por Asael Arroyo Re
Si has pasado suficiente tiempo vivo sabes que apenas alcanza la vida para hacer una cosa bien. Y en muchas ocasiones esa cosa ni siquiera la eliges. El mundo se impone. Bajas los brazos. Te quejas. Luego mueres. Es así. Pero Larry Brown, no.
Después de conducir montacargas y camiones, después de ser marine, después de trabajar diecisiete años como bombero apagando incendios por toda la aplanada región de Misisipi, un día cualquiera, mientras pescaban bagres en un tanque, Brown le dice a un amigo que, de ahí en adelante, va a escribir. Y el amigo no se ríe.
Sin plan, sin certezas, tarde y desde cero, se encierra a escribir los fines de semana. A enviar cuentos a revistas y a ser rechazado. Una y otra vez. Así, durante diez años.
De esa época, Mary Annie, la mujer de Brown, cuenta: “Yo no me casé con Larry el escritor, no pedí esto”. Pese a la sorpresa en un inicio, fue ella quien le regaló su primera máquina de escribir, fue ella quien más creyó en su talento, y quien lo cuidó de él mismo: “Lo vi quemar una novela. Tuvimos una de nuestras peores peleas por sus escritos cuando decidió que Dirty Works no era bueno y lo estaba quemando. Esa fue una vez que me puse firme y le dije que él había trabajado demasiado, que yo había trabajado demasiado, y que él no quemaría ese libro”. Dirty Works es la primera novela publicada de Brown.
Brown nació en Oxford, Misisipi, en 1951. El mismo pueblo de Faulkner. Hasta ahí las semejanzas, porque si Faulkner pertenecía a una familia acomodada, Brown era hijo de granjeros. Y eso está en su literatura. Hay vida: los personajes transpiran, chorrean, muerden, devoran, soldan, cazan. Nadie dura limpio por mucho tiempo.
Es parte de una literatura del sur profundo de Estados Unidos donde todo está condenadamente mal, y nadie espera que las cosas mejoren. A lo que escribe Brown se le llama grit-lit, un género que, en palabras de Kiko Amat, huele «a puñetazos en el barro bajo una tormenta de verano. A piel de animal salvaje dejada a secar. A caravanas al sol, trailer parks, grúas abandonadas y pesca con dinamita. Huesos rotos y oxicodona. Dientes podridos y laboratorios de meta”.
En un mercado norteamericano saturado de relatos con un tufillo demócrata —creados en la respingada costa este o en la progresiva costa oeste—, es extraño toparse con historias donde no sepamos de antemano quiénes son los buenos y los malos. Para Brown, todos —un poco más, un poco menos— son verdaderos hijos de puta. La violencia no está reservada para los villanos. Un rifle no vuelve a alguien malo. Un personaje puede ser racista, y no por eso es una caricatura. Los valores son otros. Ahí está lo divertido y lo desgarrador.
Para Brown, la felicidad no se alcanza nunca. O sí, pero es una felicidad que apenas dura media hora: cuando bebes cerveza en el porche después de haberla descongelado con el agua caliente de la regadera o al leer la carta de una revista que rechaza publicar tu cuento pero te felicita por la energía de tu escritura y manda besos y bendiciones. La otra felicidad —la de objetos relucientes y emociones puras— no está hecha para sus personajes.
De su infancia dijo en una entrevista: “La mayoría de mi infancia fue miedo. Sé que suena mal, pero es que era así. Mi papá levantaba la televisión y una vez la arrojó por la ventana. Una de esas teles enormes y pesadas de ese entonces. Una vez se emborrachó y quemó unas llantas, riéndose como un demonio. Se sentaba en algún lugar de nuestra vieja cocina y disparaba a ratoncitos con una pistola de aire. Lo amaba, de verdad que sí, pero nunca voy a tenerle miedo a algo como le tuve a mi papá”.
Murió en el 2004. Su corazón no pudo más. Es una lástima. Apenas una semana antes, había terminado de construir una cabaña para refugiarse y escribir. Luego de su muerte, ya nadie ha dicho esto de ser bombero: “Me gusta cómo se instalan las luces a un lado de la carretera en un accidente, me gusta la fuerza increíble con que se abren los separadores hidráulicos Hurst, me gusta cómo estrujan los pilares del techo del vehículo, me gusta cómo los puedes forzar por debajo de las bisagras de la puerta para reventar los pernos, dejar que la puerta caiga y asomarte para ver las piernas del accidentado y determinar en qué posición se encuentran”.
Al abrir sus libros lo imagino subido a un camión de bomberos cruzando Oxford a medianoche, o arrastrándose por una casa en llamas, o sosteniendo una de esas mangueras de sesenta kilos, cubierto en cenizas, pensando que todo eso está bien, pero que nada se compara con llegar a casa, besar a Mary Annie y escribir hasta el amanecer. ♠
Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) es licenciado en la carrera de Derechos Humanos y Gestión de Paz, por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dirige y edita la revista digital El Septentrión. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016 en el rubro de periodismo cultural. Fue becario del PECDA en el 2020 y es maestro en antropología social. Actualmente, da talleres de escritura y cursa un doctorado.