Piratas en la arena 

 

 

por Saúl Martínez

 

 

Aún no se si la alarma no sonó o no la escuché. Me levanto de golpe a pesar de haber dormido unas cuatro horas. Despertar de golpe me hace sentir súbitamente los calambres musculares que me ocasiona conducir por carretera la tarde anterior. Manoteo el buró en la oscuridad para buscar mi teléfono. En cuanto lo levanto se enciende la pantalla porque es de esos pinches celulares inteligentes que cada vez tienen menos botones y son más intuitivos. Porque, claro, los teléfonos mientras más inteligentes son, más huevones y pendejos lo hacen a uno. 

   Son las cinco con once de la mañana. La alarma debió sonar al cuarto para las cinco. Salgo en chinga de la cama, tengo menos de treinta minutos para alistarme y llegar a la central de autobuses y tomar el camión a Tijuana. Me pongo el primer pantalón que encuentro y saco otro para usar mañana. Desodorante, cepillo, pasta dental, gel, perfume. Todo lo aviento en una pinche maletita que no tuve tiempo de limpiar bien. Por un segundo me molesto conmigo mismo por no dejar todo listo la noche anterior y pensar que me despertaría temprano para preparar la maleta. Ni un puto café me alcanzo a preparar. Termino de alistarme y fugazmente me veo al espejo antes de salir del cuarto. Ni parece que me acabo de levantar, chingado.

  Abro la cochera, luego la puerta del carro y aviento al asiento trasero la maletita marrana y mi mochila, que se golpea contra la otra puerta. Bien pendejo, me acuerdo que en esa mochila llevo mi laptop. A ver si no se chingó. Al motor ni chance le di que se calentara. Arranco rumbo a la central y cierro la cochera. Al que madruga, Dios le ayuda, decía mi mamá. Pues el bato se la rifa y me pone todos los semáforos en verde, también me quita del camino a todos los automovilistas pendejos. Hice un tiempo récord de ocho minutos de mi casa a la central. Dejo el carro en el estacionamiento y bajo mis maletas. Corro al interior y llego hasta la puerta del andén. En ese momento no me doy cuenta, pero mi rostro lleva dibujada una estúpida sonrisa como de niño de preescolar que siempre regresa a casa con sellos de abejita en su cuaderno. Lo noto luego de que el viejo de la puerta del andén que revisa mi boleto se me queda viendo ceñífruncido. Caigo en cuenta y de cien a cero desaparece mi cara de idiota puntual. Recupero una leve sonrisa. Porque eso sí, tal vez pareceré idiota, pero un idiota puntual.

   El autobús 4107 ni siquiera está en el andén de abordaje y vuelvo a sonreír como si estuviera en una competencia de puntualidad contra el chofer. La llegada a tiempo me da unos minutos para comprar un café que más bien parece agua de calcetín. Cuando regreso a mi podio de la rapidez, un hombre regordete de camisa azul de manga corta y corbatín negro me da los buenos días y rompe mi boleto para abordar el autobús que va llegando. Tengo asignado el asiento número cuatro, pero como no parece haber muchos pasajeros hoy, tomo el asiento doce para no ir tan enfrente de la unidad. Pongo la maletita mugrosa en los guardaequipajes que están arriba de los asientos para ocultar la vergüenza y la mochila la pongo en el piso, entre mis piernas. Recuerdo la posibilidad de haberme chingado la computadora. Trato de relajarme, saco mis audífonos y los conecto al celular. Siri, play my music. Pinches teléfonos inteligentes. El autobús avanza, cierro los ojos y la madrugada me pasa factura.

   Tal vez pasaron diez o quince minutos, no revisé el celular o mi reloj. El camión se detiene y se interrumpe mi arrullo. Me asomo por la ventana y dos hombres y dos mujeres suben al autobús a la orilla de la carretera, como si fuera un camión de ruta a las afueras de la ciudad. Pinche camionero, por ganarse unos pesos más me va a hacer llegar tarde. Por el rabillo del ojo veo cómo desfilan por el pasillo hasta la parte posterior del autobús. Una mujer de unos treinta años es la primera en pasar. Lleva ropas negras ajustadas, una mochila rosa y una gorra café. Le sigue un hombre delgado, con chamarra blanca, pantalón de mezclilla azul y gorra negra. Atrás de él viene una mujer regordeta con un pantalón azul y una sudadera gris de gorro. El último es un hombre barrigón, de camisa negra, pantalón azul de mezclilla y una mochila abultada. Probablemente fue el que le pagó al camionero porque tardó algunos segundos en salir de la cabina del camión que separa al área de pasajeros. La unidad retoma la carretera.

   No han pasado ni treinta minutos cuando siento que se detiene otra vez. Los dos hombres y las dos mujeres caminan apresurados por el pasillo central hasta la cabina. Recorro la cortina del ventanal y veo que estamos en una zona desértica, llena de ocotillos, chamizos y otras plantas que sobreviven este árido terregal. Los cuatro bajan del autobús y comienzan a correr como si estuvieran en una competencia. Con la incipiente luz del amanecer ahora puedo ver que llevan mochilas y galones con agua a la mano. Todos corren al norte, por el desierto, lejos de la carretera. También puedo ver que llevan tenis con logos de Ferrari, Puma o Louis Vuitton, seguramente son de imitación.

   El autobús avanza. Más adelante, una lámina amarilla romboide con la figura de un coyote advierte del paso de estos animales por la zona. Llegamos al retén militar para una revisión. Me falta más de una hora para llegar a Tijuana y mientras esculcan mi maleta mugrosa, no dejo de pensar que esos pobres no aguantarán mucho caminando en el desierto con ese calzado de piratería.

Saúl Martínez (Mexicali, 1984) es narrador, fotógrafo y periodista de profesión. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UABC y ha participado en talleres de creación literaria con escritores como Elma Correa, Oscar de la Borbolla, Franco Félix e Imanol Caneyada. Ha leído sus cuentos en los ranchos circunvecinos del noroeste mexicano. Ha publicado sus textos en distintas revistas digitales de literatura y le incluyeron un cuento de novela negra en la antología Baja Noir. 

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