Crece, explota, desemboca

 

por Marla Lucía Márquez

 

Pide uno de esos diarios con candado y escribe en sus hojitas rosas y moradas decoradas con Hello Kitty todo lo que te sucede. Escribe todos los días como si fuera una manda: “Querido diario…”. Pronto te darás cuenta de que todos los días son iguales. Te cansarás de que no pase nada más que el examen de historia o matemáticas, y entonces querrás provocar que algo suceda. Dile al abuelo que escribiste una canción con el teclado que te regaló hace poco. Muéstrale las frases gastadas que anotaste en las últimas hojas del cuaderno de español. Seguro que se le iluminarán los ojos y te dará una palmadita en la espalda. Deja que un día descubra que nada de eso era tuyo, sino de un programa de televisión infantil. Decepciona desde temprano para que desde entonces una voz en tu cabeza te repita, cada vez que algo medianamente bueno suceda: “No eres tan buena, ¿sabes? En realidad, eres terrible”.

  Ahora que las expectativas sobre ti están bajo tierra, intenta escribir algo. Empieza por transcribir poemas de señores rancios como Sabines y Neruda. Copia en una libreta universitaria, forrada con recortes de revistas, frases como: “Desde el fondo de ti, y arrodillado, un niño triste, como yo, nos mira”. Justo al lado estará la letra de “Antología” de Shakira. Escribe cartas para el niño que te gusta y deja que tus amigas las lean. Las niñas a los trece años son impresionables; después se vuelven más exigentes. Sara dirá:

  —Yo diría que avalancha de amor ya está trillado.

  Berta le quitará la hoja.

   —Quizás podrías usar… —hace una pausa dramática—. Avalancha de pasión.

   Todas las niñas se reirán y aullarán y darán vueltas con las faldas tableadas, y el sonido de la suela de los zapatos Mickey Mouse se escuchará hasta el piso de abajo.

    —¿Y por qué siempre tiene que ser la palabra avalancha? ¿No hay otra? — dirá Martha viéndose en  un espejito y delineándose el párpado inferior de negro.

    Cómprate otra libreta más grande. Y un diccionario de sinónimos y antónimos. Carga siempre con eso porque la vida está llena de momentos muertos en Navidad y en las reuniones familiares.

    A los quince leerás un verso en la clase de español. Un fragmento de un poema de la monja que aparece en algunos billetes de doscientos. Lo leerás antes del paseo escolar al orfanato en las afueras de la ciudad. Mientras observas las camas de esos niños sin hogar, pensarás en todo el mundo. En que hay personas capaces de crear cosas de la nada, cosas que sobreviven durante años y terminan siendo enseñadas en una clase de español de tercer grado. De regreso, en el camión, escribirás en tu libreta, con letras mayúsculas, el verso de Sor Juana: HOMBRES QUE ACUSAÍS A LA MUJER SIN RAZÓN, SIN SABER QUE SOIS LA OCASIÓN DE LO MISMO QUE CULPAÍS. Estará junto a la letra de “Ciega, sordomuda”, de Shakira.

   Un día te comprarás otra libreta, aún más grande, y le pondrás: Capítulo 1. Empezarás a escribir, con letra manuscrita intencionalmente horrible, algo que juras que es una novela, porque ser una niña y ser ambiciosa no son palabras excluyentes. En la prepa conocerás a un chico. Te gustará desde el primer día por su forma de caminar y su camisa escolar holgada. Una mañana, mientras esperas en la jardinera a que llegue la maestra de química, él se acercará y te preguntará qué haces. Se sentará a tu lado.

  Le dirás, un poco nerviosa:
—Escribo.
Él responderá:
—Cool. También me gusta escribir.

  Se sentirá como ver al primer humano semanas después de haber naufragado. Te pedirá que le muestres lo que escribes, y tú le darás un par de hojas con una escena erótica y muy cliché.

  Al día siguiente, te dirá:
—Tengo algo para ti.

   Te devolverá tus hojas, junto con un par más, escritas con su letra minúscula. Será la misma escena que le diste, pero narrada desde la perspectiva del personaje masculino. Tú le dirás, indignada, que tu personaje jamás usaría una frase como “pechos suaves que son como campanas”, porque es el peor oxímoron que has escuchado en tu vida. Dirás que no tiene sentido y saldrás corriendo. No volverán a hablarse, aunque, en secreto, releerás esas hojas de vez en cuando.

  También escribirás cartas de amor para la novia de un amigo. Le pedirás detalles: cómo y dónde se conocieron, cuál fue su primera cita, qué sintió cuando la vio por primera vez. Luego escribirás como si fueras un chico de dieciséis años que se enamora por primera vez en la quinceañera de su prima.

   Él te dirá:

   —Le gustó mucho. Haz otra.

  Tú responderás:

   —Ok, pero serán veinte pesos por carta.

   Haz la tarea de literatura de un compañero del salón a cambio de que invite al chico que te gusta a su fiesta. Pasa gran parte de tu tiempo leyendo y escribiendo, en lugar de hacer las cosas típicas de los jóvenes de preparatoria: entrar a bares con una identificación falsa, tener el primer, segundo o tercer novio, fumar, beber cerveza en la playa o tener la primera vez. La primera vez de lo que sea.

   En esas clases de orientación vocacional, que son lo más parecido a tener horas libres, contestarás exámenes que te dirán que deberías estudiar teología o bibliotecología. Pero eso suena bastante aburrido, o como algo que estudiarías si vivieras en Egipto. En la lista habrá algunas otras opciones, como filosofía y literatura: opciones viables para alguien que nunca ha tenido que buscar un empleo, que nunca ha llenado —y mucho menos enviado— una solicitud a ninguna parte. Te tomarás un tiempo. Has escuchado que los años sabáticos pueden aclarar el panorama.

     En esos meses, te inscribirás en un taller de poesía los martes y los jueves, junto a mujeres que escriben sobre sus rupturas amorosas y también sobre sus divorcios. No habrá computadoras ni teléfonos celulares, solo un montón de mujeres de todas las edades sentadas en círculo, escribiendo en una libreta. La maestra, una mujer robusta con el cabello muy corto y esa actitud de tía que toma mezcal, que tiene la voz ronca y que anima las fiestas, dirá:

   —Si a su novio o esposo les asusta que ustedes le escriban poesía, ¡pues déjenlo! —las mirará a todas por encima de los lentes. Luego leerá uno de sus poemas, su dedo índice será el separador en el libro delgado y rosado que tiene su nombre en la portada. Todas las mujeres del círculo compartirán miradas, y tú voltearás a todos lados, sonriendo y buscando complicidad. Aunque, ¿por qué la habría? No tienes divorcios ni rupturas, solo una. Un intento de noviazgo que duró un mes. Un mes con sus cuatro semanas.

   Todas se reirán y asentirán, aunque no te quedará tan claro por qué. Luego, la maestra hablará de su libro, de su esposo y de sus poemas, pero nunca los leerás. Te preguntarás si es que leerlos es absolutamente necesario y te responderás a ti misma que no. Pensarás también en tu novio actual y te preguntarás qué pasaría si le muestras lo que escribes. Renegarás: aquel noviazgo de un mes que no funcionó fue más porque él era un tonto y se comportaba como un niño. Te dirás que la poesía no tuvo nada que ver.

   Te decidirás por la carrera de filosofía porque escribir cartas, poemas de amor y cuentos de mujeres fantasma y vampiras góticas que deambulan en cementerios se volverá bastante predecible. Pasarás los siguientes cuatro años sin saber muy bien lo que está pasando. Te dirán que la cerveza es buena para escribir ensayos y fumarás cigarrillos mentolados entre cuatro paredes, dejando que el humo impregne tu ropa, que olerá a cenicero. Escribirás cosas muy abstractas que suenan listas para un público promedio, pero que son los peores ensayos de lógica, los peores de metafísica, los peores de ética y antropología filosófica. Un maestro te pondrá en la primera hoja: no sabes escribir. Al parecer, tampoco leer. Otro maestro anotará: Hace falta más reflexión, ¡échale coco! o ¿acaso leíste? No entenderás nada de nada, sin importar la época, qué tan viejo sea el personaje, ni qué tan ridículo sea su peinado. Pero a diario verás a veinteañeros jurar que lo entienden, o fingir que lo entienden, nunca se sabe. Nunca estarás completamente segura. Mirarás sus caras, que te devuelven la mirada con desdén. Caras regordetas de personas que, hace un par de años, eran solo unos niños.

  —Pero si los prolegómenos son lo más fácil de Kant.

  —Seguro que sí —responderás con una sonrisita complaciente, incluso con la cabeza ladeada mientras dices para tus adentros pues métete tus prolegómenos por el culo, Fernanda.

  Como sea el caso, entre la clase de filosofía moderna y la de contemporánea, te enamorarás de nuevo, y será un amor medianamente correspondido. Lo suficientemente ambivalente como para que salga uno que otro poema, como el último tirón de una tanda de diarrea. Te deprimirás, como si hubieras visto los síntomas en un manual, y el psicólogo te dirá que la escritura es una actividad muy solitaria. Tan solitaria. También dirá:

  —Deberías dejarlo. —Hará un gesto despreocupado —. En lo que te recuperas.

  Saldrás del consultorio con un peso menos de encima. ¿Cómo no lo viste antes?

  Querido diario:

  Hoy, después de mucho tiempo, escuché a los pájaros cantar. Si me quedo callada y trato de no pensar, en realidad los pájaros siempre están cantando. Siempre hay uno, a lo lejos, cantando.

  Dejarás la filosofía para después (o nunca) y entrarás a estudiar psicología. Todo eso de escribir se volverá un gustito cualquiera de adolescente, algo de otra época, de otro tiempo. Como cuando ves en fotografías antiguas a mujeres con corsés o peinados gigantes y piensas: eso hoy no podría pasar. Algo muy lejano, algo que da vergüenza. Ahí, lo más cercano a escribir será la investigación, así que te dedicarás a eso, aunque escribir un párrafo sea como esa tortura en la que te cae una gota tras otra hasta que te quedas loco.

  —Esto es ciencia. No hay espacio para reflexiones —dirá algún investigador, sentado detrás de su escritorio, sobándose la barriga—. Sujeto, predicado —repetirá—. Sujeto, predicado, ¿captas?

  Saldrás del cubículo pensando que el cerebro termina de madurar a los veinticinco años, y que a partir de los veintiséis, lo único que importa es saber usar sujeto y predicado.

   Un día, el hombre con el que llevas ya seis años de relación dirá, mientras comen el segundo plato de cereal nocturno:

  —Amor, si pudieras ser lo que sea, ¿qué serías? —preguntará él, con un tono de voz muy suave, como un adulto que le pregunta a una niña qué quiere ser cuando sea grande—. Yo sería escritor —se responderá solo—. Me gustaba escribir ensayos en la preparatoria.

  Sentirás una pequeña luz empañada en el interior y estarás tentada a decir yo también, pero solo serás capaz de responder:

  —Teóloga —y comerás del cereal con malvaviscos de colores—. Bibliotecóloga… ¿o Egiptóloga?

  —¿Como Evelyn Carnahan en La Momia?

  —Totalmente.

  Habrá risas. Le dirás que no soportarías otra actividad más sentada y que la tesis de maestría te tiene todo el culo plano y chato. Y todo estará bien, salvo que el estrés le hace cosas a la gente en la cabeza. Lo sabes. Los psicólogos lo dicen todo el tiempo, son palabras viciadas: el estrés le hace cosas a la gente en la cabeza.

  Un mensaje del tutor de tesis: Renuncié al instituto.
Un mensaje de la coordinadora de posgrado: Se está evaluando tu caso.
Tu caso. Eres un caso.
Un mensaje del director del Instituto: Haremos todo lo que esté en nuestras manos para que te    gradúes.

  Tu vida se redujo a las ochenta y cinco páginas —y contando— de tesis. Frágiles como seleccionar todo y oprimir borrar.

  Querido diario.

  Estoy cayendo. No he dejado de caer.

   Solo serán un par de días. Las ochenta y cinco páginas de tesis no se harán ochenta y cuatro si te tomas unas cuantas horas. Una oración insistente en la cabeza —obsesiva, arraigada— se volverá dos oraciones, luego tres, luego cuatro, todas sostenidas por el hilo de un diálogo interno. Abrirás la computadora. La página estará en blanco, el cursor parpadeando. ¿Cómo se escribirá una oración cuando no hablas de lo que los otros hablan? Cuando no viene seguida de una cita, ni del apellido de alguien que no conocerás jamás. Supondrás que igual que otras oraciones: con un sujeto y un predicado.

   Después de pensarlo por meses, te inscribirás a varios talleres de escritura. Estarás temblando en el primero; será difícil presionar el botón de inicio de sesión en Zoom. Tu mano se moverá sin que puedas hacer mucho para controlarla. Será un taller en línea del que sabrás por una publicidad en Facebook. Habrá personas que escribirán páginas y páginas sobre mundos fantásticos, saqueos de piratas, cuentos infantiles y otros temas que, con toda seguridad, nunca leerás. Tú escribirás solo un párrafo, en el mismo lapso en que otros escribirán tres páginas.

  —Una historia tiene que avanzar —dirá el primer maestro. Solo se te ocurrirá escribir sobre relaciones que terminan, sobre rupturas y divorcios—. Si no avanza, el lector se aburre.

   Luego entrarás al segundo taller por recomendación de un buen amigo. Rumbo al lugar, te perderás. Nunca habías puesto atención en esas calles. La vista irá en el camino, las manos en el volante, pero la mente estará bifurcada entre dos pensamientos que se retroalimentan entre sí: “¿Y si no puedo?” y “Claro que puedes”, pero, “¿Y si no puedo?”. Escucharás a los pájaros a lo lejos cantando y simplemente llevarás a tu cuerpo en semiautomático a ese lugar. Lo harás bien. Un párrafo se convertirá en dos, en tres, en cuatro. En muchos.

   —Una historia no es un retrato fiel de la realidad —dirá el segundo maestro. Entonces aprenderás a omitir detalles que no tienen nada que ver con la trama, y a agregar otros que comunican lo que quieres decir, aunque no sean verdad. Comprenderás que todas las historias pueden ser interesantes si sabes cómo contarlas; que no tiene que pasar algo extraordinario para que un texto quiebre; que lo simple es bello. Aprenderás que la repetición y el orden de las palabras importan. El ambiente se volverá cercano, familiar, catártico: algo entre un hogar y una reunión de neuróticos anónimos.

   —Un texto no puede acabar como una canción a la que solo le bajas el volumen —añadirá.

   El segundo maestro citará a muchos autores y dirá frases geniales que entenderás solo en teoría, que serán tan claras, tan lógicas, tan nítidas… hasta que toque plasmarlo en un papel. Leerás a escritoras brillantes, vivas, que respiran, que no están desintegrándose bajo tierra: leerás un ensayo dedicado solo al color azul; una novela sobre una chica que quiere dormir un año entero; la diferencia entre decir “ave” y “pájaro”, y todo se sentirá como una ebullición, un borboteo de ingredientes hirviendo a fuego alto. Habrá mucho té y cervezas. Las personas que comparten una pasión suelen tener muchas cosas en común, a veces demasiadas.

   Entenderás una premisa universal: escribir es sentir. Entonces sentirás y escribirás. Y, a veces, escribirás llorando; y a veces no se podrá leer lo escrito por la misma razón. Escucharás las palabras que anhelas escuchar, que todos anhelamos escuchar.

   Habrá aplausos.

   Habrá certezas: escribo bien.

   Habrá dudas: ¿escribo bien?

   Habrá más talleres: el tercero, el cuarto, el quinto. Personas de todas las edades. Personas a las que les gustará lo que escribes y personas que se quedarán en silencio. Escritores que escriben mucho, escritores que no escriben nada, escritores que escriben y no lo muestran. Los que siempre leerán primero y los que se quedarán hasta el final.

   Pero, en el fondo, siempre hará falta algo.

   Algo que no se encuentra en un lugar físico, ni en un aula, ni en una llamada de Zoom.

   Comprenderás otra premisa universal: nunca serás tú quien escribe. Escribirá la niña que fingía componer canciones, la que escribía en su diario, la que escribía porque no pasaba nada. La que escribía cartas de amor para otros. La que escribía sobre cementerios y mujeres fantasma. Aprenderás que existe la autocensura: que escribirás y borrarás, escribirás y borrarás… Hasta que quede algo en medio de quien eres y de quien quieres llegar a ser.

   Dejarás los talleres.

   Escribirás por tu cuenta.

   Escribirás poco. Luego nada.

   Pensarás mucho en los finales, en las cosas que se acabaron y en las que se están acabando. Amarás los finales sin sentido, las historias que se extinguen, que agonizan, que se mueren porque sí.

    El final crece, explota, desemboca en otra cosa.

    Es lógico, sencillo, nítido.

    No busca enseñarte nada.

    No tiene moraleja.

    Solo termina aquí. ♠

Marla Lucía Márquez (Ensenada, 1989) es licenciada en psicología y maestra en ciencias educativas. Ha sido parte de talleres de cuento y ensayo creativo organizados por El Septentrión desde 2023.

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