De vez en cuando nuestro dragón se despierta

 

 

Observemos por un instante

ese árbol fuera de sí, de la tiranía

venial de los conceptos: sin saber

que se ha iniciado ya la noche

de su devenir, quizá éste haya sido

su día más singular. Del tiempo real

de nuestros congéneres, descreemos:

por la forma de distribuir los platos

y los afanes en círculos perfectos,

de postular sueños de evasión dichos

al oído y por debajo bajo la mesa; de

formular principios absolutos para

alcanzar apenas la ebriedad.

 

*

 

Días en los que se piensa en hacer o en deshacer;

horas en las se indaga por lo profundo de una ciudad

sumergida. Se especula más de una vez sobre la clave

secreta que hace de cada epitafio una bienvenida, sobre

la concurrencia desesperada a ceremonias que nunca

empiezan ni acaban, —si es que se ha venido hasta aquí

aferrados al último madero, o surgidos de la rueda como

agua lejanísima.

 

*

 

De vez en cuando nuestro dragón se despierta

y lanza una cascada de fuego. El único consuelo

frente a eso es que no hay consuelo alguno que

haga detener tanta llamarada. Se es a veces la opinión

del experto que cree que el sustento de toda existencia

es pasar en un arrebato de júbilo del todo a la nada.

 

*

 

Antes, cuando espacio y tiempo iban

en una misma dirección, todo comenzaba

a partir de una semilla, con perfectas desinencias

al nombrar la llamarada, la cáscara se obstinaba

en el vacío del fruto, volvía el carcelero a errar

de aldabón. Ahora nos recordamos observando

un río respondiendo a sus vertientes con atajos

tributarios (del goce primordial sólo unas piedras,

ni siquiera el pez de luna y barro), descendiendo

rápido hacia su propio funeral.

 

*

 

Echemos un vistazo al corazón

de una ciudad feliz y veamos

cómo se baila en ella, de qué

cosas ríen, cuál es la diosa

oblicua que se venera. Observemos

ahora la distorsión de esa imagen

que ya no puede volver atrás,

una vez más se ha ido demasiado

rápido en las certezas: el futuro

profetizado ha quedado sepultado,

estampado en un estambre de luz.

Por lo demás registremos ese

instante de próspera volatilidad:

viaje hacia la orfandad, que se

lleva a cabo siempre de a dos,

hacia el centro mismo de una

esfera.

 

—Marcelo Rizzi

 

Fotografía de Iliana Hernández

Marcelo Rizzi estudió Historia y Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario. Es poeta, traductor y diseñador gráfico. Ha sido traducido al inglés y al italiano. Le fueron publicados poemas en revistas de España, Inglaterra, Chile y México. Recibió el Segundo Premio del Concurso Felipe Aldana de la Editorial Municipal de Rosario, en 2007. Publicó: Driftwood (Barnacle, 2020), Los saberes esenciales (Ediciones en Danza, 2019), El libro de los helechos (Barnacle, 2018) La destrucción (poesíaargentina.com, 2014), La isla de los perros (Alción, 2009), Casa incompleta (Editorial Municipal de Rosario, 2007), Sinopie (Melusina, 2003) y El comienzo oblicuo de todo desorden (Debolsillo, Barcelona, 2001).

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