«¡Un, dos, tres por mí y por todos mis amigos!»

 

 

 

 

por Montserrat Rodríguez

 

 

Luis Jorge Boone

Toda la soledad del centro de la Tierra,

Alfaguara, Ciudad de México, 2019, 176 pp.

 

La memoria, un pueblo al norte de México, el silencio. En su más reciente novela, Luis Jorge Boone (Monclova, 1977) recuerda a los que ya no están, busca a los desterrados, a los desaparecidos. 

  La violencia de la era del narco ha tocado casi todos los ámbitos de nuestras vidas. Su manifestación hace un recorrido que va desde las personas de carne y hueso hasta personajes literarios. Escribir sobre lo que ocurre en un país como México es una tarea difícil, es por eso que en ocasiones no podemos evitar preguntarnos las motivaciones del escritor que ha decidido hacerlo. ¿Cuál es el lugar desde el que habla?, ¿cuál es el objetivo de su discurso? Las anteriores son inquietudes válidas, sin embargo, no permiten que la obra hable, y de esta manera encontrar respuestas. 

    En el caso de Toda la soledad del centro de la Tierra hay tres voces que nos resguardan y nos guían en este camino. La primera es la del Chaparro, un niño que vive en un pueblo al norte del país. Lo conocemos por lo que nos platica: lo que piensa de sí mismo y lo que se pregunta sobre su familia, quién es, quién lo cuida, cuál es su superpoder. Su voz se narra en primera persona y aparece en veintinueve momentos. Los capítulos en los que aparece nos permiten acompañarlo en su crecimiento; dan cuenta del peligro, de la privación del juego y de la constante necesidad que tiene de ir en busca de sus padres: “No sabía ni dónde vivían, pero eso no iba a detenerme. Tenía miedo también de que me hubieran olvidado. Si no, me preguntaba por qué nunca me visitaban, por qué me habían dejado ahí con la Güela Librada” (p. 90). 

    La segunda voz también aparece intercalada veintinueve veces. Ésta enmarca el origen del Chaparro y acota la vida de los que son cercanos a él. La colectividad es dueña de esta, la segunda voz, y corresponde a la población que narra la violencia: “Venían, agarraban a unos y a otros, los trepaban y nadie los volvía a ver” (p.15). Así, desde el ejercicio de la memoria, los otros, que también somos nosotros, hablan sobre el terror. Nos cuentan sobre su pasado y dan muy pocas muestras de su presente, como si esta población no pudiera ubicarse en un lugar fijo: la humanidad no sabe dónde está, no puede decírnoslo.

     “La sangre” y “Los gritos” constituyen a la tercera voz de la novela. Con estos relatos logramos imaginar a un narrador omnisciente contando las leyendas del pueblo, advirtiendo y asustando a los niños antes de dormir. Estos relatos tienen un doble significado dentro de la historia: por un lado, funcionan como pequeñas obras dentro de la obra; por otro, al avanzar en la trama, constatamos su vínculo con la historia del Chaparro.

       Las tres voces anteriores a pesar de ser distintas entre sí están conectadas por dos elementos importantes: el lenguaje y la temporalidad. En el primer caso, Boone pone atento cuidado en el habla popular, lo que da como resultado una oralidad que se palpa durante toda la novela. En el segundo caso, el trabajo con el recurso del tiempo está desarrollado con tal sutileza, que el lector puede no percatarse de la hilvanación de la secuencia narrativa; de manera que la tensión se mantiene durante toda la novela y caemos en cuenta de que las respuestas se encuentran en la relación de todos los elementos que emplea el autor. 

      Por otro lado, el autor hace uso del testimonio real, la narrativa y la poesía, como recursos que brindan una mezcla de géneros a la lectura. Al construir esta relación tan estrecha entre los tres, la línea que los divide es acertadamente difusa, esto permite profundizar y comprender mejor no solo la carga literaria, sino también la emocional. Por ejemplo, los momentos poéticos no solo se encuentran en el formato del verso; éstos ocurren de igual manera dentro de la prosa: en los pensamientos del Chaparro, en las imágenes de las vidas que se van desgarrando poco a poco, siendo esta terrible belleza de lenguaje lo que nos permite sobrellevar tanta miseria. 

      En este sentido, otro gran acierto de la novela es la construcción de sus personajes. En la historia nos encariñamos con la prima del Chaparro que juega a las escondidas mientras el resto de la población no puede ni decir “un, dos, tres por mí”; conocemos a la Güela Librada, que le ha tocado hacerse cargo de todos, sobreviviendo como una mata en el desierto, cantando canciones de penas, tomando; vemos la sensibilidad que ha conservado don Seras, quien a pesar de todo logra reconocer al prójimo dentro de tanta oscuridad. Con estos personajes, Boone nos habla sobre la memoria de un pueblo, nos muestra el caminar del Chaparro. Podemos ser partícipes del desierto, el pozo y el ropero y el paralelismo construido entre los tres: esa soledad a la que se llega cuando lo último que queda es oscuridad. 

       Toda la soledad del centro de la Tierra trasciende no nada más por su valor literario, que ya es decir mucho, pero también por la importancia de lo que cuenta. Dentro de la novela, el mismo pueblo exige respuestas: “Si usted sabe, dígalo: diga para qué nos sirven todas estas palabras”. A veces, las palabras parecen resguardadas de la violencia y que los escritores hablan desde un lugar seguro. Nosotros, los lectores, ocupamos un espacio privilegiado. Boone abre una ventana dentro de su novela para permitirnos vislumbrar el horror de la violencia del narco en México; nos encariñamos con sus personajes, tenemos miedo, como ellos, pero dentro de toda esta tensión, nos sabemos a salvo. Entonces, ¿estamos a salvo? Bueno, la verdad es que nadie lo está. Cuando dejamos que su obra nos hable con esta honestidad brutal que acarrea, cuando escuchamos atentamente, entonces esa ventana se convierte en un hueco dentro de nosotros. Por eso las palabras ayudan, nos sirven para no olvidar, para nombrar a los que ya no están. Las palabras nos ayudan a exorcizar el miedo y recordarnos que esto a lo que llamamos “ficción” proviene de un lugar en nuestra realidad del que debemos ser conscientes. 

 

 

 

Montserrat Rodríguez (Tijuana, Baja California, 1993). Es licenciada en Educación Primaria y Maestra en Educación. En 2018 obtuvo la beca Inés Arredondo para el II Encuentro Internacional 13 Habitaciones Propias. En el mismo año recibió la residencia La Güera Trigos por parte del programa Under the Volcano que se llevó a cabo en enero del 2019. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas digitales como Rojo Siena y Vozed.

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