por Alberto Villaescusa
(Under the Silver Lake; David Robert Mitchell, 2019)
A pesar de ser una de las metrópolis más pobladas del mundo, y una meca cultural sin rival, Los Ángeles ignora muchas ideas fundamentales sobre lo que debería ser una ciudad. Una interminable cuadrícula trazada sobre valles y desiertos, una extensa colección de suburbios y vecindarios que carecen de la densidad y bullicio que en uno de los más productivos centros de actividad humana deberían ser fundamentales, caracterizada por gruesas avenidas y congestionadas autopistas, es una ciudad diseñada para carros antes que para personas.
No obstante, los mismos elementos que la hacen una tan ineficiente aglomeración de personas contribuyen también a su misticismo. Su trazo e infraestructura parecen cultivar el aislamiento y la soledad. En un ambiente como éste, sus burbujas de riqueza, sobre todo la mundialmente famosa industria del entretenimiento, sólo pueden volverse más exclusivas y fuera de alcance. Uno no accede a Hollywood encontrándose a un productor en el parque. Lo hace conociendo a alguien más que lo conoce.
Esta particular dinámica (en conjunto con la relativa juventud de la ciudad; en la que las marcas de sus terratenientes originales todavía están frescas) la hace tierra fértil para uno de los géneros cinematográficos por excelencia: el cine negro. La historia de un detective solitario (o su equivalente) vagando un desierto urbano y revelando una compleja red de corrupción dentro de una élite privilegiada, puede y se ha contado fuera de esta ciudad, pero películas como Al borde del abismo, de Howard Hawks, Pacto de sangre, de Billy Wilder, Barrio chino, de Roman Polanski y El gran Lebowski, de los hermanos Coen, demuestran que nunca tiene más sentido que dentro de ella.
En El misterio de Silver Lake, el guionista y director David Robert Mitchell, de Está detrás de ti, le da al género un giro juvenil y absurdo, a la vez que se mantiene sincero y congruente con su espíritu. Su protagonista no es un detective en el estricto sentido de la palabra, pero alguien cuyas obsesiones y aptitudes lo llevan naturalmente a ocupar ese rol. Andrew Garfield interpreta a Sam, un joven paranoico que vive en Silver Lake, un vecindario angelino de moda. Desempleado y aburrido, Sam pasa su tiempo espiando a sus vecinos con ayuda de un par de binoculares (cual James Stewart en La ventana indiscreta, la primera pero no la última referencia a Hitchcock en la película) y perdiéndose en teorías de la conspiración y todo lo referente a símbolos, códigos y numerología. Garfield, un actor guapo y de ojos expresivos, balancea los aspectos menos agradables de su personaje con una acertada dosis de vulnerabilidad y dulzura.
La trama como tal empieza cuando Sam conoce a Sarah (Riley Keough), una preciosa vecina que comparte su afición por el cine de antaño. Los dos pasan la noche, pero no pueden hacer mucho más que darse un pequeño beso cuando los compañeros de cuarto de ella los interrumpen. Ella lo invita a visitarla el día siguiente, pero desaparece antes de que él pueda volver a verla. Sam se obsesiona con encontrarla. La atmósfera de su búsqueda es proporcionada por los intensos colores y sombras duras de la fotografía de Michael Gioulakis y los estremecedores instrumentos de viento en la partitura del músico Disasterpeace. Ambos elementos honran las raíces de la película en los clásicos del cine negro.
Como en toda pieza del género que se respete, el serpenteante viaje de Sam hacia la verdad lo lleva de un excéntrico personaje a otro. Topher Grace interpreta a un amigo suyo con el que intercambia teorías sobre qué pudo haber sucedido con Sarah. Patrick Fischler hace del autor de una revista independiente que bien puede ser más paranoico que el mismo Sam. Están Allen (Jimmi Simpson), otro amigo suyo que está siempre en las fiestas más exclusivas; Jesus (Luke Baines), el cantante de una banda de rock en cuyas letras podría encontrarse la clave del misterio; y un vagabundo disfrazado de rey (David Yow), que sirve como su guía en el bajo mundo de la ciudad.
Y esto es sin mencionar al numeroso elenco femenino de la película, que empieza pero difícilmente termina con Sarah. Riki Lindhome interpreta a una actriz que llega de vez en cuando al departamento de Sam para tener sexo casual; Callie Hernandez, a la hija de un multimillonario cuya repentina desaparición domina las pantallas de los noticieros; Grace Van Patten hace de una bailarina que lleva un globo rojo a donde quiera que va.;India Menuez, de la actriz de una película independiente convertida en trabajadora sexual; Summer Bishil aparece como la ex novia de Sam, a quien se encuentra en una fiesta; Deborah Geffner proporciona la voz por teléfono de la (demasiado) comprensiva madre de Sam. Está también la mujer con cabeza de búho, una pesadilla kubrickiana de la imaginación del autor de la revista.
Las descripciones anteriores pueden dar la no del todo errónea impresión de que a lo largo de El misterio de Silver Lake corre una vena de misoginia. Es cierto que la película no gana puntos por representación femenina, pero tampoco pretende ser algo que no es. Es, de alguna manera, la fantasía paranoica de un muchacho al que le rompieron el corazón. Así como La casa de Jack, de Lars von Trier, no está interesada en esconder esta crueldad, sino en hacerla evidente como una parte desafortunada pero fundamental de su protagonista. A lo largo de El misterio de Silver Lake, Sam es castigado en su imaginación por la visión de las mujeres en su vida ladrándole como perros. Cabe mencionar que una de las tramas laterales trata de un asesino de perros fugitivo. Ustedes conecten los puntos.
En sus casi dos horas y media de duración, El misterio de Silver Lake une elementos dispares de una manera que no es siempre evidente o coherente; las conexiones, aunque tenues, son fascinantes. La cultura pop es una pieza fundamental de la película, visible en sus referencias a la música, videojuegos, revistas y otras películas, pero también en el papel protagónico que la industria y la idea misma del entretenimiento juegan en la trama. Sus personajes suena conspiratorios y risibles, pero no hay nada descabellado en la observación del autor de la revista de que nuestra publicidad está llena de un subtexto que apela a nuestros deseos más elementales; es básicamente uno de los fundamentos de la profesión. Tampoco en la idea, ilustrada más adelante, que la música pop, pensada como una extensión natural de la identidad de la gran mayoría de la población, tiene su origen en una muy pequeña y concentrada industria. Todos, de alguna manera, estamos sujetos a mensajes que llegan a nosotros desde arriba.
Es fácil reírse de quienes creen en las teorías de la conspiración, o aquellos que, como Sam, tratan de encontrar indicaciones en código en las letras de una canción o en el juguete de una caja de cereal. Si bien estas creencias pueden ser incoherentes y ridículas, vale la pena preguntarse por qué algunos llegan a creer en ellas en primer lugar. Quizá es porque éstas ofrecen una explicación que le da sentido a un mundo complicado y aterrador. La realidad no es tan extravagante como cualquier cosa que Sam cree, pero cabe señalar que su búsqueda nace del impulso natural a cuestionar la forma en que el mundo a su alrededor está organizado.
El misterio de Silver Lake no es una justificación o una afirmación de la mentalidad conspiratoria, pero es una mirada sorprendentemente completa a qué es lo que hace tan atractiva esta forma de ver el mundo. Esta mentalidad es ricamente cultivada por las muchas contradicciones que hacen a Los Ángeles la ciudad tan fascinante que es. Un fenómeno urbano que toma la tierra de los coyotes y los zorrillos. Una ciudad en la que siempre hay una fiesta, pero todo el mundo está solo.
★★★★1/2
Para leer más reseñas del autor, aquí, su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com
Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana