por Arcelia Pazos
Fotografías del autor
En medio de unas vacaciones de Semana Santa, un jueves, en mi recorrido por las calles del centro de Santa Rosalía, en Baja California Sur, el tumulto de unos cascabeles y golpeteos de objetos de madera me hizo voltear a ver lo que hace años no veía: un recorrido de los Fariseos.
La referencia más cercana que tenía de este grupo, más allá de la manifestación de Cuaresma que se hace en este pueblo, es la que proviene del nuevo testamento de la Biblia, en donde los Fariseos aparecen como un grupo opositor de Jesucristo, a tal grado de llegar a influir en la condena de quien consideraban un falso mesías. De ahí que el carácter hipócrita y acusatorio de aquel grupo judío, depositado en máscaras que simbolizan el mal, sea un ícono que la comunidad yaqui-yoreme de Santa Rosalía, originaria de Sonora, conserva en su propia representación de la pasión de Cristo, desde la particular óptica del sacrificio y el arrepentimiento, pero también de la fiesta. Sin embargo, antes de dar cuenta de este ritual y de cómo lo viví en una de sus etapas, prefiero describir el momento en el que decidí conocer más sobre esta tradición.
El penúltimo día del 2017 me encontraba sentada a la mesa con Asael, un amigo, que regresaba de recorrer una parte de la península. La mesa y la casa eran de Antonio, quien amablemente le dio asilo esa noche a Asael en su último día de estancia en tierras sudcalifornianas, precisamente en Vizcaíno, en donde me encontraba por las vacaciones de fin de año.
Mientras Antonio y su hermana cruzaban de una habitación a otra para acomodar muebles y demás, le pregunté a Asael su impresión acerca de cada pueblo que había visitado, aunque por su parte no había mucho que decir de los poblados, como sí de su gente. Hablaba de su estancia en Bahía Asunción y de su aventura en la Sierra de San Francisco, y en general del acento de los sureños y el doble sentido de las charlas coloquiales en la costa, de la hospitalidad y de las buenas comidas, sobre todo mariscos; no obstante, de todo lo que me contó, algo que no pude sacar de mi mente durante varios días fue su impresión sobre Santa Rosalía.
—Qué feo es —me dijo.
Yo me reí como cuando se espera a que alguien diga que lo recién dicho es broma, o de plano, para que me explicara por qué le consideraba feo.
En resumen, no le gustó nada. Esto me lo aseguró sin titubear, con un vaso en la mano de cerveza. Era el primer foráneo que conocía que no se encantaba por la arquitectura afrancesada por la iglesia de Santa Bárbara de Eiffel, por la Panadería El Boleo que está en la avenida Obregón (y que no es la que tiene al mejor pan de la localidad) o los sitios y monumentos de origen minero que decoran la tierra y el pavimento con estilo vintage, pero con todo y eso, muy tranquila, le dije que en ese pueblo había pasado todas mis vacaciones hasta la mayoría de edad, con los Romo, la familia por parte de mi mamá, y que pese al horrible clima del lugar, a mí me encantaba.
Esa noche, después de beber varias cervezas, de conversar sobre temas locales y hasta de conocer a la serpiente de Antonio, se me ocurrió que algún día le contaría a aquel par sobre la tradición de los fariseos en Santa Rosalía, cosa que si bien no hacía de este pueblo un lugar hermoso, sí que tenía la esperanza de que podría hacer ver más que los pórticos de madera y calles de un solo sentido, aunque antes de ello tendría que ampliar la muy vaga información con la que contaba.
Días después, mientras intentaba entender la fealdad en los ojos de un foráneo, recordé que el pueblo en cuestión guardaba detalles, para mi gusto, desagradables, como el terrible olor a calamar (cuando el calamar abundaba en esa parte del Golfo de California) o sitios antiguos abandonados y sucios; pero también cosas muy extrañas, como poseer playas negras, que más o menos, en segundo grado de primaria, entendí que se trataba de escoria minera vertida en la arena, o edificios que me provocaban temor, como el enorme almacén oscuro pegado a la casa de mi abuela, lleno de tiliches cubiertos de polvo que olían a humedad, y por supuesto, los fariseos.
La primera vez que los vi tenía unos diez años, estaba jugando con mi sobrino José Alfonso y mi hermano en el jardín de la abuela, un lugar con tierra barrosa, rosales trespeleques y un laurel de flor rosita que tenía plaga. De repente, cerca de la casa de los vecinos Serna, se escucharon unos sonidos que llamaron mi atención, similares a los que se hacen al agitar las vainas del árbol de fuego (uno de mis instrumentos más habituales para jugar), pero al asomarme por la reja, me asusté al ver a unos treinta hombres enmascarados que no decían nada y que danzaban al caminar, golpeando unos instrumentos de madera.
—Métete Francisco —le dijo mi sobrino Alfonso a mi hermano, como si lo supiera todo—. Ahí vienen los fariseos enfadosos.
Cuando preguntamos a las adultas de la familia sobre esos personajes disfrazados, no nos dieron una explicación muy amplia sobre la extraña procesión. Así transcurrió la tarde, y mucho tiempo sin saber nada más. Supongo que los volví a ver de lejos en alguna u otra ocasión.
No fue hasta quince años después, que el jueves santo de mis vacaciones por la carretera, presencié uno de los recorridos de los fariseos, pero en esa ocasión, decidí registrarlo por lo menos con una fotografía. Prendí mi cámara, comencé a caminar cerca de ellos y les tomé fotos. Me sorprendí cuando se acercaron para que les hiciera retratos, parecían enfocarme ellos a mí con los ojos ciegos de sus máscaras. Caminé un par de cuadras a la par de su comitiva y regresé, pues en seguida saldría rumbo a Mulegé.
Un año completo me quedé insatisfecha aunque con curiosidad.
La tradición
Durante el período de contacto jesuita con los pueblos originarios de Sonora y Sinaloa, los misioneros permitieron la fusión de componentes religiosos con los rituales de esas culturas, con el fin de propagar el catolicismo, dando como resultado celebraciones que, casi tres siglos después, son la viva lucha por la conservación del Patrimonio Cultural Inmaterial de la región.
Entre los grupos de esta parte de Aridoamérica, los yaquis y los mayos (yoremes) comparten sus orígenes y su lengua, incluso elementos espirituales, religiosos y cosmogónicos. De ser grupos de origen cazador-recolector-pescador que basaban sus rituales en la honra y el agradecimiento a la naturaleza, pasaron por un proceso de colonización en el que integraron nuevos rasgos a sus danzas y celebraciones, hasta, eventualmente, conmemorar a su manera períodos del calendario litúrgico.
En 1890, cuando la Compañía francesa El Boleo se encontraba en Santa Rosalía para extraer cobre, hubo la necesidad de contratar más personal para cubrir la demanda de extracción mineral, por lo que se corrió la voz en los pueblos vecinos del golfo y fue así como la oferta de trabajo llegó a oídos de las comunidades nativas de Sonora y Sinaloa. La condición para trabajar, según cuentan, por parte de los yaqui-yoreme, era que se les respetaran sus tradiciones, de tal modo que tras este acuerdo, se asentaron en el pueblo minero y desde entonces hasta la actualidad, cada Semana Santa han celebrado su tradicional fiesta, incluso en los tiempos cristeros en que la Ley Calles limitaba las manifestaciones católicas. Probablemente este afán de los mayos sea parte de la identidad que han construido desde su origen, pues el término ‘yoreme’ significa “el pueblo que respeta la tradición”, cosa que han hecho a toda costa, incluso a pesar de la migración.
Los fariseos son la cara de esta festividad al llamar la atención con sus máscaras que representan al mal, es decir, todo lo opuesto a la esencia y enseñanza de Jesús; es por ello que, al realizarlas, portarlas y después quemarlas, se cumple con una manda de arrepentimiento o agradecimiento. Sin embargo, estos personajes son acompañados por matachines, venados y pascolas, quienes danzan en distintas etapas de la festividad con atuendos tradicionales que veneran elementos naturales ancestralmente admirados, entre los que seguramente destaca el venado.
Los festejos ocurren de miércoles a domingo, y cada día cuenta con una simbología única. Pese a tratarse de una tradición esencialmente católica, me queda claro que la comunidad adoptó con sus propias condiciones esta religión y actualmente la profesa sin abandonar la visión prehispánica de sus ancestros. Para muchos no ha de ser la situación ideal, pero para otros, ha sido el vehículo adecuado para no dejar morir una cultura que de otro modo, quizá, podría haber desaparecido hace mucho tiempo.
Según la documentación de la comunidad, de la que el Fiestero Mayor es el señor Ramón Cota, el primer día es llamado “miércoles de tinieblas” y es cuando apresan a Jesús. Todo ocurre en una ramada, sitio sagrado de los yaqui-yoreme. El jueves, mientras los católicos conmemoran la última cena y el lavatorio de pies, los fariseos recorren las calles del pueblo y hacen procesiones con rezadoras y creyentes para después hacer guardias hasta la mañana del viernes, que es el día de la crucifixión de Cristo. Posterior a la muerte de Jesús, como a las dos de la tarde, los fariseos se despojan de su máscara y se arrodillan para pedir perdón, y, por la noche, se venera al cuerpo de Cristo. Por la madrugada, ocurre el encuentro de la Virgen María con Jesús, que, asegura la comunidad, es el acto más sublime de todo el evento. El sábado, el Diablo Mayor reúne a los fariseos y vuelven a salir alrededor de la ramada, justo antes de exhibir al apóstol Judas Iscariote, quien, según el evangelio de Mateo, entregó al mesías por treinta monedas de plata, para después arrepentirse, regresar las monedas y ahorcarse. Pasado el mediodía, se queman las máscaras y durante la tarde y la noche, la ramada se llena de danzas para celebrar la resurrección y finalmente, el domingo, acompañar al Santo Cristo a la capilla para continuar con la fiesta.
Del día que fui con los Fariseos
Casi tres meses después del encuentro con Asael y Antonio, tomé días de vacaciones en la Semana Mayor, y viajé al sur desde Ensenada. Ya en el desierto de Vizcaíno, elegí continuar hasta Santa Rosalía y ver las actividades del sábado santo yaqui-yoreme, con tal de conocer de manera vivencial lo que ya empezaba a conocer a través de notas periodísticas y material de difusión escuetos.
Llegué a la terminal de autobuses, pregunté por los horarios de las corridas para planear mi retorno a Vizcaíno y me salí a esperar un taxi. Ilusa, pensé que habría un par de choferes esperando viajeros, pero no había ninguno. El calor me hizo temer una caminata desde la carretera hasta Ranchería, la colonia en la que ocurría todo el festejo. Le pregunté a un señor muy quieto (que parecía ser guardia de seguridad) por el teléfono de algún sitio de taxis, y me dio el número de “El sitio”. Tardaron horrores en responderme y mucho más en llegar. Al fin vi el taxi, me subí y avanzamos despacio por el pueblo que se apreciaba solitario con las calles semivacías y gran parte de los locales cerrados.
Al llegar al lugar, noté que el evento se parecía a tantos otros de la región del sur de la península: vehículos mal estacionados, polvo en el aire, casi todos los asistentes con ropa de manga corta, puestos de antojitos mexicanos alrededor, basura en el suelo, muchas señoras, niños corriendo y gente que prefiere ver todo de lejos, como los que tenían hieleras y sombrillas desde lo alto del cerro.
Yo traía puesta una chamarra de mezclilla, que, sin otra opción, tuve que amarrar a mi cintura para no sofocarme, aunque esto tuvo como consecuencia quemaduras en la piel de la espalda y los brazos. La tierra clara me encandilaba, pero al querer tomar fotografías, tuve que quitarme los lentes oscuros y mover para atrás la visera de mi gorra. No logré acostumbrarme a la luz caliente en mis ojos, así que desarrollé la resistencia para fruncir la cara como embate a la inclemencia del sol.
Era casi la una de la tarde. Arribé justo en el momento cumbre del día y quizás el más llamativo de toda la celebración: la quema de las máscaras. Esto consiste en que tras la muerte de Judas, los fariseos llegan a la ramada, que es el sitio sagrado en el que se desarrollan las actividades centrales de las fiestas, y se enfilan para quemar la máscara al lado de una gran cruz de madera ubicada al oriente del recinto. Primero me abstuve de acercarme demasiado, pero al ver cómo varios asistentes se aproximaban raudos, la mayoría grabando con sus celulares, y algunos con niños sobre los hombros, me escabullí entre ellos para fotografiar a los fariseos que avanzaban para despojarse de sus máscaras formando un montículo al lado de la cruz.
Me crucé al otro lado y, por ahí, la voz de un hombre pidió abrir espacio para evitar que nos alcanzara el fuego, y, en un instante, sentí el calor de la llamarada y el olor del humo muy negro que rápidamente crecía metros sobre las llamas anaranjadas y altas.
Después de quemar las máscaras, cada fariseo debe agachar su rostro, cubrirse la cabeza con un cobertor y hacer una fila hacia la ramada para agradecer a Dios y pedirle volver a participar en la festividad el año entrante. Así lo hicieron. Algunos eran muy tenaces y no levantaron la mirada, acaso para cuestionar con los ojos a todos los mirones, mucho más, si estos tenían, como yo, una cámara fotográfica en las manos; otros, sin embargo, parloteaban en voz bajita en grupos de tres o cuatro, con quienes bebían lo que les daban sus familiares acomodados a pocos metros de distancia.
Algunos iban descalzos, otros solamente con calcetines y algunos más con sandalias, lo cual, desde afuera, parecía ser el principal sacrificio en un territorio en el que no es raro rebasar los cuarenta grados centígrados al mediodía. Aunque ir descalzos no es asunto exclusivo de adultos, sino también de menores, de muchos de los niños danzantes matachines, pascolas y venados, que a estas alturas tienen las plantas de los pies impuestas al infernal suelo de “Cachanía”.
Mientras la fila para acudir a arrodillarse avanzaba lentamente, unos muchachos me gritaron que les tomara una fotografía, lo hice, y con ello me di el permiso de acercarme a platicar, pero no hablaban mucho. No estaba segura de si seguían en el trance de la representación, si eran reservados o si sólo querían observarme. Al preguntarles sobre el significado de la fiesta, me enviaron con un hombre mayor que parecía portar un traje del diablo.
Me acerqué al hombre, de apellido Aguilar, aparentemente de más de setenta años, moreno, muy delgado y con canas en los cabellos; le pregunté acerca de los requisitos para ser un fariseo y me dijo que se debía desear serlo, tener la voluntad para cumplir con una manda muy personal y, además, tener más de dieciocho años, porque la tarea implica una preparación ardua y un nivel profundo de conciencia.
—¿Y sólo los miembros de tu comunidad pueden participar en las campañas? —le pregunté, suponiendo que me diría que sí.
Dijo que no. Comentó que puede ser cualquier otro poblador aunque no sea parte de su comunidad, pues lo importante es fortalecer la tradición, con propios y extraños, cosa que me sorprendió muchísimo, porque en el fondo esperaba que se tratara de algo cerrado. Agregó que la comunidad yaqui-yoreme de Santa Rosalía es una de las que perpetúa la tradición con más apego a sus orígenes y que incluso llegan visitantes desde Sonora para vivir la tradición con ellos. Me lanzó una sonrisa un poco dura, pero honesta, al decirme que ya eran 128 años de celebración y que venían más.
Tras preguntarle acerca de las máscaras, el señor dijo que los muchachos las tienen que elaborar más o menos con un mes de antelación. Suponía más tiempo. Cada participante tiene que verter en su atuendo, además de recursos y originalidad, la intención de realizar un sacrificio por algo importante para él, ya sea para pedir o agradecer algo. Puede ser esa la razón por la que muchos visitantes consideran tan importante la quema de máscaras, porque ahí se desintegran esfuerzos e ideas, pero también el símbolo de algo que se desea transformar.
El señor se tuvo que ir a una diligencia y yo solamente me quedé ahí bajo el sol, observando a la gente, a la que esperaba igual que yo y a la que estaba menos sudorosa en la sombra, pero apretada junto a todos los que querían ver de cerca a los arrodillados. El momento era idóneo para admirar y comparar.
Me acostumbré tanto a la representación católica en mi comunidad de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que al adentrarme un poco en la forma en la que los yaqui-yoreme interpretan este período, no pude más que cerrar la boca.
Para empezar, ellos asumen este período como fiesta, y, me es curioso, porque sobre la celebración de la muerte en México, sólo conocía el Día de Muertos y los funerales con conjuntos norteños o de banda, sin embargo, al pensar en ello, concluí que la celebración no tiene que ver solamente con la resurrección de Cristo, y mucho menos con festejar la muerte de alguien que para unos es Dios, para otros un personaje histórico y para otros tantos alguien que simplemente no existió, sino acerca del arrepentimiento, el perdón y el sacrificio como pases para ser un mejor humano. Mientras los católicos después del Domingo de Ramos viven una semana seria, solemne y de luto, y celebran hasta el sábado de Gloria y Domingo de Resurrección, los fariseos enfrentan cada día con cierta picardía y felicidad adelantada, pues siempre tienen la conciencia de que se trata de una representación de que Dios sigue vivo.
Para seguir, percibí un ejemplo de sincretismo sumamente peculiar, al menos dentro de la región noroeste del país, ya que en tierras peninsulares, en el caso de los sobrevivientes yumanos, particularmente con los kumiay, los elementos católicos en algunas tradiciones, como el Día de Muertos, son rasgos adoptados a partir del contacto misional, pero sin que ello represente una omisión de sus creencias y ritos ancestrales, es decir, no se puede hablar como tal de una cultura sincrética, pues ellos, pese a haber estado expuestos a la evangelización misionera a partir del siglo XVII, actualmente no cuentan con tradiciones espirituales que tengan una fuerte carga del catolicismo que a algunos de sus antepasados, de una u otra forma, les impusieron. Sin embargo, la comunidad de origen sonorense ha fusionado el deseo de perpetuar la tradición católica con elementos propios de su cultura, en la que, me atrevo a asegurar, destacan por mucho, los rasgos prehispánicos de las danzas y los atuendos.
Por varios minutos seguí la trayectoria de un niño danzante venado, le tomé fotografías y me fui del lugar, en donde todo parecía transcurrir más lento. Caminé al centro para comer antes de declararme deshidratada. Pasé la tarde con mi sobrino José Alfonso, aquel que cuando niños nos había advertido sobre los fariseos y que a decir verdad, parece más mi primo. Fuimos a la playa de El Morro junto con un amigo de él, y al oscurecer me llevaron a ver a los danzantes en la ramada. Había mucha gente ahí y casi a nadie se le veía cansado. Yo me fui de allí con las baterías de la cámara y el celular agotadas. A la media noche le di un abrazo fuerte a José Alfonso y salí rumbo al hogar donde mis padres, mientras pensaba en la conversación con Asael y Antonio que en un futuro tendría.
Arcelia Pazos, nacida en Vizcaíno, Baja California Sur, es licenciada en Ciencias de la Comunicación y residente de Ensenada, Baja California, desde 2009. Concentra su observación entre estos dos puntos de la Transpeninsular y ha plasmado parte de ella en la revista El Septentrión desde su fundación en 2015. Es comunicadora gráfica y visual independiente, actriz de la Compañía Ensamble-teatro y es Comunicadora de la Cultura en el Centro INAH Baja California, así como participante en la comunicación y protesta de causas feministas y de justicia social en Ensenada.