El sabor de casi todos los mariscos que conozco

 

 

 

por Ismene Venegas

 

Hay experiencias de sabor que dividen al mundo en dos: son amadas o detestadas. Es común encontrar entre estas experiencias extremas a  algunos productos de mar. El erizo, por ejemplo. Me incluyo en el conjunto de las personas que aman el sabor del erizo, aunque recuerdo que la primera vez que lo probé me causó una tremenda impresión. Era una niña apenas, y me encontré en el refrigerador con una lata pequeña como de comida fina de gato. Una lata sin etiqueta. La había traído a casa un amigo de mis padres, un  comercializador de mariscos que constantemente hacía tratos con gente de países lejanos y de ojos rasgados. Y ahí estaba, cerrada y sin etiqueta, en el refrigerador. La abrí y le hinqué el dedo a un puré color anaranjado para luego llevármelo a la boca. No puedo decir que lo detesté, no fue así. Tampoco puedo afirmar que lo amé. Fue la experiencia consciente de un sabor que no tenía registrado y que, a mis siete u ocho años, me resultaba imposible clasificar.

   El erizo bajacaliforniano es un peculiar animal que tiene una forma esférica achatada cubierta de espinas. En estas costas habitan dos tipos que se distinguen por su color: el erizo rojo y el erizo morado. Vive en el fondo marino rocoso, desde las zonas intermareales hasta una profundidad cercana a los ciento cincuenta metros. Es  pariente de los pepinos, las estrellas y las galletas de mar, y forma, junto a éstos y otros bichos, el filo Echinodermata. Los equinodermos comparten características como el ser invertebrados, la simetría pentagonal y diferentes funcionalidades en la dermis que les otorgan color, textura, respiración y también movilidad. Camina gracias a minúsculos pies-espina situados en la parte baja de su cuerpo, pero las espinas largas y afiladas de la parte superior también le ayudan a moverse. Y a atraer alimento a su boca. Y a defenderse de predadores y de los pies incautos de surfers y bañistas. Ver a un erizo moverse es una belleza: en una coreografía cuidadosamente calculada sus espinas se mueven lento, una tras otra, en una suerte de efecto dominó pero con más gracia.

    Dentro del cascarón calcáreo que sostiene a las espinas las cinco lengüetas de gónada están dispuestas en una geometría exacta. Constituyen la parte comestible del erizo que puede variar de un color amarillo hasta el anaranjado. Y aquí es donde la belleza da un giro intempestivo: las gónadas, sujetas al interior del cascarón, están sumergidas en un jugo color café de un aroma fétido. Es cierto, huele feo. Huele a lo que huelen las estrellas de mar que se encuentra uno enterradas en la arena de la playa. Mal. Pero, bueno, sólo es cuestión de descartar el jugo apestoso, despegar con delicadeza las lengüetas y enjuagarlas bien en agua helada con sal para olvidarse de ese mal paso en el que algunos renuncian al intento de probarlo.

    Las lengüetas poseen un intenso sabor a mar que recorre los matices de casi todos los mariscos que conozco: el zumo oceánico de los ostiones, el golpe de mar que escapa al destapar la olla de unos mejillones al vapor, el dulzor de la carne de los crustáceos, el olor a ratos acre de la almeja fresca, la delicadeza del abulón, el fresco de los percebes, el yodo de la pata de mula. Esa patada de océano puede parecerse un poco al primer sorbo de agua de mar que se haya tomado. También recuerda el sabor de un trozo de mantequilla que recién se va derritiendo. Y a veces, cuando se somete al calor, escapa del erizo un ligero sabor a queso. Su textura es tersa y sumamente suave: un bocado de la lengüeta fresca, que parece consistente, se deshace dentro de la boca en una crema deliciosa.

Durante muchos años caminé por la delgada línea que separa a los conjuntos ajenos de amor y odio que ese sabor intenso plantea. Lo comí guisado en la tostada de una carreta marisquera callejera y me gustó. Pero caí de amor cuando probé por primera vez la gónada fresca directamente de la jacata en la cocina de un restaurante en el que trabajé. Su textura es increíble. El erizo, en forma de copete de un tiradito de callo. O bien, el nigiri de uni (como lo llaman los japoneses): una lengüeta de erizo sobre un copo de arroz tibio y sazonado con vinagre.

     En un verano, con un amigo cocinero, pedimos para llevar un coctel en una carreta de mariscos. Nos lo comimos sentados en la barda de Playa Hermosa donde preparamos un picnic: sacamos de la hielera los botes de cerveza y la jacata de erizo, que cuidadosamente vaciamos en los vasos del coctel. Creo que ese es el mejor recuerdo que tengo registrado del erizo. Quizá sólo compita con la vez que me encontré en una playa del Mar de Cortés un pequeño erizo morado que coloqué en la palma de mi mano, hipnotizada por la graciosa manera en que movía sus espinas. No me lo comí. Lo regresé al mar.

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