Las plumas de la calandria

 

por Antonio Berumen 

 

 

Estábamos almorzando los tres cuando una calandria cayó sobre los platos y nadie volvió a bromear en toda la tarde. No tuvimos tiempo de asimilarlo. Sucedió antes que imagináramos la ventana rota; antes que creciera el fugaz asombro en nuestros corazones. Uno de nosotros la cogió, examinando (yo seguía confundido) las plumas grises que todavía continuaban calientes, y entonces, nuestros ojos se encontraron tímidos al ver al pájaro muerto. 

  —Ya van tres esta semana —dijo uno de mis amigos.

  Nos pusimos de pie, como si nada hubiese sucedido —y porque era demasiado pronto para desconcertarnos— y fuimos al jardín lentamente. Allí nos llegó el ruido de otros pájaros, nos llegó el inevitable vacío de las alas cerradas mientras caminábamos hacia la maleza, antes de que saliera a recibirnos el olor desagradable de los cadáveres dentro del agujero. 

  —No se comieron las semillas —dijo otro de mis amigos. 

  Yo no respondí; sólo escuché el golpe seco del ave, rompiéndose hacia abajo cuando le soltó del ala para tirarla en el hoyo. Me entristecieron los gusanos retorciéndose y el imaginado gorjeo cuando endurecimos la tierra a pisotones.

  Nos dimos vuelta. Y allí mismo, detrás de nosotros, hubo un aire filoso que trajo una voz alarmada:

—Apártense. Ahí viene otro.  

  Nos agachamos deprisa y la voz volvió a decir:

—Aún se están matando varios.

  Sólo entonces, cuando alzamos los ojos al cielo raso, vimos un millar de calandrias estrellándose contra las casas, y los árboles, y las ventanas.

—No podremos enterrarlas a todas. Será mejor que se las coman los gatos.

  Después se abrieron varias puertas en la calle. Uno de los vecinos se acercó a nosotros, tropezando en medio de los cadáveres, y le escuchamos lloriquear desconsolado.

  —Imaginé que esto pasaría —se lamentó —. Lo supe por ese aroma a plumas amontonadas.       

  En eso un pájaro casi chocó contra nosotros; y nos lanzamos al suelo mientras alguien nos advertía.

—En mi casa ya no hay espacio para enterrarlos.

  Me arrastré hasta la puerta y alguien suspiró muy triste:

  —Pobrecitos. Muy pronto se matarán todos. Desde pequeño aprendí a distinguir la peste a tristeza guardada.

  Así que nos quedamos en el zaguán a ver como se estrellaban todos. El aire se sintió fragmentado, sucio, como si tanto aleteo lo hubiera partido en varias dimensiones. Alguien extendió la mano para coger un cadáver, acariciando las plumas tiesas y desacomodadas.

  —Hace tiempo que este pájaro quería suicidarse —dijo ese alguien.

  Y otro, con una bolsa de basura repleta de calandrias, agregó:

  —Creo que es lo único que les quedaba. 

  De pronto un ave —que creímos muerta—  se sacudió bajo nuestros pies y tembló. La miramos retorcerse como si se estuviera aferrando a algo, como si quisiera ponerse fuera de nuestro alcance para terminar de morirse. Eso nos asustó tanto que permanecimos quietos, intranquilos, recostados hombro con hombro hasta ya no escucharlo.

  —¿Por qué querrán matarse? —se preguntaron.

  —Si yo tuviera alas, habría volado lejos de aquí —dijo alguien más.

  Se oyó el movimiento de las plumas; el rastreo de las alas buscando el aire. Y nos imaginamos al ave penitente, mirándonos todavía cuando ya acababa de morirse.

  —¿Qué lograrán matándose? —se desanimaron.

  Y una persona les dijo: 

  —Es difícil saberlo. Las calandrias siempre vuelan a su modo, temerarias.

  Otra persona dijo haber escuchado algo sobre eso: que las calandrias abandonaron los bosques porque se hartaron de lo silvestre, que se escaparon de cinco en cinco, de montón en montón, buscando aturdir al mundo.

  —Yo creo que perdieron el rumbo —acabó de decir—. Si no, ¿cómo acabaron estrellándose contra nosotros?

  Esa misma persona también dijo otras cosas interesantes, pero nadie le dio importancia porque estaban entretenidos con el suicidio de las aves.

  —Si tan solo pudiéramos detenerlas.

  Y alguien dijo:

  —Pues sí podemos, pero será difícil a esa altura.  

  Cuando dejamos de hablar, el ave a nuestros pies no se movía. Allí estaba otra vez, inmóvil. Le dimos vueltas con el pie, acercándolo a nosotros, pero ya no volvió a retorcerse ni le oímos rastrear nuevamente el aire con las alas.

  —Qué tristeza. Nadie merece un final tan doloroso —dijo alguien.

  Y nosotros le advertimos:

  —Ven acá. Cuidado. Todavía no acaban de morirse.

  Le oímos acercarse y, levantando la mirada, nos humedecieron sus lágrimas el rostro.

—No te sientas así —le consolamos. —A veces, aunque la vida nos fue maravillosa, una soledad inexplicable nos llama a morir.

  Extendió los dedos, y debió mover el montón de plumas que coronaban nuestros hombros porque en un instante lloró más fuerte:

  —No podemos permitir que se maten todas.

  Y le dijimos:

  —Está bien. ¿Qué propones?

  Se quedó pensando. 

  —Tal vez, si construimos nidos en lo alto de las casas, ya no se estrellen contra ellas.

  Luego habló una persona vieja, y su voz rasposa se escuchó detrás de una ventana.

  —Ya están hablando locuras.

  La persona siguió despreocupadamente:

  —¿No pensaste que quizá se están matando porque no tienen a dónde llegar?

  Se escuchó un ruido de goznes y luego la voz rasposa, más enojada que la última vez:

  —Si eso es cierto, entonces es más triste aún.

  Y la persona se molestó:

  —¿Por qué?

  La voz rasposa respondió:

  —Porque con esos nidos a los únicos que les daríamos esperanza sería a nosotros. Y estas aves salieron a morirse. 

  Después siguió hablando con más tranquilidad:

  —Lo que sucede es que no quieren creerlo y se sienten tristes al ver tanto pájaro muerto. 

  Y nosotros dijimos:

  —¿Y usted no siente nada?

  Y la voz rasposa suspiró:

  —Si las aves ya no quieren vivir, es mejor que se mueran de una vez. Están en su derecho.

  Nosotros no nos movimos; estábamos quietos, recostados contra la pared, oyendo. Y una voz pequeña dijo:    

  —Que usted quiera verlos matarse es diferente. Después de todo, qué son para usted un montón de calandrias muertas.

  Y la voz rasposa se enfureció:

  —Yo fui el primero en verlas morirse. Las cuidé con la ilusión de regresarlas a su vuelo; les pegué las plumas, les alivié las alas. Y tan pronto las solté en el aire se estrellaron a propósito contra la pared.

  Hubo un instante de silencio. Los golpes sordos de las aves contra la casa no cesaron y luego la puerta se cerró mientras la voz rasposa se ahogaba entre lágrimas:

  —Todos tenemos una tristeza viva dentro de nosotros. Incluso las calandrias.

  Alguien susurró:

  —No pensé que le doliera tanto.

  Entonces ese alguien se arrastró hacia conmigo para decirme:

  —Ya no soporto todos estos cadáveres regados por el suelo. Por lo menos quemémoslos antes de que se pudran.  

  «Este está loco», pensé. Pero otra persona dijo:

—No sería justo para ellas. ¿No escuchaste? Se están matando porque están tristes.

— ¿Y eso qué importa? La tierra se llenará de gusanos —dijo el mismo alguien.

  Y la misma otra persona dijo:

  —También de flores nuevas. Además, ¿en dónde hallaremos tanta leña?

  Entonces otro dijo con la voz desapasionada:

  —Es más fácil echarlos al río y que el agua se las lleve lejos.

  Y alguien dijo:

  —Está bien. Hagámoslo. Pero tendremos que quitarles las plumas para que no contaminen el río.

  Nos sentamos bajo el día ardiente hasta que nos calentó las cabezas y ya no nos importó el ruido sordo de las aves estrellándose contra las casas. Es cierto. Las sentimos allí, en cualquier parte, mientras desplumábamos sus cuerpos sin noción de las horas.

—Me hubiese gustado verlas volar felices —dijo una voz.

—Yo las vi una vez —dijo otra—. Volaban de tarde en tarde como si estuvieran brincando sobre el sol. 

  En eso los golpes secos contra las casas desaparecieron. Seguimos sentados, hombro con hombro, esperando que en aquel silencio, en aquella ausencia de trinos, pasara sobre nosotros un último vuelo. Entonces les dije:

  —Hubiéramos construido los nidos.

  Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible del sol:

  —Es cierto. Si las hubiéramos detenido un rato, esas ganas que tenían de morirse, ahora no tendríamos bajo nuestros pies todas estas plumas amontonadas.    

 

 

 

 

Antonio Berumen. Abogado. Profesor universitario. Autor de la novela Hasta luego Tokio, 2011, Editorial Palibrio; autor de la antología La Madrugada del Yaqui, 2017, Editorial Libros Invisibles. Ganador del VI Certamen de Poesía María Pilar Escalera Martínez de Ródenas, Teruel, España, con el poema Distopía; finalista del VIII Certamen Internacional de Poesía Julia Guerra con el poema Mi tierra grita libertad; autor de los poemas Las confesiones de Perseo en la revista Sci.Fdi de la Universidad Complutense de Madrid.

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