por Alberto Villaescusa
(Zimna wojna; Paweł Pawlikowski, 2019)
Quince años. 89 minutos. El primero es el tiempo que cubre y el segundo lo que dura Guerra fría, la nueva película del director polaco Paweł Pawlikowski. Su capacidad de síntesis es increíble, no sólo por como cubre tantos años y tantos eventos en tan poco tiempo, pero también por como nos lleva en un recorrido de tan variadas emociones. No sólo cuenta de un atribulado romance en un periodo histórico que cada vez se vuelve más represivo, sino que su don para narrar hace que cada instante sea vívido, rico, pero también misterioso e incierto. Fotografiada en blanco y negro digital en un formato cuadrado que evoca el cine de la época en que se ambienta, puede sostener una toma por lo que se siente como una eternidad, suficiente para que cada imagen se nos quede grabada en la mente; pero su forma de saltar en el tiempo, a veces varios años a la vez, le da un ritmo vertiginoso, la sensación de que con cada momento que pasa nos hemos perdido de algo y que, por eso mismo, lo que acabamos de ver es más precioso.
Guerra fría abre en Polonia en el año de 1949, poco tiempo después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las dos grandes potencias mundiales, Estados Unidos y la Unión Soviética, habían empezado a dividirse el mapa de Europa. Polonia, como mucho de Europa del Este, quedó bajo el control de un régimen comunista. El nombre de la película, por supuesto, hace referencia a este periodo de tensión geopolítica que se extendió hasta finales del siglo XX, pero lo aborda sólo indirectamente. En realidad es la historia de dos amantes que se conocen azarosamente, por las mismas fuerzas políticas que después amenazan con separarlos.
Wiktor (Tomasz Kot) es un director de música que viaja de pueblo en pueblo registrando la música tradicional de la Polonia rural. Lo motiva una verdadera admiración por las costumbres de estos rincones que han sobrevivido a los violentos conflictos que ocurren a su alrededor. Sus superiores directos, miembros del partido comunista que acaba de llegar al poder, ven este proyecto como herramienta para consolidar su influencia. Aunque Wiktor se convierte en el directivo de una academia de música que atrae talentos locales para preservar su cultura; los bailes y canciones de éstos se convierten en parte de la máquina de propaganda del Estado. Por decreto gubernamental, dejan de cantar sobre los pueblos en los que crecieron y más sobre la reforma agraria y Stalin.
Es en la academia donde Wiktor conoce a Zula (Joanna Kulig), una joven que lo impresiona cantando un número de un musical ruso. Pocas palabras se necesitan para comunicarnos el nacimiento de su romance. Los dos no hacen mucho más que hablar e intercambiar miradas antes de que la magia del montaje nos los muestre entregándose totalmente. Pero Zula tiene una historia complicada. Estuvo en prisión y después de ser liberada quedó al servicio de Kaczmarek (Borys Szyc), un miembro del partido que le da órdenes de espiar a Wiktor al mismo tiempo que trata de seducirla.
El ascenso de Kaczmarek corre paralelo al romance de Wiktor y Zula. A medida que el gobierno de Polonia se vuelve más represivo, los dos amantes deben encontrar la forma de conservar sus ideales y evadir la persecución, a veces cruzando fronteras internacionales. Kaczmarek, por su parte, quien inicia como uno de los compañeros de investigación de Wiktor, empieza a trepar entre los rangos, pues no tiene problema con sacrificar lo que sea y a quien sea por sus intereses propios y los del partido. Es un comentario sobre los gobiernos totalitarios que premian más la lealtad que la capacidad. En una de las metáforas más ingeniosas de la película, Kaczmarek le da instrucciones a un hombre que trata de colocar una bandera y luego cae; y así nos recuerda lo reemplazables que son las personas normales en este régimen, a la vez que sirve como un acertado acento cómico en una película en general desoladora.
Otras imágenes de la película, sin embargo, se antojan menos originales. A medida que la necesidad lleva a Wiktor y a Zula a París, sus conflictos se vuelven un tanto más trillados y las situaciones se parecen a las de una película hollywoodense. Momentos como Zula bailando con diferentes hombres para molestar a Wiktor o Wiktor tocando el piano furiosamente mientras sus compañeros músicos lo miran confundidos, se sienten mezquinos cuando se les compara con las demás dificultados que los hemos visto pasar. ¿O será que, a medida que los amantes se desplazan de un lugar a otro sus vidas no pueden evitar regirse por las condiciones y los clichés de su entorno?
Esta evolución es presentada a través de la música. Más que ambientación o el oficio de Wiktor y Zula, ésta es parte integral de la narrativa de la película. La forma en que las canciones tradicionales, interpretadas en gaita y acordeón, pasan a convertirse en coordinadas superproducciones en majestuosos teatros nos cuenta cómo la idea de una revolución obrera y campesina da lugar a un régimen autocrático cualquiera. Y cuando Zula y Wiktor escapan a París, esperando encontrar en Occidente una mayor libertad creativa, se encuentran con una aburrida escena musical, tan elitista como el partido comunista del que vienen escapando.
Una pregunta que Guerra Fría se hace constantemente es cómo nos relacionamos con el lugar en el que estamos y el lugar de donde venimos. Desde cierto punto de vista, los sentimientos que nos unen a un lugar en particular son absurdos. El haber nacido y el existir dentro de ciertos límites geográficos arbitrarios no debería definir quiénes somos como personas. ¿Es el patriotismo una mera herramienta de unidad y control? Es noble buscar una cualidad intangible que nos dé unidad como personas; es menos noble cuando el cabello y la piel oscura son vistos como una mancha a este espíritu y orgullo nacional, como Kaczmarek le dice a Wiktor en cierto momento. ¿O será que en verdad hay algo más profundo que nos hace parte de cierto lugar? Una canción puede tener el mismo nombre y los mismos acordes en francés y en polaco, pero cuando se cambian las palabras y la métrica, ¿qué se preserva en realidad?
Si es así, entonces ¿cómo se preserva esta cualidad intangible cuando quedarse en el lugar ya no es una realidad? ¿Vale la pena regresar, aunque se arriesgue el cuerpo? No es una pregunta fácil y Guerra fría no ofrece una respuesta, pero sí una poderosa y preciosa mirada a lo que es vivir con esta decisión imposible.
★★★★★
Para leer más reseñas del autor, aquí su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com
Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana