Mayores

 

 

 

por Eduardo Robles Gómez

 

 

 

Antes no había bodegas, tráileres de doble remolque o almacenes de zapatos, sólo campo. Eso dicen. Enciendo un cigarro, recargada en el muro exterior del depósito. Reviso los mensajes que allá adentro no llegan por la señal; hay uno tuyo. Esperas por mí. 

  ¿Qué quieres que hagamos?, ¿ir a cenar? Mis compañeros se despiden de prisa y corren a detener el micro. “¿Segura que no vienes?”, me preguntan. Cuando contesto, se han ido. Las personas suelen alejarse de esa forma.  

  El vigilante me observa desde su cabina y nos despedimos con un leve gesto. Enciende su radio y agacha la mirada, distraído en sus propias ideas. Apunta en un pequeño libro gastado, luego es interrumpido por el intercomunicador. Iluminan el letrero verde y blanco con el logo del almacén. Arriba, el atardecer se diluye sin saber dónde ir. Suena el celular, eres tú.

― ¿Dónde estás?

― Saliendo. ¿Tú dónde estás? 

― Donde siempre. Apúrate, porque está solo. 

No te gusta esperarme. Soy yo la que camina hacia ti. Creo que es miedo: te asusta lo rápido que cambian las cosas. Avanzo entre los coches estacionados sobre la banqueta y mantengo el equilibrio con una mano apoyada en el muro. Partes del camino desaparecen bajo una laguna que dejó tras de sí las lluvias, en ella se reflejan los cables de luz y los condominios. Hay algunas ventanas iluminadas. ¿Podrán verme desde arriba? ¿Cómo salto sobre llantas sin rines y pedazos de piedra?   

Te distingo. La bicicleta sobre la que estás no es tuya; quizá es de Arturo. Y aunque estamos cerca, chiflas.

― ¿Estabas con tus novios? 

― Me espero a que se vayan ―te paso mi mochila y echamos a andar, sin besarnos siquiera―. ¿Para qué quieres saber, si te caen mal? 

― ¿A dónde vamos, entonces? 

No quiero ir a ningún lado. Quiero llegar a casa, prender la tele y quedarme dormida hasta el día siguiente. No prestar atención a nada.  

― ¿O ya no quieres salir? ¿Vas a ver a alguien? 

A nuestro alrededor sólo hay enormes portones de fábricas; algunas son depósitos de muebles, otras venden triplay. Todos sus nombres suenan igual, a veces siento como si trabajara en ningún lado.   

― ¿Ya no hablas? 

― Sí. Dime, pues. ¿A dónde? 

― Abrieron un Sirloin en la plaza. Hay promociones; dicen que está bueno.  

― ¿Y de qué es? ―reviso la hora en el celular.  

― Es buffet ―me miras y te detienes con la bicicleta―. ¿A quién le mandas mensaje?

 ― No estoy mandando nada, José Luis ―te contesto, fastidiada―. Vamos, pues. 

― ¿Es el pinche gordo ese? ―amagas con tirar la mochila―. Cuando lo vea le voy a partir su madre, ya te dije.  

Te adelantas un tanto, pero enseguida regresas. Manejas el manubrio con una sola mano y te cuelgas la mochila.   

― ¿Quieres ir a la casa primero o nos vamos de una vez? 

― Mejor vamos, antes de que se haga más noche. 

¿Qué haríamos en casa? Es difícil respirar en el cuarto; es como si cada uno fuera una enfermedad para el otro. Mamá apenas nos habla. Lloró cuando se lo dije. Pienso cuánto más duraré en el trabajo; no creo juntar lo suficiente.  Pasamos junto a una manta que cuelga de una de las tantas bodegas. Solicitan ayudantes generales y operadores de tráiler.  

― ¿Ya viniste aquí? ―me detengo a revisar los requisitos―. No piden tantos papeles. ¿Tienes tu RFC? ―tan pronto veo tu semblante, sé que es inútil. 

― ¿Vas a empezar a chingar? ―golpeas el zaguán junto a nosotros―. Sólo un día, Fer. Nada más hoy, en buena onda. 

Te apartas en la bici. Entras al andador que da a nuestra calle: una rendija entre dos vecindades con olor a orines. Es nuestra ruta, la que tomábamos al regresar de la escuela. Eras un niño. Me molestabas después de clase y me perseguías por toda la banqueta. ¿Eres tan diferente? Para mí eres el mismo, sólo que asustado, sin idea de qué hacer. Sin ánimo de continuar. 

A lo largo de la grieta, las casas, hacinadas como un montón de cuerpos, se caían a pedazos. Las puertas se hundían en la tierra y daba la impresión de que gente habitaba en el subsuelo. Tratabas de hacer memoria, pero no conocías a nadie que viviera ahí ―si es que había alguien―. A veces asaltaban, cuando terminaba el turno de la tarde. Y, de tanto en tanto, uno tropezaba con borrachos sin lugar a dónde volver o con parejas besándose. Como tú y José Luis: detenían sus labios, muertos de miedo, cuando oían pasos caer sobre las charcas. Entonces escondías tu cabeza sobre su pecho; alcanzabas a sentir su pulso. Él olía tu cabello y pasaba su mano. Reían.    

― Voy a dejar la bici ―gritó José Luis, casi al final del andador―. Me esperas en la tienda. 

― No te tardes ―contestaste, pero no escuchó, o decidió no hacerlo.  

Te tomaste tu tiempo para salir. Estarían sus amigos. Respiraste, contuviste el aire y te dirigiste rápido a la tienda. Era incómodo. Te sentías arrastrada a convivir con extraños. Antes que saludarlos, preferías revisar uno a uno los estantes. No había nadie en la tienda. ¿Qué buscabas? ¿Algo que olvidaste la última vez? Decían que te creías mucho, como si la tierra que pisabas no te mereciera. Él nunca supo tu apodo; te habían puesto “Miss San José”. Te quedaste en cuclillas largo rato, con la cabeza recargada en un estante. Gritó un amigo de José Luis.

― Pinche Coté. Se siente bien verga porque ya va a ser papá.  

Estallaron burlas y carcajadas. Tenían un refresco al ras de la banqueta y vasos desechables sobre la tapa. Arturo, con una botella aparte, pidió a José Luis que se tomara uno limpio con él.

― Órale, concuño. ¿Me vas a dejar con la mano estirada?

― Con refresco, wey. Ahí está mi chava en la tienda, vamos a salir ahorita. 

― Cómo eres puto. Ya tómale. No me hagas encabronar. Te bajo de la bici a patadas.  

José Luis tomó de la botella, se bajó de la bici y abrazó a Arturo. Se apartaron de los demás y hablaron en voz baja. Arturo exageraba, con su enorme cuerpo, cada cosa que decía. José Luis fingía escuchar, sin quitarte la mirada.  

Te pusiste de pie y un niño se colocó detrás de ti. Tomó tu pierna y trató de asustarte: “!Huh!” Diste un salto apenas perceptible; sudabas. Después corrió a encender la vieja máquina de videojuegos, empotrada en una esquina. El niño metió las monedas sin prestarte más atención. Luego sentiste una mano sobre el hombro y te apartaste de manera brusca. 

― No te espantes, Fer ―te saludaron.    

Sabías quién era, pero sin reconocerla del todo. Vestía una playera larga que le llegaba casi hasta las rodillas y un short holgado azul marino; calzaba sandalias y llevaba el pelo en una coleta.  

― No. Fue el niño ―trataste de sonreír.  

― ¿Ese niño? ―la desconocida apuntó hacia la máquina―. ¡Qué fea! Es mi bendición.

Volviste a mirarla. De pronto, la mujer te abrazó. 

― No es cierto, amiga ―te plantó un beso en la mejilla―. ¿Cómo estás? Sigues igualita, mujer. ¿Y tu mami? Ya tenía bastante sin verlas.  

Después del beso, supiste: en la secundaria perseguía a los muchachos de primero para cubrirles de saliva el cachete. Lo recordabas. Había subido de peso, las várices asomaban de sus piernas y lucía unas ojeras profundas. Pero, detrás de los pliegues de su rostro, estaba Alma.    

― Lo que pasa es que salgo tarde. A lo mejor por eso ya no nos encontramos ―contestaste más tranquila, mientras ella acariciaba tu brazo.  

― Qué bueno, amiga. Mientras sea trabajo ―miró de reojo a su hijo―. ¿Ya lo conocías? Deja te lo presento.  

¿De qué servía que te lo presentara? Se despedirían y cada quién volvería a lo suyo. Era triste encontrarse así luego de años. Llegaste a ir a su casa. Hablaban de chicos, retándose mutuamente a marcarles; su mamá las callaba. En el fondo de la sala, una película avanzaba sin que le prestaran atención. Después, dejaron de verse. No había razón. 

― Mateo, ven. Te voy a presentar una amiga ―el niño no hizo caso. Ella alzó la voz― Mateo, o dejas el juego o nos vamos a la casa. Te doy tres.  

Mateo, con la cabeza echada atrás y cara de hastío, caminó arrastrando los pies hacia ustedes. 

― No hagas caras, Mateo. Saluda a Fernanda. 

El niño estiró la mano, sin ganas, y la tomaste. Era pequeña, frágil, como si recogieras un ave herida. Te miró con desconfianza; parecía escuchar tus pensamientos. Soltaste su mano. 

― ¿Ya? ―le preguntó a su mamá, malhumorado.  

― Ya. Córrele. Se te va a ir el jueguito ―su voz sonó cansada―. Está malo. Tenemos que hacerle estudios, pero no hemos podido. No sé qué vamos a hacer ―su rostro se ensombreció. 

La tomaste de la mano y miró a su hijo con ternura. Tú observabas a José Luis. 

― Así es, amiga ―entrecruzó sus dedos con los tuyos y suspiró―. Bueno… ¿Vas a comprar algo?

José Luis alzó el brazo y apuntó a su muñeca. Era hora. 

― No. Ya me tengo que ir.  

Alma miró al grupo en la banqueta de enfrente. Entendió.  

― Cuídate mucho, amiga. Me vienes a visitar cuando puedas, ¿eh? Todavía vivo donde siempre ―ambas se abrazaron. 

No querías soltarla. Alma pasó su mano por tu espalda antes de separarse, como consolando a una niña. Permanecieron así, en medio de la tienda. Te tomó de los hombros y volvió a plantarte un beso.

― Nada más te lo limpias, ¿eh? 

Tomamos el micro y bajamos en la plaza. Antes era un terreno baldío y, antes de eso, una hacienda. Dicen que grababan películas de Pedro Infante y Jorge Negrete; nunca he visto una. Cuando era pequeña, le pedía a mi papá que me alzara para asomarme sobre el muro. Sólo había bosque, y en la profundidad, el sonido de gansos. Ahora hay un Costco y tiendas de ropa. 

Nos abrimos paso entre la gente y grupos de estudiantes. Se molestan entre ellos, toman fotos y hablan de cualquier cosa. Nuestra edad no es tan distinta y, sin embargo, andamos direcciones contrarias. Sólo coincidimos en ese instante. Saco el celular y busco la cámara.

― ¿Otra vez? ―murmuras lo suficiente para que escuche y lo guardo. Escondo las manos dentro de la chamarra. 

― ¿Traes dinero? ―pregunto sólo para hostigar.

― ¿No vas a disparar tú? ―sonríes de manera burlona. Sacas tu billetera, la revisas y la vuelves a guardar―. Pongo la mitad, pero te pago después. Le vendí una sudadera al Arturo; me pasa el dinero en la quincena. Ahorita no traigo. 

Enciendes un cigarro y guardamos silencio. No te va a pagar. No hay sudadera. 

El área de comida está en una explanada fuera del centro comercial. Adaptaron parte de la hacienda a un Chilis y un McDonald´s; al fondo, a la derecha, está la Casa de Toño y a la izquierda, el Sirloin. En el centro de la explanada hay sillas para la gente y, en lo alto, cuelga una pantalla gigante. Espero a que termines de fumar. Cuando recién los abrieron, te dije que vinieras con tu solicitud. Tal vez no para un puesto en la cocina, pero al menos de mesero. Azotaste la cabeza contra la pared del cuarto.   

― Vamos, entonces ― tiras la colilla y caminamos hacia el restaurante. 

En la caja, nos da la bienvenida una muchacha.

― ¿Celebran algo, chicos? 

Le contesto que no y pregunto sobre las promociones. Hay dos por uno en cortes y filetes. Pido lo más económico: buffet solo.  

Mientras pago, te alejas y miras la pantalla; pasan un partido de futbol. Luego revisas tu celular; le escribes a alguien.  

― De este lado, por favor ―indica la chica de recepción y me entrega el baucher.

― ¿Ya? ―preguntas, sin alzar la mirada.  

El lugar es oscuro, luce como una bodega. Hay líneas de comida en cada uno de sus lados; las mesas están alineadas perfectamente en el centro y las sillas metálicas están pintadas de colores. 

― ¿Les parece bien esta mesa? 

― Sí, está muy bien. Gracias ―respondo al ver que no decías nada. 

― Perfecto. Buen provecho, chicos. Enseguida uno de mis compañeros los atiende. 

Escondes el celular.

― Es que me mandaron un video. ¿Ya nos servimos?

― Hay que esperar a que venga el mesero, supongo.  

Veo alrededor. Un señor largo y de lentes mordisquea alitas y apila los huesos sobre su plato. En medio, un grupo de oficinistas celebra; los meseros, distribuidos alrededor, cantan las mañanitas de memoria. Más allá, en el extremo opuesto, otra pareja. 

Cuando acaban de aplaudir al festejado, un joven se acerca y coloca los cubiertos.

― ¿Algo de tomar?

Los dos pedimos refresco.

― En un momento traigo sus bebidas.  

Hacía tiempo no nos sentábamos así. ¿De qué hablamos? ¿Conoces a alguien más? Antes conversábamos horas. ¿Cuándo nos hicimos extraños? Saco el gafete del trabajo de mi pantalón y la observo. Es una mala foto. Supongo que somos adultos.

― Aquí están sus bebidas. ¿Algo más que les pueda ofrecer?

― Así estamos bien ―al responder, siento que se me escapan más años.

Estás inquieto. Pasas tu mano sobre la cabeza, te remueves el cabello; pareces indeciso.

― Me voy a servir ―arrastras la silla y te levantas.  

Recoges pedazos de carne y la colocas sobre la charola, sin fuerza. De pronto te detienes y plantas ambos brazos sobre uno de los mostradores, con la cabeza abajo. Estás de espaldas. Por unos segundos siento el deseo de irme. Quizá por eso no te mueves; también quieres que me vaya. Pero regresas y sigo aquí. Es mi turno. 

Me acerco a la sección de comida china. Sushi, arroz, verduras, rollitos primavera. Lo junto todo en el plato, sin orden. Justo ahora me doy cuenta de que tengo hambre. A mi lado se detiene la pareja del fondo. El chico tiene buen cuerpo, la muchacha es linda. Se parecen. Tal vez pasan demasiado tiempo juntos. No me molestaría estar con él, o con cualquier otra persona, en realidad. Lo he pensado antes.     

Vuelvo a nuestra mesa. Comes costillas con los dedos y tienes la boca manchada de salsa. Yo engullo el sushi y baño en salsa agridulce el arroz y las verduras. Al menos tenemos eso en común. Creo que es algo nuestro: nos gusta comer. Nos concentramos en ello. Hay calma.  

No siempre fuimos así. Antes cocinábamos en mi casa cuando cumplíamos meses. Luego años. Una vez preparamos ―preparaste― papas al horno y chuletas en salsa de tamarindo. Aquel día sólo comimos. Eras bueno. Sabes cocinar.  

Al terminar, te limpias con una servilleta. Te cubres con ella como si fuera un tapabocas y mantienes la mirada en la mesa de a lado, aunque no hay nadie. Bajas la servilleta y sonríes. 

― ¿Por qué no nos vamos de vacaciones? 

Coloco sobre mi palma los granos de arroz que sobran. Devuelvo la sonrisa. 

― Podemos ir a la playa o no sé ―arrugas la servilleta y la tiras sobre el plato―. ¿O qué? ¿Ya no quieres salir conmigo? 

― ¿Con qué dinero? ―te pregunto mientras doy un sorbo a la coca. 

― Siempre el pinche dinero ―te ríes, molesto―. Pues, no sé, Fernanda. Lo juntamos y ya ―mueves los cubiertos, las servilletas, los sobres con azúcar―. Sólo comentaba. No es que nos fuéramos a ir mañana. A todo pones pero ―te recargas sobre la mesa y sostienes tu frente con las manos.  

¿Qué quieres que te diga? ¿Cuál es la respuesta correcta? Me ofrezco para ir a los postres, pero no haces caso. Desde la máquina de helados puedo verte sin que te des cuenta. Entra un hombre con su hijo. El niño habla de una película que acaban de ver y hace ruidos de explosiones. Los miras y recuestas la cabeza sobre tus brazos cruzados.  

― ¿Ya sabes cómo le vamos a poner? ―me preguntas cuando regreso. 

― Ni idea ―contesto rápido―. ¿Seguro que no quieres? 

― ¿José Luis? ¿No te gusta? ―de nuevo haces la mueca burlona.  

― Todavía no sabemos qué es ―lamo del cono el helado que se derrite―. No te preocupes del nombre; preocúpate de otras cosas ―respondo y me limpio los dedos. 

― Te caigo gordo, ¿verdad? Ya no me quieres. 

― ¿Por qué ahorita, José Luis? ¿No podemos estar una pinche noche sin pelear? ―tiro el cono en el plato. 

― ¿Sales con alguien? Dime, sin bronca. 

 ― Con varios. 

― ¿Quién? ¿El pinche marrano ese? ¿Con él? 

― Con él, con el vigilante, con Arturo. 

Tus ojos enrojecen. Estiras, nervioso, la piel sobre tu garganta. 

― ¿Por eso no quieres que salgamos? ¿Le tienes que avisar a tus novios? 

― Para nada. Están muy bien tus planes. ¿Con qué dinero? ―repito. 

― ¿Ellos no te dan? 

― Sí, pero sólo me alcanza para mantenerte ―reviso que esté todo en la mochila.

Golpeas la mesa y sueltas una carcajada.  

― Sí es él, entonces.

Estiras la mano bruscamente e intentas sujetarme. El señor y su hijo voltean. Inclinas tu cuerpo lo más posible al mío y esta vez sujetas mi brazo con fuerza. 

― ¿Es mío?

― Si fuera, no lo tendría ―la voz se me corta.   

― Mejor cállate, Fer. Te voy a dar en la madre ―me adviertes con lágrimas en los ojos―. Vuelves a decir otra mamada y, neta, te reviento el hocico. 

― ¿Aquí? ―tampoco puedo evitar el llanto.  

Nos escuchan. Los meseros observan expectantes. Tomo mis cosas y salgo rápido.

― ¡Fer! ¿A dónde vas? ¡Fer! 

Corro a la explanada. Agarro el celular y marco al primer contacto. Antes de que pueda entrar la llamada, me sujetas del cuello y lo tiro. Te arrodillas, lo estrellas contra el suelo.  

― Ahí está ―dices desde el piso, llorando. 

Caigo en una de las sillas públicas y trato de recobrar el aliento. La gente sólo nos mira. Ahora me doy cuenta: ya somos mayores. Después de un rato, te levantas y caminas a la salida. Te pierdes entre la gente. No estás. 

Me quedo en el área de comida, frente a la pantalla gigante. Ahora pasan una película en blanco y negro. Quizá la grabaron aquí. Quiero prestarle atención, olvidar lo demás, pero estoy temblando. Sé que voy a salir, sé que aguardas. Regresaremos a nuestro pequeño cuarto y cerrarás la puerta. Nadie escuchará. Tomo mi vientre con ambas manos y cierro los ojos. Dicen que todas las parejas tienen sus discusiones, pero antes no era así. 

 

 

Eduardo Robles Gómez es egresado de la licenciatura de Derechos Humanos y Gestión de Paz en la Universidad del Claustro de Sor Juana, y asiste al taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes desde 2016.  

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