The Thrill is Gone

 

por Ismene Venegas

Fotografía de Alicia Tsuchiya

 

 

En un trabajo que me agobia, bajo la tutela de un chef que me agobia, se ha decidido que el Día del Padre lo pasaré trabajando fuera, en una comida familiar en el rancho de los patrones. Para la ocasión, hemos preparado dos lechones asados en el horno de leña. Los acompañaremos con una ensalada de couscous perfumado con un azafrán de mentiritas. Tentáculos de pulpo marinados en chilmole esperan su turno para llegar a las brasas. Y ostiones. Cargamos la caja de la cafetera, el viejo pickup destartalado, y tomamos camino. Hago mía la tarea de sintonizar algo en la radio: el rey del blues, B. B. King,  toma su guitarra y garabatea con maestría The Thrill is Gone.

   En el rancho armamos el asador en el patio bajo la sombra de un gran pirul. Pico, sazono, limpio. Llevo un par de años trabajando como animal, una labor tras otra, buscando no hacerme cargo de ninguna otra cosa más que la tarea que desempeño mientras espero que las horas pasen y pueda entonces irme a estar a solas en casa. Monto la mesa: un tablón largo con dos bancas, largas también, a los lados. Cubiertos, servilletas, copas, platos. Los invitados comienzan a llegar. Álvaro se encarga de poner la música. Me gusta su estilo. Él hizo unas selecciones hermosas de folk sesentero y de rock viejo para el ambientar el comedor del restaurante. Creo que le encomendaron la tarea de amablemente sugerirme cambiar el playlist, luego de que yo me quedara atorada y, conmigo, todo el equipo del restaurante y los comensales también, en la música del big band jazz con la dulce y atormentada voz de Billie Holliday. La gente se sienta a la mesa. El lechón está ya porcionado. Estoy asando el pulpo cuando escucho desde el Ipod de Álvaro a B.B. King insistir: The Thrill is Gone

   Como muchas veces he hecho, respiro profundo y sigo. Un tentáculo detrás del otro. Su piel se achicharra al fuego. Son morados, el chilmole los vuelve negros y el calor, crujientes. Los dispongo en un platón, reservándome uno para mí, para comérmelo aquí a escondidas, de pie, donde nadie me mira.    Y entonces me invitan a la mesa. Devoro mi tentáculo y tomo asiento. El lechón está buenazo. El couscous, a pesar de que el azafrán es de mentiras, está rico también. El vino, increíble. Intento compartir la sobremesa, me reconozco imposibilitada de hacerlo y me sirvo una copa de vino para luego desaparecer, mientras mi chef, agobiante, socializa con una destreza que yo no tengo y no sé si un día pueda tener.  Me concentro en limpiar y ordenar, en dejar todo listo para regresar al restaurante, descargar y por fin irme a casa. La espera promete que será larga. Me sirvo más vino y me escabullo por el viñedo, rodeo la casa y me encuentro con otro pirul a la orilla del predio. Me siento en el suelo y a lo lejos escucho el bullicio apagado del vecino asador argentino. El cielo se oscurece y desde lejos resuena por tercera vez la misma canción. 

  Un golpe de memoria me cimbra como si de pronto, con un tremor, me crecieran raíces como las del viejo pirul. Enciendo un cigarrillo y de la mano de B.B. King me doy permiso de ir a ese otro domingo que sepulté. 

    Cinco años atrás, llovía en Avenida de Las Palmas y Periférico. Terminaba el turno, durísimo, de un domingo que era Día del Padre en La Mar Cebichería Peruana.  Si de por sí los domingos planteaban faenas bestiales en el restaurante de la Ciudad de México en el que trabajaba, el día festivo lo empeoraba todo aún más. Y, encima, llovía a cántaros. Me encontraba en los lockers cambiándome el disfraz de cocinera por la chamarra verde cuando entró la llamada, la última que entablaría con mi papá.

 Se oía bien. Me instaba a irme de regreso a casa en Ensenada. Yo no contuve la sorpresa que le guardaba.

—Ya voy para allá. Ya conseguí trabajo allá.

 Era cuestión de un par de semanas, ya había avisado en la cebichería que me marchaba, ya estaba dejando el departamento, me esperaban en la cocina de un restaurante del Valle de Guadalupe. Él, al otro lado del teléfono, con el corto y precario vocabulario que la afasia le había dejado, me dijo que ya no esperara más, que ya me fuera. Se oía bien. No se le iba el aire, se oía bien. Se oía muy bien como para tener los pulmones y el hígado en metástasis.  Pero era un hecho: estaban colapsando.

—Ya vente —me dijo. 

   Yo no pude apropiarme de esa frase tan corta. Con ella, me hundí en una especie de estupor en el que permanecí por años, moviéndome lento, sin parar de hacer una cosa tras otra. No podía hacerlo de otra manera. En mi calidad de soldado raso de la cebichería peruana no tenía los recursos para hacerlo diferente. Supongo que él habrá entendido, a pesar de que estaba listo para despedirse, que yo no estaba lista ni por asomo para asumir lo que tenía enfrente.

  Diez días más tarde tomaba un avión de emergencia para alcanzar a verlo antes de que lo desconectaran de los tubos y las máquinas que lo mantenían vivo. 

   Supongo que no comencé a desmadejar ese nudo que me ataba por dentro hasta aquel otro domingo, el domingo en el rancho de los patrones, después de servir el lechón con couscous y falso azafrán, los pulpos a la leña y los ostiones, bajo ese pirul, copa en mano y con B.B. King persiguiéndome como si fuera mi sombra. 

  De cuando en cuando regresa esa sensación ácida y amarga de haber querido ser otra persona para actuar de otro modo. A lo largo de su ausencia he acomodado de muchas formas diferentes el hueco que la muerte de mi padre dejó tras de sí. Aunque nunca deja de doler se ha vuelto más sencillo vivir acompañada de eso que llena al hueco. De lo que queda luego de que la forma se esfuma. 

 

 

Ismene Venegas es una cocinera y escritora ensenadense. Estudió la licenciatura en Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana, es coautora del libro Plantas nativas comestibles de Baja California, editado en 2018 por Culinary Art School y Alce Producción y lleva la cocina del restaurante campestre El Pinar de 3 Mujeres en el Valle de Guadalupe.

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