por Iliana Hernández
La recamarista trajo un papel doblado y lo puso en mi mano: “una carta del huésped de la habitación 530”. Cerré la puerta, volví al silencio y a la penumbra. Era un día anidado sobre un caldero trastornándolo todo; como el recibir una carta en un hotel perdido en una meseta desértica, azulada. Un rincón reseco donde no conocía a nadie.
El papel, un poco blando por la humedad de mi mano, y la penosa economía de la escritura, decía:
Mi pierna pica, me da comezón y ha empezado a entristecerse. Mi pierna falta de encanto, abrigada con vendas, es como una monja puritana que se echa el velo sobre el rostro demacrado, la barra de metal que le parte la lengua con que he de gritar por “¡más pastillas para el dolor!” y mientras la mente sigue tramando, queriendo derrumbarse al sueño para que pase la semana gruñendo por la hora en que a mi pierna, por fin, se le inaugure el caminar sobre fango o arena (si es que alguien me preguntara en dónde le gustaría a mi pie dar su primer paso).
Mi pierna que debiera llevarme a tantos lugares en compañía de su par se niega. Está ahí toda dolorida, inútil para el trabajo, apenas me levanto a orinar y se hincha retacada de una sangre oscura que me la vuelve más pesada y punzante. Un saco de piedras que me hace arrastrar con angustia a la cama, a no querer despertar hasta que esté sana. Pero la infección no cedió. La cortaron para evitar el desvarío, para torcerme el destino.
Confundida doblé el papel, luego fumé un cigarro afuera de mi habitación, estaba en el cuarto piso y mi vista se estrellaba contra una piscina, una tarde calcinante para estar afuera, pero había alguien. Era el cráneo brilloso de un hombre sentado a la orilla del agua, su cuerpo delgado se freía bajo un sol embravecido, tenía sólo una pierna que a mí se me antojaba jugosa, la estiraba al untarse bloqueador. Las venas de su única extremidad resaltaban azuladas, trazando una infinidad de serpientes que iban directo a mi boca, a la saliva que se comenzó a acumular entre mis dientes. Claramente vi que los dedos de su único pie poseían una carnosidad animada, palpitante.
Lo que debía ser la otra pierna era un muñón. Era un tronco chato (muy suave, pensé) que el hombre comenzó a acariciar con fuerza, la cubría con un aceite oscuro que goteaba hasta su entrepierna, lo vi sobarse las anchas costuras de la corta extremidad con una fricción dedicada. Un graznido en la copa de una palma me hizo voltear, la recamarista me observaba de cerca, “ese es el huésped que le mandó el papel”, me dijo, luego se fue agitando al aire su trapeador como bandera de un país extraño al que yo había arribado hacía un día, con el sol constante en la frente y el pecho.
Allá abajo, el hombre alcanzó sus muletas y se incorporó como una estatua de brillos, la piel morena a fuerza de quién sabe cuántos veranos tostándose. Se perdió bajo el techo del último piso. Agitada, regresé a mi habitación y pedí a la recepcionista que me comunicara a la habitación 530.
Quedamos en vernos a las nueve en punto y como pude me metí a la regadera. Sentí las venas de mi cuello hincharse, mis ojos empequeñecidos por el agua caliente y el jabón. Todo lo revela el agua sobre la piel: la hermosura de la carne enrojecida, los pétalos que son manos o hendiduras curiosas.
Después de secarme sobre la cama, el calor me adormiló y soñé con la playa: mi hermano y yo correteando entre las olas, en las piernas el roce de las mantarrayas, sentí de nuevo el pavor de ser atacados por los aguijones de esos animales con alas y ojos casi humanos.
Con un cansancio muy parecido a la embriaguez, me levanté de la cama y me puse un vestido de manta. El teléfono sonó y el recepcionista me pasó la llamada del huésped de la habitación 530.
La voz del hombre dijo que me estaba esperando, no le contesté pero dejé mi habitación.
Cuando él abrió la puerta comprobé que sus ojos eran tan oscuros como los míos, que su piel brillaba a pesar de la penumbra y que teníamos la misma rutina de poner las muletas bajo la cama; arriba de ella uno volvía a estar completo, se podía caer en el sueño o en la boca y no temer a ser aguijoneado por las mantarrayas.
Iliana Hernández Partida nació en Tepic, Nayarit. Estudió la Licenciatura en Traducción en la Universidad Autónoma de Baja California, estudia la Maestría en Cultura Escrita. Perito Traductor independiente. Imparte talleres de literatura y dibujo para mujeres y niños. Colabora en el suplemento cultural Identidad del periódico El Mexicano, Loreto News y en el medio electrónico Radar Político. Ha publicado el poemario Apuntes para La Malquerida de Gabriel Figueroa (2012), cuento y poesía en las siguientes antologías: Poemas, cuentitos y cuentotes (Ojo de pez, 2014), Viaje a la oscuridad (Lengua de diablo, 2015), Outrage: A Protest Anthology for Injustice in a Post 9/11 World (Editor Rossy Evelin Lima, 2015), La ciudad, encuentros y desencuentros (Nódulo Ediciones, 2016) y traducción en el Anuario de poesía de San Diego (Garden Oak Press, 2017)
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