Fue hace dos meses cuando tuve la oportunidad de charlar con Flora Calderón, la encargada del fomento a la lectura del Instituto de Cultura de Baja California. Le pregunté a quién se debía entrevistar en Ensenada, sí o sí, y Calderón fue concreta: Esther Aldaco y Rogelio Martínez. Me dio el teléfono de ambos. Un mes después, llamaba a Aldaco, estaba tras el teléfono, nervioso. Del otro lado de la línea, la misma Aldaco me contestó — esperaba que me respondiera alguna nieta, algún hijo, pero no ella y menos que su voz fuera tan jovial—. Después de presentarme, le comenté del interés por entrevistarla, su respuesta me volvió a sorprender, «Como que ya son muchas entrevistas, ¿no?» Me quedé callado. La sensación fue extraña. Me reí, me sentí desafiado, incluso desconcertado. Después le prometí que ésta sería diferente; no nada más hablaríamos de su obra, sino de su vida, de su persona. No supe si la convencí o no, pero me dijo que el siguiente miércoles en el Riviera (la casa de cultura de Ensenada), en su clase de pintura, podríamos sentarnos a charlar.
Una vez frente a ella, noté que el verdadero artista se cuece aparte: Aldaco, contrario al montón de señoras que te dicen que es de mala educación preguntarles su edad, intimidándote con la mirada para que desistas de preguntar «cosas impertinentes» (¿será que ven inminente chochear?), pregunta con cierto orgullo: «¿Saben la edad que tengo?». Sí: 91 años. Nació en 1924, unos años después del fin de la Primera Guerra Mundial. Al hablar de su padre, que es sin lugar a duda la figura que más la marcó, habla de la Revolución mexicana como un evento cercano. El tono al referirse a los Zapata, Obregón, Carranza e incluso al mismo Porfirio no es el típico del que los conoce —si es que los conoce— por lecturas de historia mexicana, sino de quien escuchaba de ellos cuando niña.
Esto es ya extraordinario. Además, los años posteriores a la Revolución mexicana fueron especiales para el panorama artístico mexicano, y Esther tuvo la dicha de formarse en este periodo, primero en Sonora y después en la ciudad de México. Apellidos como los Orozco, Kahlo y Rivera no le son extraños, aunque éstos no fueron su mayor influencia. Los que sí lo fueron son nombres no menos geniales: José Chávez Morado, Jorge González Camarena, Raúl Anguiano y, de manera especial, el valenciano Higinio Blat. Como ella misma lo afirma, y no se equivoca, «es como si hubiera estudiado en París».
Después de estar dos horas en este encuentro con Esther Aldaco, no me queda más que corroborar lo que Higinio Blat le expresó a su alumna, «usted es una artista, Esther, porque es original.»
En este encuentro, en adición, las ilustraciones de Krystel Rascón y el trabajo fotográfico de Sofía González abren otras «puertas de percepción» para conocer a Esther Aldaco.
—Asael Arroyo Re
El Septentrión: Usted nace en Monterrey, Nuevo León, en 1924, pero se cría en Sonora. ¿Cómo es que su familia se traslada a este estado?
Esther Aldaco: Mi papá fue delegado agrario por treinta años y lo cambiaban frecuentemente de estado. Tenía un carácter muy especial, muy diplomático. Tenía que vérselas sin balazos, ni títulos ni sombrerazos, con los terratenientes y con los campesinos a quienes les habían robado sus tierras. Mi papá ayudaba a calmar ánimos. A los terratenientes, los ricachones, se les dejaba su hacienda y lo demás era para los campesinos. Después viene Zapata: «La tierra es de quien la trabaja».
S: ¿Qué papel tuvo su papá en la Revolución mexicana?
EA: Desde los veintiún años que sale de la escuela en Ciudad Juárez, se organiza en contra de don Porfirio. Un montón de líderes surgen —Carranza, Madero, Obregón, Zapata— que tienen un papel brillante, audaz, muy patriota, y mi papá, pues andaba ahí. Fue diputado, fue senador, fue ingeniero agrónomo. Tuvo una niñez muy interesante con los abuelos, que tenían una clínica de caballos. A los once años, mi papá era veterinario como cualquier profesional. Mi papá nació en Chinipas, Chihuahua y mi mamá en Álamos, Sonora.
S: En la universidad, en Sonora, entra en contacto con uno de sus primeros maestros de pintura: el pintor valenciano Higinio Blat.
EA: Magnífico maestro, extraordinario compañero. Muy exigente. Muy humano. Él llegó a Sonora por cuestiones climáticas. Se sentía bien en el desierto de Sonora Esa suerte tuve. Aprendí como si hubiera estado en alguna escuela de París. Él venía de París, hizo ahí sus estudios. Después me voy a la ciudad de México, becada, al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).
S: En ese momento, la Escuela Mexicana de Pintura con la corriente del muralismo predominaba en el ambiente artístico mexicano. ¿Qué tan influida fue por esta corriente?
EA: No mucho, a Orozco y a todos ellos les tocó el tema de la Revolución. A mí ya me tocó más Diego Rivera y Frida. Las jóvenes nos vestíamos así como Frida [Risas]. Ay, Dios mío, qué tiempos. Y luego ya, pues… Ay, les voy a contar: después de estar el INBA, de regreso en Sonora, de vacaciones, vi que mi padre al firmar los cheques se salía de las rayitas. Decía yo, «pues es la edad»… Pero no. Él, sin aceptarlo, ya había perdido un ojo y estaba por perder el otro. Era glaucoma progresivo. Un tipazo como él perdió la vista. Doce años sin ver. Esos doce años fueron una escuela de estar oyendo cómo hablaba de Dios, de la patria, del amor.
S: Usted lo tuvo que cuidar esos doce años.
EA: Sí. Una cosa relativa, porque él ponía mucho de su parte. Un día le dije, «Papá, llegué sin frenos con el carro.» Y me dijo: «Mijita, eso es muy peligroso, tráeme el aceitito…» Pues ahí va, sin ver. Me dijo: «Levanta el cofre. Mira, ahí». le destapé, le pusimos el líquido, y, ¡tas!, que agarra. No, no, qué barbaridad. Murió de noventa años. Primero se fue mi mamá, se fue doblando de tristeza, por su árbol, su compañero, aquel tipazo. Al principio lo cuidabamos mi mamá y yo, pero después nada más yo: doce años. Cuando se fue, lloré mucho… meses… Y me invitaron a trabajar aquí en el Riviera. Y pensé: «¿Qué diablos estoy haciendo aquí en el planeta si no pinto?» pues a pintar ahora que soy libre. Empecé a dar clases como torbellino, a hacer que esto que lo otro. Me sirvió salir de esa tristeza.
S: ¿Qué nos puede contar de su experiencia como pintora en Ensenada?
EA: Y ya después, muchos años acá, en Ensenada. Empecé a trabajar en una casa de retiro, de la gente que en aquel tiempo tenían villas. El gobernador Milton Castellanos nos dio este lugar para hacer una casa de la cultura. Pero no teníamos ni en qué sentarnos. Tuvimos que ir a Los globos, y con nuestro propio sueldo comprar sillas y mesas, y así equipamos el dizque taller de pintura. Había un árbol en medio, con un tronco muy grande, y los niños ahí ponían sus dibujitos. Tenía alumnos del cerro que venían a dibujar, a tomar clase. Por cierto que una vez, un niño ensució su trabajito, porque traía las manos tiznadas, sucias. Pero me dijo que no, que su abuelito le había dicho que no se las lavara, y yo le pregunté «¿ y eso?». Y me dijo, «Es que mi abuelito hace ladrillos, tiene hornos y yo le ayudo».
Me dolió haberle dicho eso. Ay no, unas experiencias… Ya después nos cambiamos para acá, al Riviera. Este edificio era una ruina. Era nada. Se robaron todo: candiles, tibores chinos, alfombras, gobelinos…
S: Cuando deja de ser hotel…
EA: Sí… y así estamos ahorita.
S: ¿Todavía?
EA: Todavía. Este cuarto en el que estamos era lo único de concreto. Lo demás era como de yeso. El Riviera entero es de cartón emplastadito. Uno que cree que es así de ¡wow!, pues no. Es como dice la gente: para escenario de Hollywood. Aquí venían estrellas de Hollywood: Dolores del Río, Lupe Vélez, de aquellos tiempos…, cuando lucía esto.
S: Usted tuvo maestros de la talla de José Chávez Morado, Raúl Anguiano, Jorge González Camarena. ¿Qué recuerda de ellos?
EA: Camarena, qué bárbaro. No figuró tanto como Rivera, Orozco o Siqueiros, como que lo tenían hecho a un lado por fino. La pintura de Camarena era muy cerebral, matemático, perspectiva aérea, lineal, volumen… El hermano de él [Guillermo González Camarena] muy jovencito, iba a los tianguis a formar sus aparatos. ¡Qué familia!
S; ¿Consideró que en Ensenada su obra no tendría la misma exposición que la que pudo haber tenido de haberse quedado a vivir en la ciudad de México?
EA: Después de estar becada en el INBA, sin que los maestros me estuvieran corrigiendo, sin guía, decidí seguir mi propio camino. Por cierto que tengo un cuadro, que yo creo está basado en esto. Es una escalera, es la vida, difícil de escalar, pero llega el momento en que hay un equilibrio, pero uno tiene que seguir viviendo, y ya no hay barandales, ya no hay guías, ya no hay nada, y un paso en falso y al voladero. Puede uno estar cerca de llegar y fallar feo.
Yo viví para mi padre. Me dediqué a él. Nada más me interesó que estar con él. Le leía todo el día, podías platicar con él de lo que fuera, le leía periódicos, revistas, libros. Había ocasiones en que se le olvidaba que no veía. Por ejemplo, me decía, «Pues sí, mijita, estaba ya oscureciendo, era ya de noche, como ahorita.» Me quedaba yo helada, «¿”Como ahorita”?» Él creía que estaba oscureciendo, una cosa fabulosa, se le olvidaba que no veía. Recordaba todo: nombres de la gente, de pueblos, de políticos…
S: ¿De su mamá qué recuerda?
EA: Ella creció en una hacienda de Sonora. Mi abuelo fue un agricultor muy próspero. Mi abuelo, muy moderno para ese tiempo, les tenía a sus hijas una señora que les enseñó a leer, escribir, tocar el piano, bordar y montar a caballo. Eran seis hombres y tres mujeres. A los hombres los mandaron a España y las tres mujeres se quedaron. Mi papá estaba en un carro con ingenieros, los ingenieros que trazaron Navojoa. Mi papá trazó Navojoa. Estaban en la calle, en Álamos, cuando mi mamá atraviesa de la casa que tenían en Álamos a la casa de unas primas, y la vio mi papá —después de andar mariposeando por todos lados– y dijo: «Miren, esta es la mía. Esto es lo que andaba buscando». Y le dijeron, «Nombre, esa es hija de don Leobardo Salido», pero a él no le importó. No se usaba que de repente llegaras con la muchacha, no, alguien tenía que presentarlos. Le dijo uno de ellos, «yo la conozco, te la puedo presentar, es Esther Salido. En la noche hay un baile, aprovecha» Se fue a la barbería, se puso guapo y llegó al baile —las muchachas usaban en ese entonces una tarjeta a modo de pulsera en la que cada muchacho firmaba un vals para que ninguna se quedara sin bailar, «cumplían», se decía—, (mi papá) sin saber nada, y que firma toda la tarjeta de mi mamá. Mi mamá se vio comprometida a bailar toda la noche con un desconocido.
Llegó mi abuelita para ver qué está pasando y mi mamá que le presenta a mi papá, guapísimo, vestido de militar —porque en ese entonces era Coronel— y, ¡uy!, muy caballeroso, como eran antes, y ve que es gente bien, y le dice él que le perdone, que no sabía las costumbres. Inmediatamente pide permiso de visitarla. Bueno, las visitas eran con la nana presente y los hermanitos más chicos y todo mundo encima. De ahí toma la decisión de irla a pedir, oficialmente, pero nada más habían platicado. Él quería casarse con ella. Habló con su papá y se le hizo rara tanta prisa pero se dio cuenta de su formalidad. Y le dan permiso ya como pretendiente de irla a visitar, y en esa visita le pide matrimonio. Les dice que va a ir a visitarlos junto con el abuelo de mi papá. Sin embargo, mi abuelo dijo que la última la palabra la tenía ella, mi mamá, ella tenía que decidir. En ese tiempo, las abuelas dirigían la familia entera, y nunca se notaba. Le preguntaron, y ella aceptó. Mi papá le dijo: «Yo voy a venir por ti con todo, traje y todo.» Porque como le dijeron que era hija de alguien rico, no quería que pensaran que iba por su dinero. Ella confió y él llegó. A mí me tocó ver dos de las petacas que se abrían, y eran como un ropero de cajones con todo lo que podía necesitar una muchacha joven. Él buscó todo a la medida de mi mamá. Ella no sacó más que una virgen de Guadalupe, que todavía tengo en mi recámara. Y ese matrimonio duró hasta que la muerte los separó. De película, de veras.
S: Su obra se distingue por ser «sencilla», como usted la describe. También recurre a figuras geométrica, sobre todo al pintar piedras, como en las múltiples pinturas en las que La Rumorosa es la protagonista.
EA: De chica me gustó la geometría. La ventaja fue que en la familia nunca nos hablaron “chiqueado”. Nos hablaban correctamente: «La mesa, la pared, la cuchara.» Entonces, yo le entendía todo a la maestra y ella a mí. Y los demás niños llorando. La Rumorosa me fascinó cuando la vi. Ahí hay templos, escalinatas, perfiles en las piedras. Mucha gente nada más ve piedras, pero uno ya con el ojo más entrenadito empieza a ver los claroscuros. Mucha gente me dice que qué bonitas mis pinturas, pero qué colores tan tristes. Pienso yo, «¿pues de qué color es el salitre?».
Ahora, ¿cómo consideran ustedes arte a chorreaduras? [El Septentrión no supo qué responder]. Ese arte lo compra mucha gente porque le hace juego a la cortina de su sala, a los cojines de su mueble. Les voy a contar: Un pintor tenía amaestrado a un periquito, lo obligaba a que sus patitas se ensuciaran de color, de pintura, y ¡zaz! lo asustaba de este lado y luego para el otro sobre un lienzo. Llegó a exponer eso y se lo premiaron por original. Luego se enteró el jurado y se lo quitaron; pobre periquito, no tenía la culpa.
S: Es decir, ¿para usted hay una especie de crisis en el arte?
EA: Sí. Las chorreaduras de bonitos colores que no se molestan en tomar en cuenta la perspectiva. Tanto trabajo que cuesta hacer un cuadro, para chorreaduras como ésas… no, eso no se vale. Los que sufrimos más somos los ancianos que somos testigos de cómo era antes y cómo es ahora.
S: ¿Cuál es el panorama artístico en Ensenada?
EA: Bueno. Hay gente joven que está aprendiendo.
S: ¿Hay suficiente apoyo de parte del gobierno al panorama cultural ensenadense?
EA: Ahorita está muy difícil. Dicen que no hay presupuesto. No sé qué pasa, ¿en dónde anda el dinero? Siempre hemos tenido rateros, pero nunca con este descaro, les alcanzaba para todo, quién sabe cómo le hacían. Había hasta esplendidez del gobierno. Los niños están descuidados, los niños chiquitos.