Parece una regla: si escribes sobre Ottessa Moshfegh, debes hablar sobre aquella entrevista con The Guardian. A media charla, Ottessa dijo que Eileen —la novela por la que acababa de ganar un premio y, básicamente, la razón para entrevistarla— era una mierda. Que McGlue, su primer libro, era mejor. Que para escribir Eileen había seguido uno de esos manuales tipo Escriba su novela en ochenta días. Eileen era una fórmula comercial, un proceso nada artístico. Y el jurado, una pandilla de imbéciles por no haberse dado cuenta.
Su agente, imagino, habrá apretado los dientes y pensado por qué decir algo como eso, por qué no mantener la boca cerrada, si las cosas iban tan bien. Pero esa fue una primera señal: Ottessa no puede dejar de ser Ottessa. Pese a ella misma y contra ella misma, porque —lo dirá después— ser normal es la muerte.
Pero antes —siempre hay un antes—: Ottessa creció en Newton, Massachusetts, el lugar con más psiquiatras por habitante de Estados Unidos. Su mamá es croata, de una familia de partisanos que pelearon contra los mismos nazis. Su papá es iraní, hijo de una de las familias más ricas de ese país (Ottessa ha dicho que su abuelo era dueño de la mitad de Tehran). Y ambos son violinistas. Ottessa intentó ser música pero confiesa que nunca fue tan buena como su hermana mayor.
De esos años dijo una vez: “Me sentí en el infierno durante la mayor parte de mi infancia, adolescencia y mis veinte años. Hubo un breve período, cuando tenía poco más de treinta años, en el que sentí que la vida estaba bien, y ahora me siento como en un infierno otra vez. La forma que tomó ese infierno es precisamente de lo que se trata mi trabajo”.
Menos mal que su hermana fue un prodigio del violín y que su infancia fue infernal. Que sus padres fueron víctimas de regímenes fascistas. O nos habríamos perdido de personajes en paz con lo peor de sí mismos. A veces hundidos en una lujosa putrefacción, otras redimidos a medias. Siempre despidiendo un olor fétido y floral.
Ella misma ha dicho:
—Algunas personas vienen a mí y me dicen: Vaya, tus personajes están realmente jodidos. ¿Por qué están tan jodidos? Y yo respondo: Porque tú estás jodido. Porque todos estamos jodidos. ¿Cómo no estar jodido?
Y:
—Mi escritura permite a la gente luchar contra su propia depravación, pero al mismo tiempo es muy refinada… Es como ver a Kate Moss cagar.
En su novela Mi año de descanso y relajación, una chica neoyorquina que lo tiene todo, quiere empastillarse y dormir durante un año en su penthouse. Las primeras semanas de su proyecto transcurren así: “Al principio, venían a recoger la ropa sucia y a dejarme ropa limpia una vez a la semana […] Me gustaba sentir las bocanadas de olor a ropa limpia mientras me quedaba frita en el sofá […]. Durante un tiempo, aparecía en el correo lencería de mal gusto de Victoria’s Secret, tangas de color fucsia o verde lima con volantitos y picardías y negligés, todas empaquetadas en bolsitas de plástico. Metía las bolsitas de plástico en el armario e iba sin bragas”.
Ottessa entiende que no hay por qué hacer del mundo un lugar mejor, basta con entender cómo se pudre y abrir bien los ojos para describirlo. Por eso la crítica no sabe qué hacer con ella. ¿Tiene sentido la depravación de sus personajes? ¿Es Ottessa una nihilista? ¿Por quién vota Ottessa? ¿Es feminista? Nadie lo sabe. Tampoco es que ella haya querido resolver esas preguntas. Como sus creaciones, no se esfuerza por caer bien. Lo único cierto es que confía en que depravación y sofisticación pueden ir de la mano.
Si me carcajeo y asombro al leerla es porque sus personajes están llenos de voluntad. Se rehúsan a ser víctimas. Los demás no son los opresores: la opresión viene de adentro. Viven dentro de un torbellino de malas decisiones, pero Ottessa nunca intenta rescatarlos, quiere que las ráfagas de viento estén cada vez más cerca y corten más hondo.
En los cuentos de Nostalgia de otro mundo, no hay redención, el arco nunca se completa. Una maestra alcohólica, para no perder su trabajo, hace trampa y resuelve ella misma el examen porque considera demasiado ineptos a sus alumnos. Y si no sabe contestar a alguna pregunta en clase, les habla de cómo la gente que de verdad se quiere no usa condón y practica el sexo anal. Una chica vuelve religiosamente cada verano a un pueblo atestado de “adolescentes salvajes, hombres cojos, madres jóvenes, niños desperdigados por el suelo de hormigón como las ratas o las palomas perezosas por la ciudad […]. La vulgaridad del pueblo era reconfortante, como una peli antigua en blanco y negro”.
Antes de sentarme a escribir esto no tenía idea de que a Ottessa le interesara tanto la moda —ha desfilado para Maryam Nassir Zadeh, Vogue Italia la tiene en una de sus portadas y ayudó a escribir las notas de desfile para Proenza Schouler—, ni que uno de sus libros favoritos fuera El cartero de Bukowski.
¿Quién lee a Bukowski hoy día? Nadie normal.
Qué bueno.
Brindemos.
Ottessa no está muerta. ♠
Fotografía de Jake Belcher
Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) es licenciado en la carrera de Derechos Humanos y Gestión de Paz, por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dirige y edita la revista digital El Septentrión. Ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California 2016 en el rubro de periodismo cultural. Fue becario del PECDA en el 2020 y es maestro en antropología social. Actualmente, da talleres de escritura y cursa un doctorado.
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