Cine Maya

 

 

 

por Asael Arroyo Re

                                                Fotografías de Sofía González

 

¿Qué es un cine que se dedica a proyectar películas pornográficas? ¿Un lugar para romper tabúes o para reforzarlos? El cine Premier, más conocido como cine Maya, emplazado en el centro de la ciudad, sobre la Avenida Cuarta, es un espacio cercano al olvido. Socialmente es aceptado a medias. A medias pues la aceptación se hace con los ojos cerrados: lo que no veo no existe. Y cuando existe es por un asombro fugaz —«¡¿Un cine porno en Ensenada?!»— que rápidamente se convierte en asunto traspapelado.

   Yo supe de él hasta hace unos meses cuando, después de un partido de fútbol, caminaba junto a un amigo y me dijo, «Mira, ése es el Maya». Me sentí ante un animal exótico, viejo. Había escuchado una o dos veces sobre un cine que proyectaba porno en Ensenada, pero lo imaginaba en un lugar periférico y no en pleno centro —aunque el centro de Ensenada con locales arruinados y desatendidos que hablan de tiempos más felices que los actuales es una periferia céntrica.

   Paradójicamente este cine es el único refugio cinematográfico que ha sobrevivido al monopolio de Cinépolis en Ensenada. Quizá la respuesta a la paradoja sea su oferta. Visto por fuera, el Maya, derruido y oscuro, ha asumido el lugar que la sociedad le ha dado; pareciera avergonzarse de sí mismo. Las vitrinas en donde deberían ir los estrenos están vacías. Las dos columnas rojizas que sirven de soporte del pabellón de la entrada dan la impresión de estar a punto de desfallecer. Al estar ahí es fácil preguntarse si la siguiente semana será desmantelado.  Sin embargo, no es así. Resiste. Respira pausadamente, a la sombra de la primicia.

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El cine Maya abrió sus puertas desde 1938, me comenta Miguel Moreno, el gerente del cine Premier. Dice que hasta el mismo Pedro Infante lo visitó. Se especializaba en películas de comedia, según recuerda. Moreno, que está en el recibidor, de corta estatura y afable, gentil y de fácil trato, con una serenidad típica de quien parece asiático y tiene el pelo cano, me recuerda más a un maestro de secundaria que a lo que me esperaba del encargado de un cine pornográfico. ¿Qué esperaba? No lo sé. Pese a lo indefinido de la imagen, sí algo distinto.

   A la par de lo raro que es saber de un cine pornográfico surge la siguiente pregunta: ¿quién asiste? O, como mi abuela me preguntó al decirle que pensaba escribir sobre este cine, «¿Quién irá, si ya en la tele se puede encontrar de todo?». «Gente de todas clases sociales. Reservada. No quieren que nadie los vea», según Moreno. Y añade, con incredulidad, «vieras en Puebla, una ciudad donde hay una iglesia en cada esquina, allí van parejas y de todo. Allá son más liberales. Aquí la gente es muy persignada». En respuesta a la pregunta de mi abuela, habría que decir que el cine Maya ofrece algo que la televisión no: un descuento a las parejas, del 2 x 1, los martes y los miércoles. Le pregunto a Moreno qué tan frecuente es que una pareja entre a una función, a lo que me responde que esto es muy raro, no pasa.

    Podría decirse que el cine Maya es un filtro de posturas conservadoras y aburridas, pues si se lograra convencer a la pareja de ir y hacer de esta salida un encuentro romántico, ¿no se tendría la seguridad de que se está en una relación entretenida? Yo no tuve esta suerte: invité a la chica que me gusta y me respondió: «¡Detente!» En Taxi Driver,  el protagonista invita a una chica a la proyección del mismo género y es abandonado a los cinco minutos. No aprendí la lección.

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La entrada cuesta cuarenta pesos y, si se quiere, se puede estar desde las 2 de la tarde, hora en que abre, hasta las 9: 30 p. m., con un solo boleto. Entré a la función de La trampa—título discreto  para la falta de pudor de los nombres de las películas porno (Cachorritas, Ricas y mojadas). Al entrar a la sala, la oscuridad del lugar me abrumó. Sin ninguna luz que me permitiera ver dónde sentarme estuve parado quince minutos. Me moví con sigilo pues no quería tropezar e interrumpir algún tipo de proceso. Como si se tratara de una aparición, un caballero, en medio de la penumbra, se materializó frente a mí con un rollo de papel higiénico en mano; no supe si lo ofrecía,  para quien, víctima de la gripe, se quisiera sonar la nariz, o si era para uso propio y oculto. Lo mejor era no preguntar.

    Todavía de pie, me encontraba enfrascado desentrañando la trama de la película, pero no me dio ninguna pista concluyente la felación en la pantalla, aunque sí pude ver que los protagonistas eran rubios, hablaban en inglés, el presupuesto era bastante bajo y los diálogos fueron escritos sin ningún afán literario; más bien como un mal necesario que precede a lo verdaderamente importante:

—¿Tienes alguna verga? —pregunta una trigueña despampanante con acento ruso.

—No, pero sí una excelente panocha —responde una rubia estupenda con acento californiano.

   Pasados unos minutos ya más dueño de mí pude ver el pasillo y caminé hasta una butaca lo más aislada posible. De la atmósfera del lugar llamó mi atención la concentración y solemnidad. En ningún otro cine había sentido tanto respeto por parte del público hacia la proyección y los otros concurrentes. Un silencio total que producía la sensación de lazos de camaradería íntimos y patéticos. Inhalé con fuerza pero no reconocí un olor en particular, quizá sólo ese ambiguo tufo «a cerrado». Los espectadores eran pocos. Quizá unos diez en una sala en la que, afirma Moreno, caben hasta trescientos. Los asistentes se movían frecuentemente de lugar. Parecía que querían apreciar la obra desde distintos ángulos; desde todos los ángulos. Aunque, eso sí, sin importunar a los demás. 

   Pasaron unos minutos y la trama se volvió más clara. Era un asunto de doble espionaje, de la KGB, de la Guerra Fría y de mujeres androides cuyas piernas están hechas en Singapur y sus «tetas en Hollywood». Si uno no tenía idea de lo sucedido entre la Unión Soviética y Estados Unidos, antes de que cayera el Muro de Berlín, no pasaba nada, el director había logrado transmitir el mensaje. Soporté cuarenta minutos. La pornografía ya sea en mi cuarto o en el Maya la tolero en dosis pequeñas. Al salir de la sala me di cuenta de lo que por nerviosismo no noté en un inicio. En el mostrador se venden botellas de agua, Coca-Cola y café; palomitas, no. Retomé la plática con Miguel Moreno.

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—Miguel, ¿me puede contar de la historia del lugar?

—Es muy viejo este cine. Inició en 1938. Después continuó así hasta que por ahí de 1985 comenzaron a pasar películas de sexo. Sin trama. Nada más a lo que se va. En el 2000 quisieron hacerlo un cine familiar.

—¿Tuvo éxito?

—No. Nadie venía, y es muy caro tener la concesión de los estrenos. Sólo duró tres meses así. La pornografía estaba ya muy arraigada. La gente como que no quiso venir.

—¿Cuántos asistentes vienen en promedio?

—Unos cuarenta. Antes venían más. Unos cien diarios.

—¿Lo recolectado en la taquilla es suficiente para mantener a flote este cine?

—Casi no hay gastos y el dueño tiene otros cines en Tijuana, Puebla y el D.F.

—El lugar desde fuera pareciera abandonado. ¿Qué sucede?

—El patrón hasta el siguiente año va a aprobar el presupuesto para que se pinte.

—Señor Moreno, ¿ha sufrido por su trabajo algún tipo de incomprensión, de prejuicio social?

—No, es un trabajo y no tiene nada de malo. Mucha gente me conoce. Mis familiares lo saben. Yo me dedico a lo mío: abrir y cerrar, y hasta ahí.

—¿Desde hace cuánto trabaja aquí?

—Dieciséis años.

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   Le pregunté que dónde estaba el baño. Me señaló que a mi derecha, con cierta sorpresa de que no lo hubiera visto, pues no hay mucho en la antesala aparte de paredes descascaradas y baños. Entré, oriné y al intentar lavarme las manos me di cuenta de que no salía agua del lavabo. Me acerqué al señor Moreno y, por decencia, no estreché su mano. Algo en su mirada y en sus manos dentro de los bolsillos de su chamarra me hizo pensar que él, por decencia, pero sobre todo por conocer el estado de los baños, tampoco pensaba estrechar la mía. Nos despedimos, le agradecí, y al salir me dio en la cara la luz de la tarde.

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