me quedé dormido y de repente escucho un chingadazo, veo estrellitas y no podía respirar; me había estrellado contra un camión de Mangiamos Pizza. Una semana estuvo mi ex esposa sentada en las tardes viendo el carro chocado. Tenía seis meses con la beca y debía entregar veinticuatro cuadros y sólo llevaba dos que tenía colgados sin terminar; no avanzaba nada y estaba preocupado. Mi ex esposa, como es muy aprehensiva, me dijo que me tenía que ir de la casa. Le contesté que me caía de a madres que me pidiera que me fuera sabiendo que tenía un problema con mi proyecto que quería que quedara perfecto. No quiso esperar a que me fuera y ella se terminó yendo. Como dos años no supe dónde estaban mis hijas. Trataba de no pensar en ellas porque sabía que de otra manera no iba a poder vivir. Era el 2002, ese año me divorcié. ♠
Fotografías del mismo entrevistador
Jorge Damián Méndez Lozano nació en Mexicali. Siente una profunda emoción por la noche, los excesos y la comida china consumida de madrugada en alguna fonda oriental de la capital bajacaliforniana, en donde, mientras mastica, escucha sin entender absolutamente nada el mandarín o cantonés en que se comunica el personal de la cocina. Ha colaborado en las revistas internacionales Vice, Munchies y Creators. Textos suyo han sido publicados en las revistas: Generación, Crónica Sonora, Animal Gourmet, Infobae, The Clinic, Vanguardia, UABC Radio, Erizo, Sin Embargo, Neotraba, Publímetro, Excélsior, Diez4, Semanario Contraseña, Debate, Periódico Central, W Radio, El Mexicano y Siete Días. Ha laborado como docente en la Universidad del Valle de México, en el área de humanidades.