por Alberto Villaescusa
(The Gentlemen; Guy Ritchie, 2020)
Como cinéfilo neófito, hay ciertos directores con los que uno inevitablemente gravita en su órbita. En mi caso fueron cineastas como Quentin Tarantino y Christopher Nolan. Sus películas ya no me inspiran la misma devoción que antes, pero no me imagino ahora estar en el mismo lugar de no haber sido por ellas. Perros de reserva, Tiempos violentos, El gran truco y El origen, por nombrar algunas, mezclan las convenciones del cine de acción con violencia gráfica, seriedad y cronologías fracturadas en las dosis indicadas para convertirlas en una puerta de entrada excelente a un cine más desafiante. Tanto Tarantino como Nolan visten su ingenio de manera muy visible; con cierta perspectiva, sus “trucos” son bastante evidentes, pero todavía recuerdo la satisfacción que como joven impresionable sentía por “entenderlos”; fueron una primera probada de lo que el medio del cine podía hacer.
Uno puede construir una rica biblioteca mental a partir de las películas que inspiraron a ambos. Las de Tarantino sobre todo, llenas de referencias a otras películas, son un excelente punto para empezar a sumergirse en la historia del cine. La repetición de sellos visuales, ideas y actores, así como su participación en la escritura de sus propios guiones, ilustran con cierta claridad la teoría del autor, la idea de que el director es la principal voz creativa de una película. Y me siento obligado a mencionar que sus protagonistas recurrentes (Tarantino y sus increíblemente elocuentes criminales; Nolan y sus hombres emocionalmente blindados) apelan particularmente a un id masculino, y no dudo que eso haya sido parcialmente a lo que respondí en un principio.
Supongo que Guy Ritchie merece un lugar en esta lista. Más de una vez debí haber tratado de despejar mis tardes para ver Snatch: Cerdos y diamantes y RocknRolla cuando las pasaban por cable. Pero Tarantino y Nolan siguen siendo cineastas que admiro bastante y que de alguna manera han evolucionado (Dunkerque es Nolan operando a la cima de sus capacidades, mientras que Había una vez en Hollywood tiene una madurez y melancolía que Tarantino rara vez había mostrado); de Ritchie no sé si se pueda decir lo mismo.
Fuera de sus proyectos exclusivamente comerciales (las dos películas de Sherlock Holmes de Robert Downey Jr., la adaptación de la serie de televisión El agente del C.I.P.O.L., las fantasías de alto presupuesto El rey Arturo: La leyenda de la espada y Aladdin), Ritchie en cierta forma no ha dejado de hacer la misma película. Su ópera prima de 1998, la comedia de enredos sobre el submundo criminal de Londres Juegos, trampas y dos armas humeantes fue recibida como una bocanada de aire fresco, pero su siguiente película, Snatch: Cerdos y diamantes de 2000, fue tratada como más de lo mismo. Lo mismo se puede decir sobre RocknRolla (aunque en 2008, después de los vergonzosos fracasos de Insólito destino, protagonizada por su algunas vez esposa Madonna, y Revolver, también era posible decir que se trataba de un regreso a la forma), y ahora también sobre Los caballeros.
Los ingredientes son ya bastante familiares: un elenco numeroso de criminales, una trama motivada por la codicia y la ambición y una narración que salta constantemente en el tiempo, tratando de explicar como se relacionan todas las piezas en juego. Matthew McConaughey interpreta a Mickey Pearson, un capo de origen estadounidense que opera un imperio de producción y distribución de mariguana desde Gran Bretaña. Mickey quiere retirarse del negocio, venderle su operación a su compatriota milmillonario, Matthew Berger (Jeremy Strong), pero ésta, por la que Berger está dispuesto a pagar 400 millones de dólares, también despierta el interés de Dry Eye (Henry Golding), el ambicioso subordinado de un capo chino. En lugar de dejar que la trama fluya de manera orgánica a partir de este conflicto, Ritchie enmarca los eventos dentro de una conversación entre Raymond (Charlie Hunnam), el segundo al mando de Mickey y Fletcher (Hugh Grant), un investigador privado que busca chantajearlos por 20 millones de libras esterlinas.
Fletcher presenta sus descubrimientos en la forma de un guion cinematográfico, e invita a Raymond a pensar en los eventos en la forma de una película, haciendo particular énfasis en el formato. Le pide que se la imagine, no en el formato digital que se ha vuelto estándar en la industria, sino en el celuloide en el que se filmaban y proyectaban las películas clásicas (Los caballeros fue fotografiada por Alan Stewart en formato digital). Éste no es su único guiño nostálgico; Los caballeros puede ser más emoción superficial que sustancia, pero está hecha con una palpable ansiedad por el paso del tiempo y el choque generacional (la trama, después de todo, gira alrededor de un veterano pasando la antorcha a una nueva generación).
Más o menos como Tarantino hizo en Había una vez en Hollywood, Ritchie trata de revindicar a aquellos a quienes el tiempo amenaza con volver obsoletos. Pearson, la película nos dice, es un criminal con un código moral. Se ve superior a sus competidores porque la mariguana que trafica es menos destructiva que la cocaína y la heroína. El final deja en claro que ninguno de los que aspira a su imperio en verdad lo merece. Los caballeros cierra con “That’s Entertainment” de The Jam tocando en el fondo, pero “El rey” de Vicente Fernández podría haber funcionado mejor.
Ritchie se deleita con lo superficial, y eso le impide a sus películas tener observaciones astutas. La manera en que estructura sus tramas, alrededor de bandas criminales de todas estirpes codiciando lo mismo, se antoja como una efectiva metáfora sobre la naturaleza del capitalismo moderno; le permite, como pocos cineastas comerciales, notar las distintas figuras e instituciones, tanto lícitas como ilícitas, independientemente de su nivel socioeconómico, que alimentan la enmarañada red del crimen organizado. Los caballeros retrata un submundo criminal que funciona con el conocimiento y complicidad de la prensa y la realeza británica: Fletcher trabaja bajo el auspicio de Big Dave (Eddie Marsan), el editor de un tabloide importante con una mezquina venganza que resolver con Mickey, cuya operación requiere del soborno de la vieja aristocracia a cambio del uso de sus terrenos para la siembra de mariguana. Así como RocknRolla, cuya trama brota de la corrupción en el negocio de bienes raíces, Los caballeros es una película sobre cómo la avaricia personal toma la forma de corrupción institucional a gran escala.
El universo de Ritchie es uno estratificado por clases sociales, aunque también es poroso. Los hijos de oligarcas y lores no están exentos de convertirse en adictos a la droga, viviendo en un decadente apartamento, como muestra una de las subtramas de la película. El sistema los abarca a todos. Y al lado de milmillonarios, aristócratas y capos criminales con influencia internacional, Los caballeros incluye a Colin Farrell como un entrenador de artes marciales que se ve involucrado cuando un grupo de sus alumnos se infiltra y destruye uno de los laboratorios de Mickey. La película no ahonda en la historia de fondo de su personaje, (identificado solamente como Coach, dada la afición de Ritchie por los sobrenombres) y quizá por eso resulta el más fascinante de todos. La casualidad con que se acerca a la maquinaria de la mafia al mismo tiempo que se dedica al entrenamiento de jóvenes en un barrio de clase obrera sugiere su propio pasado turbio y una búsqueda de redención que la película no necesita explicar. Farrell, recurriendo a su natal acento irlandés más que en otros papeles, entrega sus diálogos con gracia y humor, y es el que más saca provecho de los elaborados diálogos de Ritchie.
Él es uno de los pocos puntos radiantes en la película. Fuera de él o de Michelle Dockery, quien interpreta a la esposa de Mickey, la mujer implacable que Ritchie de cuando en cuando añade en sus películas (Thandie Newton en RocknRolla o Elizabeth Debicki en El agente del C.I.P.O.L., por ejemplo), no hay una actuación que verdaderamente destaque. El formato de presentación, con Raymond y Fletcher explicando todos los elementos que irán a jugar en su más o menos emocionante clímax, es una manera fácil para que Ritchie coloque sus ideas sin el esfuerzo que implica crear conflictos dramáticos y desenlaces satisfactorios para sus numerosos hilos narrativos.
Sin embargo, lo que más se extraña es un verdadero sentido del humor. Hay mucha violencia y lenguaje altisonante, pero nada verdaderamente espontáneo o peligroso, nada como los enredos de sus primeras dos películas o la magnética actuación de Toby Kebbell en Rocknrolla. Lo que sí abunda son diálogos que aspiran a ser ofensivos; Ritchie se deleita con ellos, refugiándose detrás de la turbia moralidad de sus personajes. Los caballeros convierte la raza y etnicidad de sus personajes en blanco de burlas (uno de sus “chistes” es tan solo una observación sobre el nombre vietnamita Phuc) y sus personajes más conspiradores, como villanos de Disney, están codificados con estereotipos homosexuales. Hay también un acto de violencia sexual del que el personaje de Dockery es víctima, por ninguna otra razón mas que porque es mujer y está sola con uno de los villanos.
Más que la convicción de un intolerante devoto, escenas como ésta revelan un desesperado intento por chocar y provocar. Más que intransigente o peligroso, es la rabieta de un tío conservador en una cena familiar. Como su compatriota Ricky Gervais ha hecho en un intento de mantenerse relevante, Ritchie se aferra a chistes rancios y a los blancos aceptables del pasado. Quizá la brigada anti-corrección política encuentre mucho de valor en Los caballeros. Yo no pude. Después de cierto tiempo, uno aprende a ver mucho más allá de la frustrante inmadurez eterna de Guy Ritchie. Ritchie no lo ha hecho, pero por lo menos puede imaginar un mundo en el que no tiene que hacerlo. A través de Mickey Pearson, sigue siendo el rey.
★★