Un comedor pequeño con la casa en líneas rectas

 

por Antonio León

 

 

Lo que continúa en la casa, es el sujeto del acto.

 —César Vallejo

 

 

Me dijeron que debía construir una casa, pero también me dijeron que me podía quedar toda la vida en la casa materna. Más allá del espacio geográfico que ocupa el apego, una casa es lo mismo que un inicio de ruta. Las construcciones emergen como en el Turista Mundial y algunos ociosos no las acomodan a favor de un horizonte con armonía. Algo sucede siempre con las vistas, las varillas punzocortantes de un proyecto de habitación; una comunidad de poco dinero se levanta con una arquitectura que no pudo comprobar, antes de construir con visos de futuro.

  Las fotografías contenidas en libros de texto muestran patios de familias que son de una sola forma: padres y madres con hijos en áreas verdes, en escenas perimetrales de funcionalidad a tope; ventanas estratégicas para que entre el ruido del exterior, sonido de árboles y niños escandalosos. Decir casa es decir cimentación, aunque sea modesta. Decir paredes imperfectas pasadas por emplastes de poca ciencia, alerones amplios para que se queden a vivir las golondrinas. Uno llama casa a cualquier oquedad, propia o prestada, con vocación de refugio.

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Los que llegamos a la adolescencia en los años noventa, nos enteramos de que obtener bienes inmuebles sería complicado. Recuerdo mis 17 años y un golpe fulminante a la economía familiar a final de 1994, el llamado Error de diciembre. La recesión que causó una devaluación del peso de más de 100 por ciento, la erosión de las reservas internacionales, la quiebra de los bancos y miles de empleos perdidos. Todo sucedió a los pocos días de que el expresidente Carlos Salinas de Gortari dejara el poder y de que el sexenio de Ernesto Zedillo empezara (ambos se afilaron las garras en sus rostros sin terminar de explicar el acontecimiento).

   Aquellos que se iniciaron como deudores de la banca por préstamos hipotecarios bancarios, de la noche a la mañana, estaban envueltos en un problema del que no sería fácil salir. Si la Navidad de aquel año no iba a funcionar con su parafernalia de marcos blancos y copos de nieve en las ventanas, si no habría figuras de acción de los Power Rangers para los hermanos menores, el rubro de bienes raíces se volvería una novela al alcance de pocos.

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Me gustaron las casas blancas con líneas rectas desde que era pequeño. Mi padre se dedica a la carpintería y por mucho tiempo ha llevado a cabo trabajos en fraccionamientos de playa, muebles para norteamericanos que viven su jubilación en Baja California o bien tienen casas de verano aquí. Mientras los trabajadores tomaban un descanso, me gustaba hacer una especie de parkour de reconocimiento en las casas de paredes inmaculadas que iban emergiendo de la obra negra. Chimeneas de inspiración mediterránea en contraste con la reducción de elementos de ornato, puertas de madera rústica con pesados herrajes, vistas a la playa y jardineras resistentes al viento salobre de la bahía. Tomaba los sobrantes de madera para diseñar alternativas a los planos originales, o para realzar los futuros muebles. En esa parte de mi vida tuve una casa, pero estaba en la geografía de mi imaginación.

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Descubrí la casa-estudio de Luis Barragán en una revista cultural y, después de varios años, tuve la oportunidad de estar de visita en CDMX, con un día libre y escaparme hasta los números 12 y 14 de la calle de General Francisco Ramírez, colonia Daniel Garza, en el antiguo barrio de Tacubaya. La fachada de la casa Luis Barragán se levanta como un bloque con poca personalidad en este barrio popular, un bastión que se resiste a las presiones del desquiciado desarrollo urbano.

  Al llegar a la puerta, me encontré con un grupo de personas que no cumplíamos el requisito millenial de hacer una reservación por internet, nada más porque no sabíamos o porque nos pareció cosa del diablo pagar una entrada a un sitio por computadora. Tras una breve introducción en la biblioteca, avanzamos hasta el primer punto que yo ya conocía de memoria: la escalera de tablero de madera encastada en muro estructural: la “escalera flotante”, como la llamé la primera vez que la vi en fotografías tomadas por el mismo Luis Barragán.

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En uno de los platones de talavera que decoran el comedor —un espacio pequeño, para la amplitud de dimensiones de la casa— se puede leer la palabra Soledad.  Según el guía y su relato, Luis Barragán tenía una personalidad “enigmática” y gustaba de sentarse a comer sin compañía, en silencio. Al ingresar aún huele a comida. Al morir, Barragán dejó indicaciones para que su ama de llaves viviera en la casa el tiempo que ella considerara necesario. La visita a la casa-estudio se desarrolló en una hora cercana a la comida, la mujer que acompañó a Luis Barragán en sus últimos años se encontraba cocinando cerca, ajena a este recorrido que ella ha transitado tantas veces.   

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Al continuar el recorrido, las escaleras de piedra volcánica se vuelven angostas en algunos puntos para dejar pasar a una sola persona. La casa está llena de espiritualidad y simbolismos. Luis Barragán fue un católico ferviente, pero en este caso la fe supera al culto, se hace efectiva en las imágenes y las formas. Hay ángeles jubilados de una vigilancia tortuosa que se volvieron compañía apacible. Hay santos que dejaron su función punitiva para ser visitantes de un lugar que se quedó en un pueblo de origen.

   La luz entra en distintos colores y pocas ventanas se repiten; la luz entra como una viga de cobre que se desvanece al tocar el interior; la luz es el tema de esta casa que solo se ilumina con lámparas diseñadas por el mismo artista, maniático que todo lo ha hecho a su modo en esta casa que rezuma una belleza que no se cansa de ser nueva.

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Tras un breve momento admirando el jardín perfectamente planeado, me fui de casa de este ingeniero voluntarioso que un día decidió ser arquitecto. Salí del hogar de Luis Barragán con una nueva disposición de bloques de significado parecida a las piezas Lego de madera que me procuré en la infancia, entre el barullo de sierras de banda y taladros o durante el descanso de la jornada de trabajo. La conformación de paredes de arena con espejos, los barandales de alambrón y los sobrantes de madera de pino en las banquetas no parecen ahora ideas descabelladas.

  Me llevé algo, como de todas las casas a las que voy: una serie de ensayos visuales de memoria sobre los objetos y su trayectoria, preguntas acerca de la vida del concreto y el hormigón, de la emergencia de huellas de volcán y sus mapas de sombreado, la necesidad de ser un niño arquitecto con acceso a comedores pequeños para sentarse a elucubrar los trazos de luz bajo los que sucederá el tiempo.

 

 

 

Antonio León es un poeta nacido en Ensenada, Baja California. Reside en Mexicali desde 2014, donde se desarrolla en distintos ámbitos de la promoción cultural universitaria. Es editor de poesía en la revista El Septentrión y colaborador esporádico de noisey\vice; ha sido columnista del semanario Es lo cotidiano y actualmente desmenuza sus fijaciones en el blog Muerte por videoclip. Es autor de los libros Caricia del velocímetro, Busque caballos negros en otra parte (pinosalados) y :ríos, dentro de la colección Ojo de Agua, editada por CETYS Universidad . En 2016 fue el ganador del Premio estatal de literatura (poesía) en Baja California, con el libro El Impala rojo. En 2018 fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico en la categoría Creadores con trayectoria. Consomé de Piraña, editado por Carruaje de pájaros y el Instituto Sinaloense de Cultura, es su libro más reciente.

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