No se sabe por qué se fueron. No se sabe por qué dejaron un techo, algunos parientes, la comida —porque en ese pueblo siempre hay comida—, las fiestas patronales, una iglesia color durazno, el hecho de pertenecer a un lugar, el agua. El agua. Pero se fueron. A la intemperie, a la noche, a los aullidos de animales. Ellos dos, juntos y solos, como había sido desde que nacieron.
*
A la media hora de haber llegado a Bahía Asunción, una comunidad pesquera sobre el Pacífico, en Baja California Sur, y de conocer a Aldo mientras caminaba en la playa, le dije por qué estaba ahí:
—Leí de un par de hermanos que desde hace ocho años viven aislados en una cueva en la Sierra de San Francisco. Leí que entre ellos no hablan español sino una especie de dialecto que sólo ellos entienden, que crían chivas y no saben de días ni de meses, menos de dinero. Quiero encontrarlos.
Aldo no se sorprendió y me dijo que tenía un tío raro que con su camioneta nos podría ayudar a subir a la sierra.
—¿Raro? —le pregunté.
—Sí: a mi tío Rigoberto lo puedes ver en el mar, en una lancha, con un sombrero de vaquero puesto. Es el único de por acá que además de pescador es ranchero.
Por la tarde, tocamos la puerta de la casa del tío. A diferencia de los demás patios de Bahía Asunción, en éste no había trampas viejas que se tiran al mar para esperar a que cinco, seis, siete langostas se arrastren y queden presas en ellas, ni boyas decoloradas que indican el lugar de las trampas, tampoco los trajes amarillos o naranjas de un plástico grueso que utilizan los pescadores, o las sudaderas raídas de equipos de béisbol por la sal del mar colgadas de un tenderete. Sí había, en cambio, un par de ruedas muy antiguas y oxidadas de una carreta a un lado de la entrada.
Cuando Rigoberto —pequeño, barrigón, pelo cano y revuelto— salió de su casa a recibirnos me mostró con delicadeza los cuernos de un berrendo. Me quiso dar algo a entender que no logré saber qué era.
—Los huesos son bonitos —le dije.
—No son huesos, sino pelo comprimido.
Le hablamos de la sierra, de encontrar a los dos hermanos.
—Sí, los subo —dijo.
**
Rigoberto mencionó a un tal Melo. Quizá él sabría de los cuates, dijo. Llegamos ese mismo día en la mañana a trompicones en la camioneta de Rigoberto y nos detuvimos fuera de un cerco roído. Vimos polvo y tres casas y unas cuantas chivas y siete perros que salieron a nuestro paso.
Aldo gritó si había alguien en casa. Se escuchó el chirrido metálico de una puerta al abrir. Distinguimos la sombra de un hombre que salía de ella.
—¿Son bravos los perros? —volvió a gritar Aldo.
Desde la distancia el hombre, luego de atravesar la puerta, contestó:
—¡No, si ya mordieron temprano!
Sudoroso, tenía la vestimenta desvaída, desgastados la gorra, la camisa, los pantalones. El hombre caminó lento hacia nosotros. Arrastraba los pies. Era Melo.
Le hablamos de los hermanos y de por qué estábamos ahí, en su rancho.
Removió la tierra con la bota derecha, incómodo, y dijo:
—Los cuates poco a poquito han matado a mis chivas.
Aldo intervino y le preguntó por qué lo permitía.
—Es por demás pelear con ellos —le respondió, parado en tres cuartos, con la vista hacia la llanura—. Vino el delegado de San Ignacio porque le dije que los cuates me estaban matando a mis chivas. Pues vino, y yo creí que les iba a pegar una buena regañada, y resulta que, en vez de llevárselos a otra parte, les trajo despensa, cobijas. Luego quedó en que les iba a hacer casa. No, ahí sí no, le dije. —Melo se agarrotó y, como si tuviera una cuerda en la espalda que se accionara a base de enojo, continuó —: Y se me hace que me tienen tapado un represo para que no baje el ganado al agua. No me dejan ir al ganado. Aquí me tienen todo el animalero en la orilla. Se van a acabar el agua y luego se van a ir para otras partes. Cuando los miré vi que traían a mis chivas en chinga, tirándoles piedras. Son peores que los gatos: no los miras.
Se escuchaba el tintineo de los cencerros metálicos de las chivas y el chiflido del viento.
—Los quise amansar una vez y me salió peor: me mataron a mi chiva más gorda. Les dije que me hicieran un represo. Y sí vinieron. Les di trabajo. Son buenos para trabajar, muy buenos, quiero que sepas. Aquí les daba comida yo. Cuando se iban a ir les hice una despensa. Ahí están dos represos, les dije, si se animan a hacerlos y se portan bien les voy a traer un pollo rostizado, para que coman a gusto. Pura madre volvieron. Ya tenían vista a la chiva.
Melo dio unos pasos y alzó del suelo un palo que enseguida rompió. Se agachó, se quitó la gorra y recargó la mano izquierda en el muslo, y con la derecha, que sostenía el palo, raspó y dibujó en la arena líneas y cerros, formas de arboles y piedras, subidas y bajadas que debíamos recorrer, mencionó hasta unas vacas y unos burros que, de seguir sus indicaciones, nos encontraríamos.
Cuando Melo acabó, el mapa estaba arado en el suelo como una invitación críptica.
—Antes de subir la subidita —terminó— van a subir unos cerritos pedregosos y ahí van a divisar la cueva.
Asentimos y nos vimos las caras.
Cuando estábamos por marcharnos, nos alcanzó a decir:
—Y si se los pueden llevar, mejor.
A poco de caminar hacia la cueva, Rigoberto se sorprendió por encontrar una llave tirada en la maleza; la colgó en la rama de un árbol convencido de que quien la hubiera perdido ahí la iba a encontrar.
Subimos y bajamos los cerros que dibujó Melo. Saltamos piedras rojizas y arbustos. Los vi dejarme muy atrás.
A la orilla de uno de los cerros, Rigoberto se acostó boca abajo. Vio lo que parecía un hueco sobre una de las laderas.
—Es la cueva —dijo—. No se ve la chivada. Les vamos a llegar despacito, armas no tienen. Si es huella vieja podemos andar a gusto y si está frescón los esperamos, porque son matreros.
Rodeamos el cerro y luego subimos un pequeño acantilado. Vimos un cerco de cardón, hecho para resguardar a las chivas. El lugar no era una cueva sino dos: una abajo y otra arriba, muy pequeña, donde parecía, por las cenizas en el suelo, que cocinaban.
Rigoberto olió el suelo.
—¡No!, ya tiene días de que se fueron —dijo.
***
Acabábamos de llegar a San Francisco, un pueblo enclavado en la sierra del mismo nombre. Es donde habían vivido los cuates la mayor parte de su vida, antes de partir. Además, Rigoberto era bien conocido entre los rancheros de ahí; podíamos pasar la noche y esperar que alguien nos pudiera contar sobre las personas que buscábamos.
Encontramos poco más de quince casas y una pequeña iglesia de color durazno, en cuyos caminos, a medio trazar, se podían ver parejas de chivas que se pasean tranquilas y pastan lo poco que pueden encontrar mientras otras parejas de perros las siguen sin ningún propósito aparente, y los niños, uno por uno, obligados por la estricta educación ranchera, se acercan con prisa a estrecharle la mano a las visitas, para luego despedirse, también, con prisa.
Cerca de que cayera el sol, llegamos al porche de la casa de Cuco, el principal ejidatario de San Francisco y conocido de Rigoberto. Respondía a nuestras preguntas sobre los dos hermanos que buscábamos.
Cuco, sentado a horcajadas en una silla de plástico rota, los comparaba con animales. No saben andar a caballo y no pueden montar una bicicleta, decía. Pero caminan. Caminan como borregos, uno detrás del otro, sin separarse, sobre los falderos de la sierra, sobre piedra volcánica roja, a través de cañones áridos o reverdecidos. Caminan, aunque no sepan los días ni los meses en que viven, ni tampoco de distancia. Porque si les preguntas qué tanto hay de aquí a allá, te dicen que cerquita, retiradito. Pero no saben. La verdad es que no.
Alguien de La Paz, la capital del estado, nos seguía diciendo Cuco, lo había contactado porque quería ver a los cuates para darles comida. Cuando ellos bajaron al pueblo de San Francisco, como hacen esporádicamente, Cuco les dijo que vinieran en cuatro días. ¿Cómo vamos a hacer para saber cuándo quieren vernos?, preguntaron. Fácil, les dijo Cuco: cada día agarran una piedrita y la ponen en un lado. Para el otro día, otra piedrita. Cuando lleven cuatro piedritas, ahora sí vénganse. Y sí llegaron los cabrones.
Un hombre apodado el Mañana escuchaba la conversación; intervenía poco, y tartamudeaba cuando lo hacía. Luego de asentir con la cabeza como por inercia a lo que decía Cuco sobre los cuates, se ausentó unos minutos.
Cuco aprovecho la ausencia del Mañana para decirnos que su esposa (del Mañana) era hermana de los cuates. Una mujer callada, media india, dijo. Sus primeros tres hijos los perdió, porque los quiso tener sola, sin ayuda de nadie, hasta que el pueblo la forzó a que fuera a parir en el hospital de Vizcaíno. Toda la familia de los cuates era rara, dijo. La mamá no hablaba con nadie y nadie de ellos salía de su casa. Ahora, la hermana y los cuates no se hablan. Sólo un hombre como el Mañana podría estar con ella, terminó de decir.
El Mañana volvió con un número de la revista National Geographic, de diciembre de 1989. El ejemplar, descolorido de los bordes, tenía en la portada el nombre de un artículo sobre la sierra de San Francisco.
Dentro de la revista había una fotografía de los cuates, en la que están sólo ellos dos, de frente, sobre un fondo blanco, cada uno sentado en una silla de metal oxidada, con las piernas abiertas. Tienen el pelo crespo, negro y brillante, la piel aceitunada y una mirada altiva. Los dos visten corbata ancha, sombrero, pantalón de vestir y unas teguas (un tipo de zapato que se fabrica en la sierra). Las manos las tienen en la entrepierna, con aprehensión, como sin saber dónde o cómo ponerlas, ni con qué fuerza; y las muñecas están sujetas por un reloj. Aún no abandonaban su tierra.
—Los cuates son famosos —dijo el Mañana, con la mirada en la fotografía y como diciendo que nuestra búsqueda era algo común.
—Lo son —dijo Aldo.
Cuco le pidió la radio a su esposa. Quiere saber si alguien daba razón de ellos.
—Horacio —se comunicó Cuco.
—Buenas tardes —se escuchó una voz.
—¿Cómo están ustedes por ahí?
—Bien.
—Una pregunta, mano: ¿no han visto a los famosos cuates por ahí?
—Los miramos… ¿cuándo los miramos, amá? —Alguien más hablaba—. Por ahí del veinte, en la Palmita. ¿Por qué?
—Resulta que unos amigos vinieron a buscarlos, pero no los encontraron en la cueva del Sarape. Que no hay ruinas de ellos ahí.
—Según vinieron aquí a la Mesita —contestó Horacio—, pero no se ha visto ni humo ni nada. La última vez se miraba la alumbrada en la Palmita.
—Tal vez estén con el Locha, que los tiene aborrecidos, pero se alcanza a ver cuando están arriba, y no los han visto, no están ahí.
Pasamos la noche y se escuchaba llegar a rancheros montados en burros cuyos cuellos tenían campanas atadas. Venían de otros pueblos alejados con los que comerciaban naranjas y otros alimentos.
Cuco, cada tanto, preguntaba por la radio el paradero de los cuates. Se mencionaban lugares como el Cerrito de las Bestias, el Picacho, Rancho Guadalupe, la Palmita, el Aguajito, el Mezquitalito. Están más acá, decían unos. Están allá, decían otros.
Nos dijeron que, de estar en alguna parte, están en el rancho del Locha, pero que nadie los ha visto, y cuando están ahí se ven, se ven clarito, por la humareda que hacen.
—Yo ya me enchilé para hallarlos —dijo Rigoberto, antes de dormir.
Por la mañana, luego de ser invitados por Cuco a comer su desayuno favorito —chilaquiles y arroz chino—, apostamos por ir al único lugar en donde habría cierta posibilidad de que estuvieran los cuates: con Locha.
Sobre el camino, estrecho y entre acantilados, donde solo un automóvil puede pasar, nos volvimos a encontrar con Melo.
—Utá, qué gusto el de ustedes —dijo cuando supo que seguíamos tras la pista de los cuates y nos indicó la mejor ruta para llegar al rancho de locha.
En el trayecto aparecían dos o tres zopilotes picoteando algún cadáver. A la distancia doblaban el pescuezo en nuestra dirección para calcular la velocidad y saber en qué momento preciso volar sin perder la compostura ni la pinta de los chicos duros de la sierra que les daba su particular plumaje.
Encontramos el rancho del Locha, que tenía en la entrada un alambre tensado por dos palos de madera y un bote de refresco al centro. El refresco lo creí un mecanismo inútil de defensa. No lo era. El bote, me explicó Rigoberto, era para que, en la noche, quien entrara se diera cuenta de que el alambre estaba ahí.
Después de adentrarnos media hora, una figura azul, corpulenta y alta parecía esperarnos. Antes de saludarnos nos regañó. O eso parecía, porque estaba exaltado y hacía aspavientos. Quedó claro que era Locha y que los aspavientos eran por un enojo dirigido a Melo. Cómo será cabrón el Melo, dijo, si por arriba era mucho más fácil.
—Conque ustedes son los que quieren hallar a los cuates —dijo, y antes de que pudiéramos responderle nos habló de ellos, es decir, de ellos y él.
Los cuates, decía, vivieron dos años con él. Les daba todo: ropa, calzado, comida. Ahí trabajaban. Con él. Sólo que uno es más rebelde que el otro: el Pepe. Y lo que dice Pepe eso hace el otro, Martín. Martín acepta consejos y regaños, se queda callado cuando uno le habla. Pero el otro cabrón, no. El otro, no.
Locha hasta les sacó acta de nacimiento, porque ni siquiera sabían los años qué tenían ni cuándo habían nacido. Locha fue a San Ignacio, donde vive una jueza pariente de los cuates. Mira, le dijo Locha a la jueza, no sé el año en que nacieron, pero para mí que fue entre el ’70 y el ’75. Y sí: encontraron las actas.
—Más no sé qué le hicieron al acta; son medio indiones y no están impuestos a desenvolverse con la gente —dijo Locha, con tres guajolotes a unos pasos de él encaramados en una cerca de madera roída—. Se enojan y hacen daño. Se la toman con los animales; hacen sus venganzas.
A Locha una vez los cuates le robaron chivas. Tres. Pero eso no es lo peor. Lo peor fue que Locha casi perdía a su esposa a causa de los hermanos. Locha iba a Vizcaíno a comprar el mandado, lo dejaba en el carro y ya no amanecía, ya no estaba ahí. ¿ ¿Y qué hiciste con el dinero, en qué te lo gastaste?, le decía su esposa. Lori, yo lo traje. ¿Pues dónde está?, le decía. Él quedaba mal.
Un día, ella lo acompañó a Vizcaíno de compras. Al día siguiente el mandado se había vuelto a perder. ¿Y dónde está?, ¿y dónde está? No, si él compró las cosas y las echó ahí, estoy segura, dijo ella. Entonces, en un descuidito, Locha se fue a revisar la casita de Pepe. Y resulta que estaba súper surtido. Tenían costalitos de frijol, llenitos, cociditos. Azúcar tenían también. De todo tenían. Lo único que se trajo Locha fueron unas latas Valvita, porque su familia no tenía. No les dijo nada, nada.
Locha dio las últimas instrucciones:
—Encumbran por donde blanquea, por los acantilados. Se ve como un murito de piedra chiquillo, pues ahí.
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—Los escuché, los escuché — dijo Rigoberto—. Eran ellos. Quién más.
Vimos una choza de varas de carrizo que humeaba y dos hombres enjutos afuera de ésta. No se sobresaltaron al vernos. Los saludamos y balbuceaban. Asentían con la cabeza desde antes de aproximarnos. Hacían muecas e imitaban nuestros movimientos, la forma de apretar las manos, el parado. Ambos cargaban con una larga daga en el costado del pantalón.
—Los hemos buscado por días —les dijimos.
Ellos no dijeron nada.
Uno de ellos —Martín— se fue a un rincón; jugaba con un alambre. Pepe nos atendió.
Y quizá ese sea la única forma de reconocerlos, de saber quién es Martín y quién es Pepe: uno habla y el otro no. Pepe esperaba a que hiciéramos algo mientras él estaba parado como tantos otros rancheros que vi durante esos días: los hombros distendidos, echados hacia atrás, sin por esto mostrarse relajado, sino lo contrario.
.Preguntamos tantas cosas y tantas cosas fueron respondidas con un sí, con un no, con un gesto que implicaba que no había más respuesta que ese gesto, pero había una pregunta en la que insistimos.
—¿Por qué se fueron?
No respondieron. O respondieron con la vista en el cielo desdibujado por el atardecer, en una chiva que resbalaba de una piedra a otra, en la tierra de polvo rojo volcánico.
—Asael Arroyo Re