por Ismene Venegas
Pintura encapsulada en resina de Krystel Rascón
Mi madre tiene en su casa un enorme grabado de un barco atunero. Redes, albacoras, hombres de mar fuertes y curtidos cuelgan de la pared de su comedor. De niña, en vez de acabarme la sopa de lentejas estudiaba minuciosamente los ojos enormes de los pescados del grabado de Leonel Flores. Como no podía levantarme de la mesa hasta terminar toda la comida que me habían servido, y como sabía que no lo iba a lograr, buscaba maneras de recrearme en lo que mi madre se apiadaba de mí y me dejaba levantarme de la mesa. Encontraba curioso que los enormes y negros ojos de los atunes fueran el único rincón del grabado de color sólido. “Todo lo demás son rayitas”, pensaba mientras le daba la vuelta a la cuchara por enésima vez dentro del plato ya frío de lentejas con trozos de plátano macho frito.
***
Un día, años después, el grabador entró al comedor del restaurante en el que yo trabajaba como cocinera. Lo había conocido hace mucho en la Facultad de Ciencias Marinas, donde él trabajó como velador y mi mamá cursó su carrera universitaria.
Caminó hacia mí y me encontró acomodando los floreros en las mesas del comedor. Me vio y no dijo nada sobre si yo había crecido o no. No escogió comentarios gastados del tipo “cómo has crecido” o “qué grande estás ya”.
O quizá era que no se acordaba de mí .
¿No te interesa comprarme este libro? —me dijo, yendo directo al grano, sosteniendo un libro grande y gordo de cocina en las manos, una de esas ediciones con muchas más imágenes que textos.
El libro era bueno. Un viaje culinario por las especias del sudeste asiático.
—Te lo dejo en cuatrocientos pesos.
Era una ganga. Revisé mis bolsillos, pero no tenía dinero.
—¿Cuánto tienes?
Al dirigirme a la caja con el encargado a pedir prestado el valor del libro para comprarlo volví a pensar que no me recordaba.
Leonel se fue, pero antes de cruzar el comedor del restaurante me pidió que le saludara a mi madre.
Todavía hojeo el libro de las especias.
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En sus grabados Leonel imprimió el dinamismo y el drama de la vida pesquera del pueblo que lo adoptó. En ellos se puede leer la perdida bonanza atunera del puerto, a los buzos con su atuendo y su línea de vida extrayendo abulones de gran tamaño, langostas de sus jaulas, almejas generosas. Un pescador, cigarrillo en boca, que posa con un atún de más de 50 kilos. La mirada profunda del buzo que parece atacar de frente desde la orilla en la que está parado. Las langostas, ataviadas de joyas y zapatos de tacón, que juegan a la baraja en la mesa enmarcada por conchas de abulón, y allá al fondo, el pico de la Punta Banda. La mesa suculenta de mariscos finos y las manos callosas que los arrancaron del fondo del mar. La copa de vino y el jornalero que pizca la uva bajo el sol atroz. Por gusto, por encargo o por necesidad, en su trabajo dibujó a la Ensenada que huele a brisa de mar y a sanguaza de pescado por igual. El martes 9 de abril se extinguió la vida del grabador mexicalense que hizo de Ensenada su casa.
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