Los murmullos

                                       por Aldo Rosales Vázquez

1
Cuando bajó del autobús sintió el golpe de calor en el rostro, en el pecho. Acapulco corría a recibirlo después de tantos años de no verse, como las mujeres rubias y bellas reciben a los veteranos estadounidenses en las películas de medianoche. Es lo malo del pinche autobús, pensó Pedro mientras caminaba hacia la avenida, no deja prepararte, no te puedes aclimatar. Te subes allá, en el Distrito, donde hace fresco, y cuando van llegando a Cuernavaca, ¡madres!, el aire acondicionado entra en vigor; la ley del hielo, se dijo, y hasta sonrió. Por eso cuando viajaban en la camioneta del promotor siempre pedía ir en la ventanilla, para que su cuerpo fuera sintiendo cómo se alejaba de la Ciudad de México. No que así, de golpe, a la brava, Acapulco no sabía.
    Y peor cuando hizo el viaje en avión. Menos de hora y media y ya estaban en el puerto. Esa vez se fue directo al hotel, se bañó, comió algo ligero y se dio otro baño para, como bebé, dormirse las dos horas que faltaban para ir a la arena a jugarse la máscara. A media pinche lucha me alcanzó el alma, les decía a sus compañeros, porque pues los humanos no estamos hechos para viajar así de rápido, entonces el alma, o ve tú a saber qué cosa, pero eso que traemos entre hueso y carne, no sabe viajar así de rápido, no sabe nada de aire ni de andar volando. Entonces se viene por carretera, pide raid o ve tú a saber, pero llega normal, como Dios manda, luego de cinco o seis horas de salir del DF. Esa vez estuvo flojo, sin ánimos, hasta que su alma, o eso que él decía traer entre hueso carne y tripas, llegó a la arena y se metió en él. Entonces sí, señora lucha que dio, hasta dinero les aventaron. Te hice un favor, le dijo al luchador del que ya no recuerda ni el nombre, con este pinche calorón y tú con máscara, a dónde ibas a parar.
   Detuvo un taxi en la avenida y le preguntó al chofer, un viejo morenazo con gafas oscuras, cuánto cobraba al Sisi.
  —No, mi hermano, ora sí me viste cara de gringo. Soy de los tuyos, mira —y metió la mano por la ventanilla, una mano requemada, dura, de articulaciones chuecas; parecía hecha de madera—, te voy a dar cien, nomás para que veas que ando de buenas y traigo prisa.
  Se subió en la parte trasera del vocho y aventó la maleta junto al chofer, donde debía ir el asiento del copiloto. Pinches taxistas, hasta en el oficio traen la soledad metida, pensó mientras escuchaba gemir el motor.
  —Y qué, ¿de vacaciones?
  —Hazme la buena. No, asunto familiar.
  —Las vacaciones son asunto familiar.
  Pedro calló.
  — ¿De dónde es usted?
  Dudó. De dónde es uno en realidad, se dijo. De dónde puede decir que es uno. ¿De dónde floreció la semilla, donde se tiraron los frutos o donde lo van a talar? No contestó. El taxista miraba al frente, a los lados, al retrovisor. Sus gafas oscuras le daban ventaja sobre el resto de los pasajeros, sobre el resto de la ciudad: eran un escondite cómodo para espiar, para saber. Los taxistas saben más de lo que uno se imagina y aprenden a ser indolentes, aprenden a no meterse: para ellos todo es una anécdota para el siguiente pasajero. Entonces se acordó de cuando su mamá los llevó al cine un domingo por la tarde, le habían dado día libre en la casa donde hacía el quehacer. Los llevó a él y a sus dos hermanas a la función en tercera dimensión, la novedad en aquellos años. Y detrás de los lentes, agazapados, expectantes, habían descubierto la tercera dimensión, una serie de imágenes que parecían salirse de la pantalla. Todos los que iban por primera vez estiraban la mano para ver si podían agarrar al dragón volador ése, o al hombre de piedra, o al niño. Nada, entre las manos quedaba, por un segundo, un puñado de luces. Sólo anécdotas.
   —Aquí nomás bótame, mano —le pidió en cuanto el tránsito se atoró— , quiero caminar un rato.
   —Ya no está lejos, cosa de diez minutos.
  Se bajó del carro y agarró la maleta. Se sacó el fajo de billetes de la bolsa del pantalón y agarró uno de a doscientos. En lo que esperaba el cambio se acomodó la camisa, se secó el cuello con su pañuelo y aventó un gargajo a media avenida que casi le pega a un deportivo. Se volteó para acomodarse los calzones y fajarse bien, luego dejó la maleta a un lado, se desamarró y volvió a amarrar los dos zapatos y volteó con calma. Ahí seguía el chofer, con diez monedas de diez pesos en la mano, flotando en la sustancia pegajosa y salina que formaban el ambiente de la playa y las canciones de la Sonora Santanera. No se había ido: prueba superada.
  —Ora sí voy a parecer Judas, qué madriza, ¿no traes billetes?
  El chofer dijo que no.
  —Quédatelos, pero dame tu número, a lo mejor necesito moverme al rato en la noche.
  El chofer removió en la guantera y, luego de mucho buscar, anotó el número en la parte de atrás de un ticket del Oxxo. Abundio, leyó Pedro, justo a la altura del precio de una Coca de 600 y unos   Delicados 24´s. Se lo guardó en la bolsa de la camisa.
  —Si va a quedarse por aquí, vaya al Tropicana. Dígales que va de mi parte.
  Arrancó.
  “Ora sí, Acapulco, ya regresé. Ora sí abrázame, ándale, ven por mí. Parecemos dos viejos que se acompañan en sus últimos días, porque tú también tan joven ya no estás. Mira nada más qué madriza te pararon, ve cómo estás. Has de traer la espalda hecha polvo de cargar tanto hotel, tanto gringo, tanto chamaco gritón. Has de estar cansado de que no te dejan dormir ni de noche. Trabajas 24 por 24, los 365 días del año. Qué jodido, mano”.
  De la playa llegó un aire que se le arrojó encima, un perro de sal y arena que brinca de gusto porque regresó el dueño. Luego de diez, veinte minutos de caminar en el sentido que iban los carros, llegó al Tropicana. Creyó recordar que ahí se hospedó el par de veces que luchó allá, pero no estaba seguro.

2

—Buenas tardes.
  Pedro gritó por segunda ocasión y luego dio unas palmadas en la barra de la recepción. Asomó casi medio cuerpo para ver si alguien venía, pero nada, todo seguía en silencio a excepción de los ventiladores, que en Acapulco acaban, luego de unas horas, por no escucharse más: el oído se acostumbra. Cuando iba a pegar de nuevo, un joven se apareció por una puerta que Pedro no había notado.
  —Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar?
  Pedro arqueó las cejas. Tamborileó con los dedos sobre la barra y respiró hondo.
  —Una habitación.
  —No hay habitaciones.
  — ¿Y todas esas llaves?
  Pedro señaló con el mentón la pared a espaldas del muchacho. Había una tabla con clavos; al menos seis habitaciones estaban disponibles, a juzgar por la cantidad de juegos de llaves.
  —Pero son sencillas.
  —No importa —pensó que, tal vez, se le notaba todos los muertos que cargaba.
  — ¿Cómo?
  —Nada, que está bien. ¿Qué te debo?
  Pedro sacó el fajo de billetes y puso cinco de 200 sobre la barra. El muchacho los tomó y devolvió uno de cien.
  —Quédatelo, pero hazme un favor, ¿le entiendes a estas cosas? —sacó de la bolsa de la camisa su teléfono celular y el papel con el número de Abundio—, necesito marcar este número.
  El muchacho comenzó a manipular el aparato: en la mano izquierda el teléfono, en la derecha el papel. Luego de parecer perdido, le extendió el teléfono a Pedro. Ya estaba llamando, tenía el altavoz puesto.
  — ¿Bueno?
  — ¿Abundio? Soy Pedro, me acabas de dejar en la zona costera hace rato, te pedí tu teléfono.
  — ¿Cómo? Hable duro, que estoy medio sordo.
  —Que soy Pedro, a quien acabas de dejar en la zona costera hace rato —Pedro acercaba la cara a la mano donde el muchacho sostenía el teléfono— , ven por mí al Tropicana en dos horas, te veo en la recepción.
  —Sí, está bien.
  Colgó. El muchacho seguía con la mano estirada. La dobló luego de unos segundos.
  —Bueno, enséñame mi cuarto.
 Caminaron hacia la habitación de Pedro. La puerta era de cristal. No, ahí no se había quedado, o si sí entonces el hotel había sufrido remodelaciones, porque no recordaba que lo hubieran puesto como bísquet en una vitrina.
  —Bueno, gracias. Oye, si me regresas mi teléfono te doy propina.
  El muchacho sonrió y le regresó el teléfono a Pedro, quien le puso el billete de cien en la mano.
  —Pero márcame este número también.
  Sacó de la bolsa de la camisa una agendita del 95. Las hojas amarillentas tenían cantidad de nombres, de números, de recordatorios. Muchos de los nombres que estaban ahí ya también estaban en una cruz de fierro o de piedra. Pedro señaló un número escrito con pluma roja; la tinta estaba reciente: aún resaltaba del papel. Juan, decía al lado.
  — ¿Bueno?, ¿bueno? —Pedro otra vez gritaba mientras el muchacho sostenía el teléfono—. Juan, ¿me escuchas?
  —Sí, sí lo escucho.
  —Ah, bueno, ya llegué a Acapulco. Estoy hospedado en el Tropicana. ¿Dónde nos podemos ver?
  Del otro lado de la línea se escuchaba el silencio cargado de dudas.
  —Yo llego ahí. Pero será mañana, hoy no puedo, ¿le parece?
  —Sí, sí. Mañana nos hablamos entonces.
  Colgó.
  —Gracias —le dijo al muchacho—, si necesito algo te hablo.
  Entró al cuarto y cerró con llave. Se desnudó y fue directo al baño. Estuvo media hora ahí, bajo los breves latigazos de la regadera; acupuntura de agua. Agachó la cabeza: la barriga le tapaba la vista, no podía verse ni los pies. No creo que ese cabrón sea mi hijo, pensó, y entonces recordó a Dolores, y pensó que sí era posible. También se preguntó qué hacía en Acapulco, y prefirió no pensar.

3

—La verdad, para ir tan cerca pudo haber tomado un taxi cualquiera. O un camión. Casi todos los que pasan por aquí lo dejan en el Parque Papagayo.
  Pedro no contestó. Llevaba los ojos colgados de la ventanilla, pero la mente en otra parte. No había querido quedarse en el hotel a que lo agarrara la noche. Necesitaba espacio para enfrentarla. Si me agarra aquí en este pinche cuarto caliente, otra vez me gana. No quiero que me agarre contra las cuerdas, pensó al salir de su cuarto para pedirle al muchacho que le marcara de nuevo a Abundio.
  —Aquí espérame —le dijo mientras bajaba del vocho y enfilaba hacia la entrada del parque—, no me vayan a robar.
  No sabía qué buscaba, o si buscaba algo, sólo comenzó a caminar. A su lado pasaban parejas de jóvenes, niños con sus abuelos, turistas. También de vez en cuando veía pasar un corredor. Vio una mancha en el suelo, enorme, amarilla: los mangos caían de los árboles y nadie se molestaba en recogerlos. Se detuvo a comprar un agua.
  —Son mangos, ¿verdad? Ya me había espantado, dije “qué pinches pájaros tan grandes viven aquí, y no sé qué coman, pero…”
  La muchacha fingió una sonrisa, recibió el dinero y siguió revisando su celular. Pedro se bebió de un trago el medio litro y tiró la botella cerca del laguito artificial. Parece Chapultepec, pensó.
  “No te dejes, Acapulco, no te dejes. Te están haciendo una copia de las demás ciudades, pareces un Distrito Federal, así qué chiste. Un lago, una línea de bus, construcciones como las de allá. Mete las manos siquiera, no te dejes así nomás. Mételes un cocazo, algo, pero no te dejes. Cuando a uno le ven viejo quieren abusar”.
  Pedro salió del parque luego de dar dos vueltas completas al lugar. En el área de juegos infantiles se quedó largo rato viendo a los niños. “Y contigo nunca se pudo, Susana”. Subió al auto y le dijo a Abundio que lo llevara a una buena marisquería. Una vez ahí, le dijo que pidiera algo, que él invitaba.
  —Luego de aquí me llevas a donde haya mujeres, porque ni modo de desperdiciar el efecto.

4

—Ven, ven para acá, muchacho.
  El empleado se acercó a Pedro y se puso firme, como si estuviera ante su sargento.
  —Márcame el número éste, ¿no?
  — ¿El del taxi?
  —No, el otro.
  Comenzó el tono de llamada. El muchacho extendió la mano y puso el teléfono a la altura del rostro de Pedro.
  —¿Bueno?
  — ¿Juan? Soy yo, Pedro.
  —Ah, hola, señor Pedro.
  Se quedaron callados. El muchacho del hotel desviaba los ojos, como si la conversación no le importara. O tal vez de verdad no le importaba.
  —Este…
  — ¿Habíamos quedado hoy?
  —Sí, sí. Quedamos hoy. ¿Pasa algo?
  —No, nada, es que…
  —Si tienes algún problema dime y yo…
  —No, no, problema no. Sólo que hoy no puedo, no me queda.
  — ¿Mañana entonces?
  —Mañana.
  Colgó. El muchacho le extendió el teléfono a Pedro.
  —No, márcame el otro número.
  No iba a soportar todo el día en el hotel. Ya no. Seis metros por seis metros, más o menos eso medía el cuarto, como un ring. Y ya no estaba para luchar, ya no. Además la soledad es marrullera, pensó, te jala los pelos, o te muerde, pero nunca pierde.
  Se quedó en la recepción a esperar a Abundio. Cuando lo vio llegar sintió un poco de alegría, sin saber bien por qué. En el hotel escuchaba ruidos y voces todo el tiempo, como si en los cuartos las conversaciones de muchos años atrás no pudieran encontrar la salida. Quería un poco de silencio.
  —A la playa, Abundio.

5

¿Qué sabía, en realidad, de toda esta situación? Sabía que Ramón Ortiz, un promotor de lucha, le había llamado para decirle que un hombre se le acercó un día en la arena para preguntarle si recordaba a Muerte roja, que si le podía decir cómo localizarlo. Y qué quiere, preguntó Pedro en el teléfono, mientras esperaba que hirviera el agua para echarle el café.
  —Dice que es tu hijo.
  Eso sabía. Que un hombre que Ramón describió como “moreno, como de tu estatura, con entradas así como las tuyas y de ojos cafés, medio llenito y nariz chata” lo estaba buscando porque aseguraba que Muerte roja, Pedro Vargas, era su padre.
  — ¿Y la mamá? —había preguntado Pedro mientras colaba el café.
  —Muerta. Dice que lo último que le pidió fue que te buscara.
 —Querrá dinero.
  —Eso pensé yo. Le dije “mira, si quieres dinero no creo que saques de aquí”. Pero me dijo que no era eso, y de verdad no creo que sea eso, se fue en un buen carro. Venía bien vestido. Vaya, dinero no es lo que quiere. Entonces, ¿le doy tu número?
  —Dáselo, dáselo.
  Colgaron. Pedro se bebió el café de su taza y vació el resto en la tarja. Siempre llenaba el pocillo, como cuando ella estaba. Se agarraba al recuerdo a fuerza de costumbres, de mañas.
Un hijo en Acapulco. No era del todo improbable. Vaya, si en Lagos de Moreno había dejado uno, que no fuera posible en Guerrero. Se acordó de él, un muchacho alto, fuerte, de mirada hosca. “Es mi hijo, ni duda queda” pensó en cuanto lo vio. Dolores, la madre, a quien visitaba cada que estaba de gira por allá, cuando vio que Pedro no volvía —lo habían amenazado de muerte por una riña con unos aficionados, así que imposible pensar en volver— le habló un día a la casa, diecisiete años después, valiéndole madre que Susana pudiera contestar, como efectivamente pasó. Tuvimos un hijo, dice que te quiere conocer. Y colgó. Pedro fue a Lagos la semana siguiente, y ahí se conocieron. También luchaba ese muchacho, estaba bajo la tutela del Diablo Velasco.
  — ¿Y luego? —le dijo Pedro la primera vez que lo vio—, ¿ya debutaste?
  —No, pero ya casi.
  — ¿Y cómo te vas a llamar?
  —Como usted.
  Sólo así. Y entonces estuvo Muerte roja jr. Era bueno. Cosa curiosa la vida, la herencia: luchaba como el padre, y eso que ni siquiera lo conocía. El mismo parado en el ring, brazos largos, buen resorteo y mejor elasticidad. Un poco pesado, como Pedro, pero de buen llaveo.
  Luego lo mataron en un hotel cuando lo encontraron con la mujer de otro. Más de veinte balas entre él y ella. Así había acabado Muerte roja jr.
  Y ahora, en Guerrero, otro hijo. Sí, podía ser, cómo no. Además, ya qué le quedaba en el DF.

6

  Abundio lo llevó a comprarse algo de ropa, porque sólo traía dos mudas. Pasearon por las tiendas hasta que Pedro encontró algo que le gustara. Luego fueron a comer y al final por unas cervezas que, por supuesto, Pedro, fiel a su costumbre, pagó con un billete que sacó del fajo que cargaba en la bolsa.
  — ¿No le da miedo que lo roben?
  —Me da miedo que no lo intenten, chingao. Ya me estoy oxidando.
  Y tiró un par de golpes al aire.
  — ¿A poco es boxeador?
  — ¿Pues qué me viste cuerpo de perro o qué? No, luchador.
  — ¿Luchador?
  —Y de los de a de veras.
  Siguieron bebiendo. De vez en cuando hablaban un poco más sobre la lucha, o sobre las cosas triviales. Abundio siempre estaba agazapado atrás de sus lentes negros, así que era imposible saber qué estaba mirando, o si miraba algo. Pedro miraba el mar, que iba y venía, como un enorme columpio de sal y conchitas. Recordó la primera vez que vio el mar de Acapulco, cuando su mamá y su abuelo los llevaron a él y a sus hermanas a conocer esa playa. A Pedro le gustó mucho el color del líquido, la consistencia, el afán del agua de jugar con ellos. Era un mar bonito.
  —No como otros pinches mares que parecen el agua que sale de la lavadora, Abundio.
  Su abuelo lo cargaba en hombros y se hundía con él. Abajo del agua todo se escuchaba como a lo lejos. Las voces no tenían permitido pasar la barrera de las olas. Ahí abajo, sobre los hombros de su abuelo, parecía no existir el tiempo.
  —Cuida las cosas, me voy a meter un rato.
  Abundio se quedó en la palapa mientras Pedro iba hacia el agua. La embistió como luchador, como buen luchador. Combatieron por un momento, suavecito, reconociéndose.
  “Ya volví, mar, te dije que no era la última vez que me verías. Te has de acordar de mi abuelo también, yo sé que sí. Allá abajo nos has de tener guardados todavía. A ver, déjame checar si ahí seguimos, como aquella vez. Al agua no se le olvida nada”.
  Pedro se hundió en el agua. Nadó un poco a contracorriente, sintió al mar leerle los movimientos y envolverlo en su cuerpo de lluvias rotas. Eran un par de viejos recordando otros tiempos. Las olas lo revolcaban, lo hacían girar para ponerle espaldas planas contra la arena, contra el tiempo. Después de un rato salió del agua.
  —Vámonos, Abundio.
  —Parece que el mar le ganó esta vez.
  —Hay que darle chance, no se vaya a sentir mal.

7

Tres días después de su llegada a Acapulco, por fin se vería con Juan. Habían hablado por la mañana y concertaron cita a las tres de la tarde en la recepción del Tropicana. A las dos y media Pedro ya estaba ahí. Llevaba puesta una guayabera blanca y un pantalón de manta, que había comprado el día anterior.
  Dieron las tres y diez, las tres y veinte. Nada, por ningún lado se veía Juan. Los huéspedes iban y venían. La recepción pasaba de ser el lugar más vivo del mundo a un cementerio caliente con ventiladores en lugar de cruces. Los autos pasaban por la avenida. Una familia jugaba en la alberca del lugar.
  Sonó el teléfono. Era Juan.
  —Muchacho, ayúdame a contestar, no le acabo de entender a esta madre.
  El empleado que siempre lo ayudaba se acercó a contestar, luego puso el altavoz y extendió el brazo para ponerlo a la altura del rostro de Pedro.
  — ¿Bueno? ¿Juan?
  —Sí, soy yo, señor Pedro.
  — ¿Dónde estás? Te estoy esperando aquí en la recepción.
  Hubo silencio del otro lado. Un silencio largo, tenso.
  — ¿Bueno?
  —Sí, aquí estoy, señor Pedro. Aquí estoy.
  Volvieron a callar. El muchacho del hotel seguía firme, con el brazo extendido a la altura del rostro de Pedro.
  —No vas a venir, ¿verdad? –Pedro lo dijo antes que él; siquiera eso.
 El silencio era como las olas, que van y vienen, a veces con mayor o menor fuerza, pero nunca se quedan quietos.
  —Me parece que hubo un error, no creo que usted sea…
  —Sí. Digo, no sé. Tienes razón, digo, cómo saberlo.
  —Disculpe por todo.
  —No te apures. De todos modos ya me hacía falta broncearme.
  Pero ya Juan había colgado. Pedro se quedó quieto, callado. El brazo del muchacho seguía firme.
  —Márcame el otro número, por favor.
  Pedro miró hacia afuera mientras el empleado marcaba el número de Abundio. Vio un auto afuera del hotel. La ventanilla del copiloto, un poco abierta, le dejó ver un par de ojos que le miraban con atención. O no supo si eran sus propios ojos reflejados en el cristal.
  — ¿Bueno, bueno, bueno?
  —Abundio. Ven por mí, nos vamos a la estación de autobuses. Sí, aquí te veo.
  Caminó hacia la entrada. El auto arrancó. La avenida estaba casi vacía. El sol acariciaba los altos edificios de los hoteles. En el aire había sal.
  —Te desocupo la habitación, muchacho. Ve por mi maleta, por favor.
  Pedro esperó parado en la entrada a que volviera el muchacho. Llegaron, casi al mismo tiempo, Abundio y él.
  —Quédatelo — le dijo al muchacho mientras señalaba con el mentón el celular—, como que desde el primer día te gustó, ¿no?
  El joven llevó la maleta hasta el taxi, esperó a que Pedro subiera y se la dio.
  —Cuídate.

8

El mismo día que recibió la llamada de Ramón Ortiz, el promotor, Pedro les anunció a sus inquilinos que ya no más, que se tenían que ir, porque vendería todo y se iba para ya no volver.
  — ¿Y qué vamos a hacer, don Pedro?
  Les cobraba 600 al mes desde hacía diez años. Llegaron cuando Susana todavía estaba viva, y la muchacha —aún era una muchacha— estaba embarazada de su primer hijo. Se instalaron en los cuartos de la otra esquina del terreno, los que Pedro mandó construir para las visitas que nunca recibió.
  —No sé, la verdad no sé.
Había pensado en dejarles la casa, no le costaba nada. Pero en el fondo siempre les guardó un rencor pequeñito, macizo, porque ellos sí tenían hijos, siempre uno nuevo, y sus gritos eran una fiesta   continua en una casa tapiada por el luto de los hijos de Pedro y Susana, que nunca pasaban del tercer mes en el vientre. Y eso no se perdonaba.

9

Cuando pasaban frente al Parque Papagayo, Pedro le pidió a Abundio que se detuvieran. Estuvo a punto de bajar, pero se conformó con mirar la entrada. Le dijo que siguieran.
  Un par de metros adelante, le volvió a pedir que se detuviera.
  —Espérame. No, mejor no —se agachó para tomar su maleta, se sacó el fajo de billetes, apartó cuatro de quinientos y aventó los demás al asiento trasero—, de aquí camino, mano.
  Enfiló hacia la playa sin voltear a ver a Abundio. Un par de pasos adelante escuchó el motor bramar como mula y las canciones de la Santanera irse con el aire. Se paró frente al agua, en el filo de la arena seca. Un grupo de niños pasó por ahí; se correteaban y a veces rodaban por la arena.
  —Ey, chamacos, vengan —Pedro abrió la maleta y sacó su máscara—, órale, pa´que jueguen bien a las luchitas.
  Uno de los niños, el más pequeño, se acercó a tomarla, se la colocó y luego siguieron corriendo.
  “Y contigo nunca se pudo, Susana”, pensó Pedro.
  El sol, como un cuchillo de resolana, se fue hundiendo poco a poco en el mar, rasgando las olas, hasta que llegó al fondo del pecho del agua. Pedro miró a los niños desaparecer, hacerse más pequeños, como piedras negras que se desbarrancaban en lo que comenzaba a ser noche.


Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río Arriba, 2012), Entre cuatro esquinas(FETA 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad Nostalgia (Casa editorial Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017) y Los panes y los pescados(Ediciones Periféricas, 2018).  Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo, artículo de opinión y reseñas en medios como La Jornada, El Universal, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Punto de Partida y Opción ITAM, entre otros. Becario del FONCA en el área de cuento (2016-2017) y coordinador del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes, en la CDMX. Ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2018. Egresado de la Licenciatura en Enseñanza de Inglés, de la UNAM.

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