Smash

 

 

por Eduardo Sainz

 

I

Había llegado a Mazatlán por un tema económico. Después de trabajar durante toda su vida en empleos de poca monta, como guardia de seguridad o cocinero para empresas de comida rápida, no contaba con ahorros o una pensión suficiente para subsistir en los Estados Unidos.

   El tema de la familia no le importaba mucho. Padres muertos antes de él haber cumplido los 25 años, un hermano mayor fallecido hace mucho tiempo en un accidente de auto, sin hijos y relaciones con mujeres más tormentosas que duraderas, Tom tomaba cada día como venía. A sus 63 años ya conocía su país lo suficiente como para saber que no deseaba prolongar por más tiempo su estadía ahí. Ya sea por el carácter individualista de sus compatriotas, el ritmo de vida acelerado o la soledad que siempre lo había acompañado, había decidido por irse a morir a otra parte. Eso y que, con la pensión que recibía, no llegaba a cada fin de mes.

   Sus antepasados se remontaban a los Balcanes. Su abuelo materno había nacido en lo que hoy es territorio croata y emigró a los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Quizás por este origen se explicaba el carácter parco y sereno de Tom, cuyo apellido original, Jukic, se perdió para siempre poco tiempo después de que su abuelo desembarcó en Nueva York, en 1921, y se transformó en Junin.

   De México conocía poco. Cuando fue joven, durante la década de los 60, recorrió una entonces virginal costa del Pacífico, donde bebió hasta la inconsciencia un día sí y el otro también, probó la marihuana por primera vez y vio a las mujeres más hermosas que había visto en su vida por banquetas, kioscos, caminando desenfadadamente por parques y plazuelas, así como cualquier lugar en que posara sus ojos. Este recuerdo vívido de la belleza mexicana se quedó impregnado para siempre en su memoria, y le daba no poca pena admitir que, más de 40 años después, tuviera tanto peso como para sostener buena parte de su decisión por establecerse en México para pasar su vejez.

   Por entonces ya tenía nueve meses intentando residir en el país. Por recomendaciones de sitios web que visitaba, primero intentó hacer vida en Mérida, Yucatán. Había escuchado que la ciudad era amigable con el extranjero, además de novedosa y pujante; la encontró muy cara, aún para su estilo de vida austero. Después se mudó a Acapulco. Ahí se deprimió en menos de dos semanas. Sentía que vivía dentro de un ataúd hecho a la medida para el turista norteamericano.

   Siguió subiendo por la costa del Pacífico hasta llegar a Mazatlán, donde en la Zona Dorada encontró su ruidoso primer hogar. Especialmente los fines de semana, cuando parecía que la algarabía de los vehículos todo terreno, la banda sinaloense y el turismo en general se aglomeraban con el único fin de alterar su sueño y tranquilidad. Después de un par de mudanzas dentro del puerto logró asentarse en una acogedora casa al sur de la ciudad, en la Colonia Centro, en la que encontró la suficiente luz, espacio y amenidades para ser medianamente feliz. Se desplazaba en bicicleta cuando la situación lo demandaba, hacía las compras cerca de su casa y se aplicó en el aprendizaje del idioma español, en el que mostró mejoría al cabo de tres meses de estudio autodidacta y conversaciones que sostenía día a día en mercados, bares, restaurantes y plazuelas que frecuentaba.

 

II

Tom comenzó a visitar un centro deportivo público con el fin de jugar pickleball, el juego de moda entre la comunidad estadounidense radicada en Mazatlán. Lo hizo por invitación de otros asiduos a este deporte, que también eran habituales en los bares que él frecuentaba, y con quienes comenzó a coincidir en la barra más de lo que a su perfil bajo le hubiese gustado.

   Al principio la práctica le pareció entretenida, pero a mediano plazo comenzó a perder el interés. Pensaba en el pickleball como un deporte a medias, que no terminaba de inclinarse por el atletismo del tenis, o siquiera por la vistosidad del ping-pong. Prestaba más atención a lo que ocurría a su alrededor que al propio campo de juego. Así descubrió un deporte que lo mismo jugaban jóvenes que viejos, obesos que delgados, chaparros que altos, y pensó que lo mismo ricos y pobres. Se percató que no se requería un perfil específico para destacar, pues los mayores, a pesar de su poca movilidad, echaban mano de toda una vida de técnica de golpeo para imponerse; los más pasados de kilos basaban su juego en la fuerza de sus impactos; los más altos se beneficiaban de sus extremidades para llegar a los rincones más inverosímiles; así como los más bajos aprovechaban su centro de gravedad más cercano al suelo.

   Un día decidió acercarse después de jugar pickleball, y en lo que su mejor español le permitió preguntó de qué se trataba.
—Se llama frontón. Se inventó en México hace más de 100 años. Se puede jugar con la mano pero aquí casi siempre se juega con raqueta —le respondió Diego, un hombre de mediana edad y de aire despreocupado, lo suficiente como para que Tom se permitiera bajar la guardia.
—¿Puede intentar? —preguntó Tom, refiriéndose a sí mismo, pues aún tenía dificultades para conjugar verbos en español.
—Sí, use esta raqueta.
Después de cuatro partidas quedó en evidencia que Tom no era tan torpe como su físico corpulento aparentaba. Mostraba una especial determinación al momento del juego, con la suficiente concentración y un atletismo que le permitía no pasar vergüenzas, así se desempeñara por primera vez en waterpolo, rugby o bádminton.
—Pues no es tan malo, oiga. Se ve que ya ha agarrado una raqueta antes —le dijo Diego, aunque tenía demasiadas esperanzas sobre la habilidad de Tom.
—Hace meses jugando pickleball, pero creo que este me gusta más. Llevo tiempo observando aquí y como juegan ustedes.
—¿Cómo se llama usted?
—Tom.
—¿Es de Estados Unidos?
—Sí, pero vivir a Mazatlán hace varios meses.
—Páseme su número. Si quiere lo agregamos a un grupo de Whatsapp para que se entere cuándo venimos a jugar.
—Ok. Sólo es que no tener raqueta. ¿Ustedes jugar aquí siempre? — Tom se animó a preguntar a Diego, a quien percibió como alguien a quien le daba lo mismo ganar que perder.
—Pues cada fin de semana. De lunes a viernes está complicado, pero casi todos los domingos aquí vengo con mis amigos, como a esta hora.
—Ok, entonces yo también comenzar a venir con ustedes. ¿No problema?
—No problema. Si gusta le puedo dejar esta raqueta por unos días, para que practique —respondió Diego, quien tenía algo parecido a un don de gentes por las confianzas que se atribuía, sin pretensiones, y que en ocasiones desconocidos interpretaban como idiotismo.
A Tom esta proposición lo sorprendió con la guardia baja. Lo meditó por unos segundos, raqueta en mano, mientras observaba más a lo lejos a un grupo de niñas intentar encestar una pelota de basquetbol.
—Muchos gracias. Yo cuidarla bien por ti.
—Si ya no lo vuelvo a ver por aquí ya supe que es porque se clavó mi raqueta —bromeó Diego, quien se sintió avergonzado al ver cómo subía un rubor mal disimulado en Tom.

   Durante las siguientes semanas Tom se sumergió en la cancha pública de frontón para practicar. Se hizo de un par de pelotas de goma, así como una de tenis. Comenzó entonces a sensibilizar su muñeca al golpeo; acostumbró su mano a la sensación de la raqueta, sus costuras y el tacto del mango; interpretó el desplazamiento de la bola dependiendo de dónde impactara en la pared y en el suelo; y comenzó a leer la intención de sus oponentes segundos antes de que ensayaran algún gesto, volteando a ver sus movimientos. Al mismo tiempo mejoró su condición física y su ánimo en general se vio de mejor espíritu. Sintió que tenía cabida en un pequeño lugar del mundo.

 

III

Al cabo de un par de meses Tom ya se desempeñaba con cierta destreza sobre el terreno de juego. Su español había mejorado y aprendió rápidamente los tecnicismos que se usan en una partida de frontón: va, fuera, corta, larga, reta. Entre los asiduos ya lo apodaban “el gringo”.
Aquella tarde de domingo estaba por caer el sol, Tom ya llevaba dos horas batiéndose con distintos contrincantes. Se encontraba de buen ánimo, después de enlazar tres victorias consecutivas, aunque su cuerpo ya resentía el cansancio. Fue entonces cuando se enfrentó a Ricardo, un jugador de edad similar a la suya.

   En circunstancias normales Tom ganaría sin contratiempos a su rival, pero debido a su fatiga,  Ricardo fácilmente puso el marcador 4-1 a su favor, en una partida a siete puntos. Ricardo entonces realizó un saque que Tom devolvió con un golpeo de revés, a mediana altura. La pelota viajó plana, rebotó en la pared de fondo y fue devuelta con fuerza por Ricardo con su derecha, lo que obligó a Tom a realizar otro revés, aunque este último forzado y recargando el cuerpo sobre su izquierda y por debajo de la cintura, lo que hizo que la pelota dibujara una parábola de globo, a baja velocidad. La bola rebotó una vez más contra la pared y Ricardo previó la oportunidad perfecta para golpearla franca, de frente, antes de que cayera sobre el piso del campo de juego.

     Tom siguió todo este intercambio con la vista. No tuvo los reflejos ni la concentración suficiente para anticipar que la diminuta pelota de goma terminaría impactando su ojo izquierdo. Tras el último golpe de Ricardo, Tom comenzó a inclinarse sobre sí mismo mientras se llevaba ambas manos a su rostro. Entre el aturdimiento que comenzó a experimentar, Tom presagió el acontecimiento de algo irremediable, lo supo por un zumbido que se apoderó de su cabeza y un súbito mareo.

   —¿Qué pasó?, ¿le pegó la pelota? —preguntó Ricardo, quien no había alcanzado a observar el destino de golpe.

   —Ojo. No abrir —contestó Tom, asustado. Las palabras apenas se entendían, tapadas por sus manos y por su español rudimentario.

   —Quítese las manos para ver qué pasó.

   Lentamente Tom levantó ambas manos de su rostro, como si tuviera miedo de abrir una cortina. Los demás deportistas y los curiosos que se encontraban en las gradas comenzaron a acercarse.

    —Híjole, tenemos que llevarlo a urgencias.

 —No poder ver —contestó Tom, su rostro comenzaba a desfigurarse por el miedo. Aunque de carácter reservado, la inminencia de quedar parcialmente ciego lo despojó de cualquier pudor.

   —Mejor no hable, compa. Póngase esta camisa en la cara y no se la quite, pero tampoco haga mucha presión.

   Tom siguió estas instrucciones maquinalmente. Demás deportistas que se encontraban en las instalaciones comenzaron a acercarse curiosos por el tumulto. Entre la multitud también estaba Diego, quien dejó de jugar basquetbol apenas advirtió el alboroto.

  —No mames, cabrón, vámonos ya al hospital. Yo te llevo —le ordenó Diego a Tom.

 

IV

Tom perdió su ojo izquierdo. Consideró por varios días cubrirlo con un parche. Contaba con el perfil para pasar por un buen pirata, pero desistió de esta idea por las miradas que sabía que atraería. Optó entonces por portar siempre gafas de sol y en lugar de corsario pasar por estrella de rock.

      Regresó a las canchas de frontón apenas sus lesiones se lo permitieron. Jugaba con sus lentes en el día y en la noche, y dejó de voltear hacia atrás o los costados para observar el golpeo del contrincante. Siempre miraba al frente, a la pared, esperando la aparición de la pelota, su rebote y su desplazamiento. Entonces él se trasladaba a su encuentro raqueta en mano. Se ganó un respeto velado entre los demás jugadores, quienes pensaban que no a cualquiera le gustaría tanto el frontón como para regresar a practicarlo, considerando lo ocurrido. Aunque Tom sí había encontrado en el frontón su deporte predilecto, era más bien la aceptación estoica de la desgracia lo que le permitía seguir jugando.

      Durante el traslado y estancia hospitalaria Diego se puso a la disposición de Tom. Iba y venía con medicamentos, artículos de primera necesidad, y demás atenciones y acompañamiento que el gringo ocupó. Ahí Diego pudo reconocer la naturaleza y circunstancias de vida de Tom, pero decidió mirar para el otro lado, y sólo cumplir con lo que él interpretó como su responsabilidad. Después de todo, él le había regalado su primera raqueta. ♠

Eduardo Sainz  (Mazatlán, 1995). Egresado de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Coautor de los libros El Renacer Turístico de Mazatlán (2005-15) y El futbolista sinaloense. Talento, fuerza y garra. Becado por la Academia Mexicana de Ciencias para desarrollar estancias de investigación en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (2016) y la Facultad de Estudios Superiores Acatlán UNAM (2017), con temas relacionados a política, cine y literatura. Becario de Literaria Centro Mexicano de Escritores 2024-2025.

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