por Alan Román Méndez
La reta está empatada cuando escucho el grito de mi mamá. Que recoja mi cuarto, que siempre dejo un cochinero. Entro y veo dos camisetas en suelo, nomás dos mondrigas camisetas. Las levanto rapidísimo para seguir jugando o me van a poner de portero. Mi mamá se va al patio trasero, y yo corro a la cocina —ya me había dicho que no me brincara por la ventana porque era muy peligroso, pero nunca me había pasado nada.
Me subo al lavaplatos y pego el brinco, pero con la punta del pie le pego al fierro de la ventana, y se cierra de un golpe, como una trampa para bobos. El susto se me pasa rápido a comparación del dolor de mi mano apretada. Volteo y ya se está poniendo morada. Empujo la ventana con todas mis fuerzas, pero estaba atorada, no serviría romperla porque el marco era lo que no me dejaba ir. .
Primero le grito a mi mamá, pero de seguro no alcanza a escuchar, además no quiero que los demás me oigan, tan grandote y gritándole a mi mamá. Mejor les grito a ellos, pero tampoco escuchan, están hasta la otra orilla de la calle dándose de balonazos.
Tendré que esperar. El dolor ya pasó, sólo me molesta si la muevo. Mis amigos llegarían hasta acá, por lo menos Emilio vendría a buscarme. Podíamos poner la portería aquí al lado de la puerta y yo me quedaría de portero, lo bueno que tengo las piernas largas.
¡Chín! Apenas mañana le iba a decir a Michelle que me gustaba, que se me hacía bonita cuando sonreía y se le veían los brackets, hasta le iba a comprar un té de a diez pesos. Aunque yo creo que Emilio sí me hace el paro y le dice, para que venga a visitarme. Podría tomarle la mano, con la izquierda, claro, platicar. Creceríamos, cuando fuéramos grandes; haríamos una cocina aquí. Lo malo es que le quitaríamos el patio a mi mamá, pero igual ni lo usa, puro cemento. Creo que a Michelle le gustan las flores, en la posada traía una blusa con flores. Igual y cuando tengamos hijos les enseñaré a jugar fútbol, con pura pierna. Seré muy bueno haciendo dominadas y pateando, no corriendo, pero ellos podrán correr por el balón o saltarse el cerco cuando se nos vaya la pelota al patio de Don Chueco.
El grito de mi mamá me desconcentra. Me dijo que no jugara con la ventana, que cuándo voy a aprender a escuchar, que estaba floja, que no me confiara. Agita el marco hasta oír un click y la abre.
El fierro me dejo una marca, como si partiera mi mano por la mitad. Mi mamá, ya más tranquila, me pregunta: ¿Por qué no gritabas? ¿Qué pensabas quedarte ahí toda la vida?
No le respondo. Salgo del patio en friega a seguir jugando. Emilio me pasa la pelota en cuanto me ve y la vuelo hasta el patio de su casa. Jugar con dos manos es más difícil de lo que recordaba.
Emilio me echa carrilla por patachueca. No me va a ayudar con Michelle. Aunque igual ya no lo ocupo. Ahora tengo que pensar cómo le voy a hacer ya que soy libre. ¡Chín! ¿Y si no me acepta el té? ¿Y si sus amigas nos ven? ¿Dónde viviríamos? ¿Cuántos cuartos tendrán nuestros hijos? Bueno, lo que sí es que ahora sí voy a enseñarles bien a jugar fútbol.
Alan Román Méndez nació en Mexicali, Baja California en 1998. Actualmente estudia en la Licenciatura en Docencia de la Lengua y la Literatura en la Universidad Autónoma de Baja California. Ha cursado talleres de creación literaria y relato corto en la UABC, Casa de la Cultura, CEART Mexicali y IIC-Museo. Fue seleccionado para la Antología mexicalense del nuevo milenio. Ha participado en presentaciones y mesas redondas de la feria internacional del libro UABC y Tijuana, además de los encuentros PoeTi-Sa y Tiempo de literatura en sus ediciones 2018, presentando su primer obra, el poemario Testigos del fuego. Ahora se aventura escribir cuento, con todas las consecuencias físicas y psicológicas que esto conlleve.